Estábamos en el quinto día de la travesía. La caravana proseguía su marcha rumbo al oasis donde vivía un sabio derviche, “conocedor de muchos secretos del cielo y de la tierra”, con quien deseaba reunirme. Entre peregrinos, mercaderes, turistas y encargados, decenas de personas integraban la caravana que viajaba por las arenas del Sahara. En aquella mañana, muy temprano, antes de levantar el campamento, percibí que el caravanero estaba un poco distante del grupo adiestrando a su halcón. Me llamaba la atención el hecho que él, siempre que podía, se alejaba para entretenerse con el ave. Extraña diversión, pensé. Atribuí el hábito a las inevitables diferencias culturales entre los pueblos. Busqué a la bella mujer de ojos color lapislázuli en vano. Después mi atención se concentró en un hombre que cada vez que la caravana hacía una parada, extendía un bello tapete y exponía, en pequeños cestos, porciones de galletas finas. Él se dedicaba a servir té a quien lo deseara. Ese hombre no trabajaba en la caravana como pensé en un comienzo; una vez por año viajaba para encontrarse con parientes. Realizaba el ceremonial del té por placer. Me impresionó el esmero con el cual se dedicaba a esa tarea. Un mercader inglés que solía viajar para negociar tapetes con los hábiles artesanos del oasis, al notar mi interés, se aproximó y dijo: “Es el mejor té que he tomado en la vida.” Respondí que semejante elogio venido de un inglés era para ser tenido en consideración. En seguida, comenté que me parecía un poco exagerado todo aquel ahínco para servir té con galletas en un campamento en el desierto. El inglés comentó como si revelase un secreto: “Dicen que es un maestro”. Pronto mi interés cambió. Me acerqué al hombre, le pregunté si podía sentarme, él sonrió e hizo un gesto con la mano para que me pusiera cómodo. Había acabado de preparar una infusión en la tetera, me sirvió con esmero en una elegante taza de porcelana y me ofreció galletas. Me sentí como un rey. Elogié de manera sincera su té; en realidad, era delicioso. Volvió a sonreír y manifestó: “Eso me alegra el corazón. Me agrada cuando dicen que es un néctar de los dioses.” Le confesé que eso había sido exactamente lo que sentí al probar la bebida. En seguida, interesado en averiguar por la maestría a él atribuida, le pregunté si le gustaba Blavatsky, apreciada escritora rusa en los círculos esotéricos. Él me miró con simplicidad y respondió: “No sé quién es.” Insistí en saber su opinión sobre Krishnamurti, Yogananda, Kardec, Gibran, entre otros. Las respuestas se repetían con un movimiento de cabeza en negativa. Desolado, quise saber qué libros le interesaban. El hombre, cuyo nombre supe después se llamaba Kalil, respondió con humildad: “No sé leer”. En seguida justificó: “Fui criado en un campo de refugiados. Allí no había escuelas” y agregó con enorme estima: “Yo aprendí a hacer té”. Decepcionado, esbocé un rastro de sonrisa como quien dice que entendía la situación. Desocupé la taza, elogié nuevamente el té y cuando hice mención de levantarme, él se mantuvo gentil intentando explicar: “El té que usted bebió es de una flor común del desierto mas rara en las ciudades, la cual debe ir fresca en la infusión, en donde no puede demorar más de tres minutos, bajo el riesgo de alterar su sabor. Tuve suerte de encontrar un pequeño ramo ayer.” Comenté que realmente era un manjar, le agradecí y, como no estaba interesado en saber más sobre tés, me levanté.
