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El vigésimo día de la travesía. El punto sin retorno

La travesía llegaba a la mitad. Aquel día todos en la caravana, principalmente los más experimentados, hablaban del “punto sin retorno”. Era un determinado punto en el desierto, entre la ciudad y el oasis, que cuando se alcanzaba, dada la distancia, no compensaba volver en caso de que se presentase algún imprevisto. A partir de allí era mejor continuar, cualquiera que fuera la dificultad. Mientras marchábamos, yo percibía un enorme murmullo entre los viajeros. Hablaban de una determinada leyenda que envolvía el punto sin regreso, sin que yo lograra oír exactamente cuál era la historia sobre ese lugar. Quien emparejo su camello al mío ese día fue Jorge, un peregrino como yo, que también viajaba para conocer al sabio derviche, “conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Jorge se mostró muy simpático y conversador. Dijo que daba clases en una escuela esotérica y que tenía varios alumnos. Se declaró un maestro, pues había ascendido varios escalones en la escala evolutiva gracias al extraordinario conocimiento obtenido en muchos años de dedicación a los “misterios del mundo”. Me contó sobre los libros que había leído, muchos de los cuales yo ni había oído mencionar el título. Enseguida, comenzó a demostrar la percepción afinada que poseía, indicando las dificultades emocionales, morales y espirituales de cada integrante de la caravana apenas con mirarlos. El tiempo pasaba hasta que, cuando tuve la oportunidad, le pregunté qué esperaba del encuentro con el sabio derviche. Él reveló que deseaba tener una conversación seria con el sabio pues según Jorge, el filósofo del oasis había dicho cierta vez que “así como el oro y la plata, los tesoros inmateriales también se oxidaban”. Tal afirmación, según Jorge, contenía dos errores conceptuales. El primero era que ni el oro ni la plata se oxidan, como todos saben; el segundo es que los logros inmateriales jamás se pierden, como lo enseña la tradición esotérica. Su propósito era entablar un debate con el sabio derviche. Tenía, inclusive, una filmadora en su alforja, pues pretendía registrar la conversación para usarla en sus futuras clases y en redes sociales, donde divulgaba su enorme conocimiento. Aquello me impresionó, tanto por lo inesperado como por lo indelicado. Intenté cambiar de asunto y le comenté que había oído sobre a leyenda que envolvía el “punto sin retorno”, mas no sabía exactamente cuál era. Le pregunté si él la conocía. Jorge reveló que aquella mañana había visto al caravanero contar la leyenda a algunos viajeros, pero como las leyendas no pasaban de bobadas del imaginario popular y el caravanero no era más que un hombre rústico del desierto, que nada sabia sobre los secretos de la vida afuera del universo estrecho y rutinario de la caravana, decidió no perder su tiempo con historias inútiles. Mientras el profesor hablaba sobre eso y otros asuntos, llegamos al punto sin retorno. Para mi sorpresa, pues creía que se trataba de un lugar ficticio en el medio del desierto, había un tren abandonado que marcaba el lugar.

Sí, una gran locomotora sobre algunos pocos metros de rieles aquí y allá yacía sobre la arena ardiente. ¿Absurdo? Si había algo que yo ya había aprendido en aquella travesía, era el aceptar las posibilidades de lo imposible, entender la permanencia de lo transitorio y convivir con lo imponderable. Llegó la orden de parar para un breve descanso y un ligero refrigerio. Antes de montar los camellos, el caravanero nos avisó a todos: “Pueden tomar fotos si lo desean, pero está prohibido subir en el tren, pues es un monumento a la sabiduría de los pueblos del desierto. Por tanto, guarda en sí el aspecto de lo sagrado para nuestra gente”.

