Caminábamos por las calles estrechas y sinuosas del elegante poblado localizado en la falda de la montaña que acoge al monasterio. El sol de fin de tarde realzaba los colores de las casas y del empedrado. Lorenzo, el zapatero que remendaba el cuero como oficio y cosía las ideas como arte, estaba con hambre así que fuimos rumbo a la cafetería de Sophie, donde son hechos los mejores sándwich del planeta, en busca de su predilecto: pan artesanal, lonjas de jamón, un poco de miel y canela; generosas tajadas de parmesano y un huevo blando por encima; gratinado en el horno. Café para acompañar hasta el ocaso; allá sólo sirven vino en la noche. Son las rigurosas reglas de la casa. La mesera que vino a atendernos era Regina, una antigua compañera, que se puso feliz al vernos. Ella dijo que su turno ya había terminado y preguntó si podía sentarse con nosotros. Permiso concedido, delantal guardado y a nuestro lado, una persona que necesitaba hablar, como aquel niño que corre para mostrar todos sus juguetes cuando llega una visita. De repente, ella reveló que vivía una grave crisis conyugal. Vivía hace algún tiempo con otra chica, mucho más joven, de quien estaba enamorada. Sin embargo, siempre la presentó a todos como una sobrina que había venido a pasar un periodo en la ciudad. La noche anterior habían tenido una grave discusión, en la cual su pareja la acusaba por no admitir ante los demás el verdadero afecto que las unía, ya fuera por la diferencia de edad o por el hecho de ambas ser mujeres.
Lorenzo la miró a los ojos y le preguntó con su franqueza habitual: “¿Cuánto hay de verdad en eso?”. La amiga bajó la mirada y argumentó que las cosas no eran tan simples. Era necesario considerar que vivían en una pequeña ciudad del interior, donde las costumbres estaban más arraigadas y lo nuevo encontraba mayor dificultad para instalarse. Al contrario de las grandes metrópolis, todos allí se conocían y se hablaban. No quería vivir entre miradas acusadoras, comentarios mal intencionados y ser discriminada. Lamentó que las personas tuvieran tantos preconceptos.
El artesano bebió un sorbo de café y dijo: “Cada vez que dejamos de vivir nuestra verdad en razón a conceptos ajenos, significa que el preconcepto es nuestro y no de los otros. El preconcepto no es más que el miedo a encarar la verdad ante sí y ante el mundo. El miedo será siempre una fuente de sufrimiento. El coraje es parte esencial de la cura; el resto cabe a la verdad. Saber exactamente quién somos, sin subterfugios, es el paso inicial para la jornada hacia la libertad y la paz”.
Regina argumentó que la verdad no era sencilla y, a veces, innecesaria. Lorenzo levantó las cejas y dijo: “Estoy de acuerdo contigo. Es necesario sensibilidad, sutileza y amor cuando abordamos la verdad del otro, pues no siempre estará listo para la confrontación. Puede que no sea el mejor momento o que tal vez no seamos los mejores mensajeros. Que nunca falte paciencia y compasión. No obstante, cuando se trata de la verdad sobre nuestra propia vida, no estoy de acuerdo: ella es simple, sí. Apenas necesita amor y coraje para ser tratada, lo que no siempre es fácil”.
¿Coraje? Ella sacudió la cabeza y dijo que no se consideraba una persona fuerte. El zapatero frunció el ceño y dijo: “Es impresionante como renunciamos al poder que tenemos”. Regina dijo que no estaba entendiendo el comentario. Él explicó: “Ser fuerte es una elección que hacemos todos los días. El coraje, como todas las demás virtudes, está al lado, está en frente, está a disposición de todos. Está dentro de cada uno, adormecido, a la espera de un leve llamado para despertar y volverse compañero. En todo momento tenemos la oportunidad de enfrentar las dificultades o huir de ellas”. Se quedó pensativo por instantes y se corrigió: “No hay como huir de las dificultades, pues ellas son las lecciones que nos corresponden. En realidad, apenas aplazamos la batalla hasta el día en que nos alcanza”. Regina dijo que prefería aplazar la lucha hasta el último instante. Lorenzo se encogió de hombros y dijo: “El problema es que en ese caso prolongarás el sufrimiento”.
Regina lamentó el poder del preconcepto, de cómo envuelve a las personas sin que ellas perciban cómo interfiere indebidamente en la vida de todos. El zapatero estuvo de acuerdo y fue más allá: “El preconcepto es mucho más que el velo de la ignorancia que impide que veamos la belleza de la vida con todas sus fascinantes diferencias. Se trata de un acto de deshonestidad. Negarle al otro el derecho de realizar sus propias elecciones es una usurpación de la libertad ajena; a su vez, negarte tus mejores decisiones, es un fraude contra tí mismo”.
“No cometas la insensatez de intentar controlar las elecciones ajenas; por otro lado, no le concedas a nadie cualquier poder sobre tus elecciones. Entiende que las elecciones nos definen. Podemos esbozarnos a través del discurso, pero solamente las elecciones delinean los trazos del arte final”.