La caravana continuó su curso sin mayores novedades y ninguna turbulencia, al contrario de los días anteriores y de acuerdo con mi deseo. Al final del día, un poco más temprano que de costumbre, paramos para descansar, alimentarnos y pernoctar. Después que cesó todo el movimiento del montaje de las tiendas, la cena fue servida. Eran enormes ollas con cocido de legumbres, granos y carne de carnero. De manera organizada, cada persona tomaba su cuenco y era servida por los cocineros. En aquellas circunstancias y debido al hambre, siempre era el momento más agradable del día. Cuando me alejé para comer solitario, percibí que la bella mujer de ojos color lapislázuli estaba sentada sobre el elegante tapete de Kalil saboreando una taza de té, entretenida con una demorada conversación. Intenté aproximarme con la disculpa de beber un poco de té para auxiliar la digestión, pero fui impedido por uno de los guardias de seguridad de la caravana, quien se limitó a informar, con las facciones serias, que debía esperar. Resignado, permanecí distante aguardando el término de la conversación que parecía interminable. Estuve imaginando, sin entender, qué tanto hablaba con el hombre del té la enigmática mujer, de notable inteligencia. En determinado momento noté que ella también lo escuchaba bastante. Como todavía sentía hambre, retorné a la tienda donde estaban los calderones y llené una vez más mi plato. Cuando regresé, ¡sorpresa!, ella ya no estaba allí. Otras personas eran servidas por Kalil, siempre atento y gentil. Busqué a la mujer por toda parte sin éxito. Parecía haberse deshecho en el aire.
Con el día todavía claro y sin tener qué hacer, tomé un libro y me senté en un rincón silencioso. Aún no había comenzado a leer, cuando vi al caravanero retornar con el halcón posado sobre los gruesos guantes de cuero que usaba en el brazo izquierdo. Lo abordé con la intención de charlar un poco, pero él dijo estar indisponible en aquel momento: “Voy a tomar una taza de té y conversar con Kalil.” Curioso, le pregunté sobre qué le gustaba conversar con el hombre del té. El caravanero se encogió de hombros y dijo: “Sobre todo y sobre nada. Sobre las cosas del mundo. Me gusta charlar con él. Es un maestro.”
Intrigado por el interés del caravanero y de la mujer en aquel hombre, cuestioné si por casualidad se trataba del sabio derviche del oasis. Él negó con la cabeza y aclaró como quien explica lo obvio: “¡Claro que no!” y agregó con sinceridad: “Son personas muy diferentes. Cada uno con su belleza”.
De lejos observé al caravanero charlar por largos minutos con el hombre del té. Una vez hablaba uno, otra era el otro. A veces se reían a carcajadas. Fue la primera vez que vi al caravanero sonreír. Más tarde, cuando las primeras estrellas comenzaban a surgir, regresé con Kalil que, con una mezcla de delicadeza, paciencia y alegría, continuaba ofreciendo té a todos. Me serví una taza y le pregunté si era un maestro como todos comentaban. Me miró con dulzura y respondió con un tono en el cual las palabras tenían la misma suavidad de sus ojos: “¡Claro que no!” Le comenté que yo estudiaba metafísica hacía muchos años y que quería encontrarme con el derviche del oasis. Kalil, meneó la cabeza como quien dice que entiende y comentó: “Es una buena persona. Solemos tomar té juntos. Nuestras conversaciones son muy animadas”. Quise saber sobre lo que ellos conversaban. El hombre del té respondió con sofisticada simplicidad: “Sobre todas las cosas y sobre nada. Esa ligereza del encuentro, a veces, da alas a la imaginación y nos lleva a lugares desconocidos, donde se es posible ver sin el velo de la ilusión”. Cuestioné si ese poder venía del té. Él se rio con gracia y explicó: “¡Claro que no! Toda la magia viene de dentro para maravillar lo que existe fuera. Todo el poder viene del alma. Cuando el alma encuentra un buen lugar para pasear dentro de otra persona sucede algo mágico. Dos velas juntas iluminan mejor un ambiente. Cuido para que mi alma sea hospitalaria y brinde un poco de bienestar a todos los que lleguen”. Le pregunté quién le había enseñado eso. Kalil se encogió de hombros y dijo: “Nadie. Lo aprendí sirviendo té”.