¿Monumento? ¿Sagrado? Estas palabras avivaban aún más mi curiosidad con respecto a la leyenda que envolvía el tren que demarcaba el punto sin retorno. Casi todos los viajeros, principalmente los que realizaban la travesía por primera vez como yo, posamos con la locomotora de fondo, ya fuera para guardar una foto como recuerdo o para testimoniar la increíble historia que contaríamos al retornar a nuestras casas. Cuando todos agotaron las poses alrededor del monumento y se alejaron para comer, Jorge se aproximó con una máquina fotográfica en la mano. Me pidió que le tomara algunas fotos. Me mostré solícito y mientras esperaba que él se posicionara, para mi espanto, subió en el tren para que yo lo fotografiase. Le recordé que no estaba permitido, pero Jorge hizo un gesto con la mano como diciéndome que dejara la bobada. Insistí en que bajara y me rehusé a tomar la foto. Ante su insistencia, de lejos, el caravanero observaba la escena de brazos cruzados y con una expresión seria en el rostro. Al percibir al caravanero, el profesor en actitud desafiante, no sólo se rehusó a bajar, sino que se sentó sobre el tren, sacó del bolsillo una támara y, como si estuviera en su casa, cruzó las piernas y mordió la fruta saboreándola con placer y sin prisa. Me puse tenso.

Como si mi tensión fuera el presagio de algo peor, en aquel momento del breve impase, surgieron tres tuaregs galopando sus camellos a gran velocidad; estaban armados con escopetas. Los tuaregs son nómades que habitan el desierto hace siglos. Con las armas apuntando a Jorge y bastante enfurecidos, le gritaron para que descendiera del tren. De esa vez el profesor obedeció. Con los brazos levantados, fue blanco de palabras hostiles. Tomaron la máquina fotográfica de mi mano y aunque intenté argumentar mi inocencia bajo la honesta alegación de que me había rehusado a tomar la foto, me colocaron al lado do Jorge, reclinado en la locomotora. Uno de los tuaregs sacó de la alforja un enorme látigo y no fue difícil entender, más por los gestos que por las palabras, que seríamos punidos por desobediencia y sacrilegio. Era imposible saber cómo reaccionaríamos ante el miedo provocado por un momento como ese. Mientras yo permanecí enmudecido, sin poder expresar una única letra, el profesor hablaba sin parar. Él, siendo tan culto y sabio según sus propios conceptos, alegaba desconocimiento e ignorancia en aquel instante.

Ante la mira de las armas de dos tuaregs, el tercero se nos aproximó con un enorme látigo en la mano. Nadie de la caravana se acercó, ni siquiera los encargados de la seguridad. Todos se limitaron a observar apavorados. Tan solo el caravanero caminó en nuestra dirección. Él parecía no tener prisa ni miedo; traía consigo una mirada severa como nunca había visto. Sentí más miedo del caravanero que de los tuaregs. Uno de ellos, el que parecía el jefe del grupo, dijo que habíamos violado el código del desierto y que seríamos punidos por ello con diez latigazos. Era una pena blanda si se comparaba con el castigo extremo permitido por las leyes de los pueblos de la arena. Sin embargo, por consideración y respeto al caravanero, podrían dejar de aplicar la pena si él así lo solicitaba. Inmediatamente el valiente profesor se arrodillo y, en lágrimas, imploró que el caravanero abogara por su perdón, implorando muchas veces.

Con voz grave, casi ronca, el caravanero le dijo a Jorge: “Durante la travesía, lo que es suyo yo no dejo que lo tomen; lo que no es suyo, jamás se lo entregaré. Si desea justicia, pídala. El perdón está más allá de mí”. Enseguida, sin decir palabra, hizo una señal para que yo saliera de allí y me juntara a la caravana, como si declarara ante todos mi inocencia. Rápidamente me alejé del tren y corrí hacia donde estaba nuestra caravana. El profesor volvió a clamar por piedad. El caravanero solamente lo miró.

El tuareg mandó que Jorge se volteara y apoyara las manos en el tren. Sin demora, el primer latigazo estalló en el aire mezclándose con los gritos. La ropa del profesor fue rasgada en la espalda. El tuareg se aproximó y con las manos terminó de romper la camisa, exponiendo la espalda desnuda del profesor para el castigo. Hasta el momento había solo un grueso arañón. Todos sabían que lo peor se avecinaba.

En ese momento surgió detrás de la locomotora, no tengo la mínima idea de cómo, la bella mujer de ojos color lapislázuli. Ella andaba como si danzara sobre la arena del desierto. Tenía una sonrisa indescriptible en el rostro. Una sonrisa que hablaba sobre la belleza de la compasión, de la misericordia y del perdón. Era una sonrisa que revelaba la grandeza del amor y la capacidad de superación del amor sobre el mal. Cualquier mal; todo mal.