Una lágrima escurrió por el rostro de la mujer. Dijo que le gustaba aquella ciudad y sus habitantes. Tenía muchos amigos allí y no tenía intensión de irse en caso de que la verdad le causara vergüenza, distanciamiento o rechazo.
Lorenzo se encogió de hombros nuevamente y muy serio dijo: “No tenemos injerencia sobre la opinión de los otros ni podemos obligar a las personas a cambiar. Intentar convencer a los otros es papel de los tontos. No obstante, podemos definir quiénes somos y la manera cómo vivimos. La dignidad es la única frontera. En todos los aspectos de la vida, ese es el enorme poder que tenemos. Por tanto, decidir de quién te vas a enamorar y con quién te vas a casar es un derecho inalienable tuyo. No permitas que nadie interfiera. A quien no le guste que repiense sus conceptos y valores”. Hizo una pausa y profundizó: “Que encaren las propias sombras para entender los motivos por los cuales las elecciones ajenas los incomodan tanto”. Bebió café y continuó: “Eso sirve también cuando la incomodidad venga en contrapartida. Es decir, ¿por qué las elecciones ajenas nos incomodan? Si tenemos problema con lo nuevo, lo diferente y lo libre es porque algo está errado en nosotros. Es hora de profundizar en el silencio y en la quietud para conocer ese sótano oscuro de la propia alma y, en seguida, iluminarlo”.
Lorenzo mordió su sándwich, lamió los bordes y dijo: “Es posible que algunas personas se alejen cuando sepan la verdad. Aunque triste, no es malo. Es la revelación de un nuevo círculo de relaciones, más verdadero y sincero, que comienza a formarse a tu alrededor por afinidad de frecuencia energética diferente en la que comenzarás a vibrar. Permanecerán las personas que te aman, entienden tu verdad y respetan tus elecciones. Los demás permanecerán inmóviles, maldiciendo a la humanidad mientras tu viaje seguirá con múltiples transformaciones rumbo a nuevas estaciones. Libre, ligera y plena”.
La mesera reveló que estaba muy sentida después de la pelea que tuvo con su pareja, por todo lo que fue dicho. Adicionó que la verdad dolía. El artesano sonrió y discrepó en respuesta: “La verdad no duele. Estar frente a frente consigo mismo y encararse sin máscara será siempre causa de incomodidad. La máscara no protege, engaña. La verdad no duele; ella cura y libera”. Hizo una pausa y complementó: “Dolorosa es la mentira que cada cual se cuenta a sí mismo”. “Presta atención a lo que te causa dolor: ¿el amor que sientes por tu pareja o el miedo que alimenta la mentira que le contaste a todos?”.
“Cada vez que dejes tu verdad de lado por temer a lo que los otros piensan, estás dejando de ser la timonera de tu propio barco que surca los mares de la vida. Después no culpes al mundo por el inevitable naufragio. Recuerda que la elección fue tuya. La felicidad nunca acepta la mentira como compañera de viaje”.
Regina sacó un pañuelo de la cartera para secarse las lágrimas que bañaban su bello rostro. Permanecimos algún tiempo sin pronunciar palabra en el intento de digerir las ideas del zapatero. Fue cuando apareció en la puerta la dueña de la cafetería. La simpática Sophie vino a saludarnos y comentó que aquel parecía el ‘Día del Llanto’. Ante las miradas atónitas, ella explicó que acababa de ver en la plaza a la novia de Regina, sentada en un banco, leyendo un libro de poesías hecha un mar de lágrimas. Pensó que el llanto brotaba de la ficción, pero que ahora percibía que tenía su razón de ser.
¿Novia? A Regina se le hizo extraño que Sophie se refiriera así de su ‘sobrina’. La dueña de la cafetería le ofreció una sonrisa sincera y reveló que muchas personas en la ciudad sabían del romance, pero que por respeto nada comentaban con la joven. En seguida le aconsejó que fuera al encuentro de la novia, pues el amor no debía esperar. Sí, el muro que le impedía avanzar tenía la altura de un rayón de tiza en el suelo. Desconcertada, Regina sonrió, pidió permiso y fue a vivir su destino. De la ventana la vimos apurada en la calle, parecía flotar. El amor tiene ese poder.
Lorenzo terminó el sándwich y sugirió: “¿Vamos a pedir otro? Esta situación abrió mi apetito”. Sonreí y asentí con la cabeza. El zapatero divagó: “La vida muchas veces parece una película cinematográfica escrita por un guionista loco, pero genial. Él insiste en un final feliz para todas las películas. Nosotros, al no entender, acabamos interfiriendo en la mejor secuencia de escenas al negarnos al poder transformador de la verdad. La verdad será siempre la antorcha de fuego que iluminará los pasos del protagonista durante la noche oscura de la trama”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares-
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Gracias yoskhaz