Antes que pudiese proseguir con aquella conversación, otras personas llegaron en busca de una buena taza de té. Me alejé y permanecí con aquellas palabras circulando en la mente, en el intento de encontrar un mejor sentido. Fue cuando volví a ver al caravanero. Estaba afilando un puñal en una piedra. Al aproximarme le comenté que el hombre del té era una persona interesante, aunque fuera analfabeta. El caravanero me miró como si estuviera ante un niño y dijo: “La cultura y el conocimiento tienen un valor innegable y deben recibir todos los estímulos. No obstante, la sabiduría está en el alma del mundo; sólo allí podremos encontrarla.” Dije que todo aquello era bastante enigmático y quise saber si podría explicarlo mejor. El caravanero no se hizo de rogar: “Es necesario colocar el alma en todo lo que se haga, desde las cosas más importantes hasta las más banales. Es una manera de ofrecer el alma al mundo. En contrapartida el mundo devuelve la propia esencia al alma, el alma del mundo; allí existe mucha luz”.
“Kalil coloca el alma en el té que hace; así, cuando lo sirve a las personas, le entrega al mundo pequeñas porciones de lo mejor que existe en sí. Cada taza de té es endulzada con gotas de su alma. El té de Kalil tiene el alma de Kalil. De esta manera su esencia se involucra y se funde con la esencia del mundo. Esto es magia. Esto maravilla y transforma”.
Cuestioné si eso tan sólo era posible con el té. El Caravanero frunció el entrecejo y respondió serio: “¡Claro que no! Es imprescindible que se coloque el alma en absolutamente todo lo que se haga. Desde las pequeñas acciones de lo cotidiano hasta las elecciones fundamentales de la existencia; en el oficio y en el arte. Es necesario dar vida a las cosas, a los lugares y animar la vida de otras personas. Esto hace con que el alma pueda colorear e iluminar todo lo que toca; esto permite la conexión con el alma del mundo y toda la sabiduría y amor contenidos allí”.
El caravanero volvió a concentrarse en afilar el puñal en la piedra. Yo me mantuve a su lado por algún tiempo sin decir palabra, concatenando las ideas. Quebré el silencio al comentar que, de hecho, la caravana tenía su alma, la del caravanero, como si fuera una extensión natural de su cuerpo, de sus pensamientos y de sus sentimientos. Satisfecho con mi propia conclusión, rematé diciendo que la caravana era una fotografía perfecta del alma del caravanero. Él me miró, sonrió y dijo: “Amo a la caravana y coloco mi alma en ella. Me esfuerzo para que todos puedan viajar con la comodidad posible y lleguen al destino con seguridad. Todo nace con la responsabilidad de estar por entero en las mínimas cosas de cada día. El compromiso se expande hasta sobrepasar la propia frontera; entonces, se vuelve amor. Al hacer con que mi alma palpite en toda la caravana fortalezco a todos sus integrantes con el poder de mi esencia. Así despierto el alma del mundo y ella nos ayuda a atravesar el desierto”.
Hizo una pausa para examinar el puñal, lo guardó en la funda y concluyó: “Cuando muevo mi alma manifiesto lo mejor que hay en mi y me aventuro en el alma del mundo. Esta es la travesía para lo inimaginable”.
El caravanero se alejó. Me quedé pensando en cómo podría ofrecerle mi alma al mundo; tuve ganas de conocer el alma del mundo. Algún tiempo después, tuve la atención volcada hacia la imagen del campamento en la noche del desierto. Sus innúmeros faroles y antorchas parecían, a lo lejos, mezclarse con las estrellas del cielo, como si formaran un único manto, salpicado por infinitos puntos de luz. Imaginé que tal vez fuera igual con el alma de todos y el alma del mundo. Percibí que, distante en lo alto de una duna, una persona giraba solitaria en comunión con el universo, como si su alma bailase con el alma del mundo. Pensé que tal vez se tratase de la bella mujer de ojos color lapislázuli, pero no quise acercarme para confirmarlo; tuve la absurda impresión que ella se disolvería en el aire a la menor aproximación.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.