Se aproximó al jefe del grupo, sacó dentro de la manga larga de su vestido la flor más linda que yo jamás había visto y se la entregó. Una flor azul, como el color de sus ojos. Repitió el gesto con los otros dos, como si hubiese un jardín debajo de su manga. Hizo con que el tuareg que portaba el látigo agarrara la flor en la otra mano, ofreciéndole la flor azul a cambio del azote, dándole el dilema de la otra posibilidad: la posibilidad de la luz. Su gesto, aunque sencillo, contenía un enorme discurso sobre amor y la tolerancia ante los intolerantes que, por ignorancia, se imaginan sabios.

Reinó un silencio absoluto. Hasta el viento paró para que todas las criaturas del desierto pudiesen ser testigos.

Los tuaregs aceptaron la ofrenda y las palabras no dichas por la mujer. Le ofrecieron una sonrisa sincera de gratitud. Gratitud por la lección; por la oportunidad de transformar sombras en luz. Sin palabras, se despidieron respetuosamente del caravanero con un gesto de cabeza y partieron. El caravanero inclinó el cuerpo en reverencia hacia la mujer de ojos color lapislázuli y enseguida dio la orden de partir inmediatamente.

Con el camello emparejado al mío, Jorge siguió el resto del día sin pronunciar un único sonido, al contrario de aquella mañana. Estaba implícita la justicia aplicada en aquel caso, la función educativa que una sentencia debe traer en su contenido para que sea verdaderamente justa y no un mero acto de venganza. En reflexión y arrepentimiento, teniendo el enorme susto como castigo, el profesor iniciaba un proceso íntimo de revisión de valores y conceptos. Pensé en cómo esto haría más provechoso su encuentro con el sabio derviche.

Al final de la tarde, como de costumbre, la caravana acampó para pernoctar. Hubo un silencio diferente en lo que restó de aquel día. Las personas casi no hablaban como si todavía metabolizaran los hechos presenciados, como si la lección de alguna manera le sirviera a todos. Me alejé para observar las estrellas y meditar. Sentado en la arena, me alegré cuando la bella mujer de ojos azules se sentó en frente mío. Le dije que aún estaba bajo el impacto de lo ocurrido. Sentimientos e ideas nuevas buscaban un lugar para habitar dentro de mí. Le pedí que me contara sobre la leyenda que envolvía la locomotora y el punto sin retorno. Ella sonrió y movió la cabeza como si esperara por esto.

“Hace mucho tiempo atrás, un poderoso sultán se apasionó perdidamente por una bellísima joven, la más linda del oasis. Pidió su mano en matrimonio y a cambio le ofreció fortunas en oro y plata como señal de sus mejores intenciones. La joven se mostró encantada con el sultán y dijo que lo aceptaba como marido desde que él jurara nunca dejar oxidar el oro y la plata que había en su corazón. El sultán aceptó de inmediato”.

“Ella tenía otro pedido. Quería vivir en el oasis, donde había sido criada de manera sencilla y pura, cerca de las personas que siempre había amado. El sultán le explicó que no podía alejarse de la ciudad por largos períodos dadas sus obligaciones y negocios, pero que construiría una ferrovía entre los dos lugares para que ellos se pudiesen encontrar con la frecuencia deseada por el amor que los unía. La joven aceptó la propuesta”.

“El sultán empeñó todos sus esfuerzos para que la ferrovía estuviera lista lo más pronto posible, lo que no demoró mucho. Con la boda arreglada mandó que el tren, en su primer viaje, buscara a la joven y a todos los que ella amaba para la ceremonia religiosa que se realizaría en el palacio del sultán, uno de los más bellos de la ciudad, lujosamente reformado por ocasión de la fiesta. Reyes y miembros de las monarquías de los más distantes lugares fueron convidados. El tren, con el sultán que insistió en acompañar a su amada en el viaje, partió repleto del oasis rumbo a la ciudad”.

“Durante el viaje, la joven notó la manera indiferente y grosera como el sultán trataba a sus vasallos y a las personas por las cuales no sentía ninguna relación de afecto o interés. Le explicó al sultán que todos portaban dentro de sí una enorme riqueza: los buenos sentimientos. Mencionó que la verdadera nobleza no se refería a dinero o títulos, sino que era una cuestión de amor y nobles sentimientos, y así como todas las cosas que poseemos, debemos usar el corazón para que no se oxide. El sultán respondió argumentando que las personas no eran iguales y, por tanto, no podían ser tratadas de la misma manera. Agregó que ella no debía asustarse, pues él era atento con las personas que amaba. La joven explicó que la virtud no estaba en tratar bien a aquellos que apreciábamos, sino en la dignidad de respetar y cuidar bien de cada persona, indiferente de la naturaleza de las diferencias que se presentaban. Finalmente, dijo que como él no era capaz de cumplir con su promesa, no habría matrimonio”.

“Desde lo alto del poder que imaginaba tener, el sultán avisó que ella había ultrapasado el ‘punto sin retorno’. Confesó que no podía obligarla a casarse con él pero que, si insistía en mantener la decisión, mandaría parar el tren para que la joven y sus amigos descendieran. Le recordó que regresar a pie al oasis sería una tarea bastante ardua, casi imposible teniendo en cuenta que estaban en medio del desierto”.

“La joven se mantuvo firme y le respondió al sultán diciendo que no existe punto sin retorno, pues siempre es posible rehacer las elecciones, aunque pese el fardo de las decisiones anteriores. El desierto acoge a todos los que aman la travesía y se guían por las estrellas que iluminan su noche”.

Ansioso, quise saber cómo terminaba la aventura. La mujer sonrió y continuó la historia: “Cuenta la leyenda que el tren paró para que la joven bajara junto con sus amigos y parientes. Muchos de los empleados del sultán resolvieron acompañarlos; habían aprendido a admirar los modales de la joven y percibieron que era posible una vida diferente. Quedaron el maquinista y los funcionarios más fieles al sultán, quien desde la ventana del vagón del tren observaba a aquella gente alejarse a pie hasta donde la vista alcanzaba. Cuando dio la orden de partir, por algún motivo, el motor de la locomotora se trabó. Una vez constataron la imposibilidad de arreglo, mandó a uno de los funcionarios hasta la ciudad para traer caballos y camellos para el rescate. En el tren había provisiones suficientes para esperar. No obstante, al día siguiente una tempestad de arena los enterró a todos y, sin completar su primer viaje, se extinguió la ferrovía, exactamente en el lugar ahora conocido como ‘el punto sin retorno’”.

Le pregunté si la joven y su personal lograron regresar a casa. La mujer de ojos azules concluyó: “No anduvieron mucho. Pronto encontraron un mercader de camellos que llevaba los animales para negociar en el oasis. Apiadado y generoso, les ofreció los camellos para su transporte. Dicen que hubo una gran fiesta cuando llegaron”. Hizo una pausa y finalizó con las palabras usadas por la joven: “El desierto siempre acoge a aquellos que aman su travesía y se guían por las estrellas que iluminan sus noches”.

Encantado, solo podía pensar en la extraña sincronicidad entre la leyenda y el motivo de la conversación que el profesor quería tener con el sabio derviche, conforme me lo había revelado en aquel día por la mañana. Dije que había sido triste que Jorge no se hubiera interesado por la leyenda. Tal vez habría evitado los sinsabores por los cuales pasó. La mujer explicó: “Él estaba haciendo la travesía sin amor, sin entender hacía dónde iba. De acuerdo con la tradición, el desierto siempre corrige la ruta de aquellos que lo recorren sin rumbo, usando el rigor necesario en cada caso; lo hace por amor”. Hizo una pausa y recordó la leyenda: “Para atravesar el desierto es preciso no dejar oxidar el oro y la plata que traemos en el corazón”. Dije que las enseñanzas esotéricas muestran que las conquistas morales y espirituales, al contrario de los lucros materiales, jamás se pierden. Ella concordó con una salvedad: “No las perdemos, mas es indispensable que estén siempre en uso. De lo contrario, en verdad, no las poseemos”. Abrió los brazos como si dijera algo obvio y concluyó: “Nadie pierde aquello que no tiene”. Miró hacia las estrellas y concluyó: “Todos conocen el amor”. Se encogió de hombros y dejó en el viento una pregunta de simple retórica: “¿De qué sirve saber lo que es el amor sin amar?”

Cerré los ojos por instantes para concatenar todas las ideas encapsuladas en aquellas palabras. ¡Sí! Cuando los volví a abrir, la bella mujer de ojos color lapislázuli no estaba más allí.

 

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