“Valientes son el toro y el torero, todos en la arquibancada son cobardes. Esta frase es atribuida al pintor español Pablo Picasso”, comentó Lorenzo, el zapatero amante de los vinos y de los libros, mientras llenaba las tazas con el café que acababa de colar. Esa conversación había ocurrido hacía muchos años. En la época, le contaba la experiencia vivida al publicar mi primer libro, una novela criminal, con abordaje distinto al que tienen mis textos de hoy. Como todo escritor iniciante, alimentaba la certeza de que en las semanas iniciales tendría un best seller, aclamado por los lectores y críticos, un deseo común, aunque velado, entre los autores. Sin embargo, no fue eso lo que sucedió. Los lectores no demostraron mayor entusiasmo y las críticas fueron rigurosas. Algunas bastante duras, incluso agresivas, aconsejándome no volver a escribir una única línea. Devastado, me recogí por mucho tiempo, jurando nunca más dar la cara. La arena de la existencia no es un lugar seguro para vivir, pensé.
Había pasado casi dos años dedicados a esa novela. Usaba los fines de semana y las horas libres. Escribía en las madrugadas. Páginas a cambio de horas de sueño. Cuando consideré la obra terminada se la envié a un amigo, editor dedicado y competente. Él decidió publicar el libro. Sin embargo no delineó ningún comentario. En la época, no me di cuenta de sus razones. Hicimos una velada de lanzamiento con dedicatorias y autógrafos. Muchos amigos comparecieron para acompañarme. Fue una fiesta deliciosa. Los días siguientes aguardé los aplausos que no llegaron. En los pocos telefonemas que recibí había más cortesía que entusiasmo. Enseguida, llegaron las críticas demoledoras. Literalmente, yo tenía la nítida sensación de haber sido destruído. Al inicio maldije a la humanidad por su falta de sensibilidad. Me amargué. Después me censuré. “¿Por qué meterme a hacer aquello que nunca había hecho?” Mejor sería limitarme a los quehaceres de siempre. Esto tenía que bastar. Entre tanto, no sabía que solamente me basta lo que me hace crecer.
Permanecí varios meses con aversión a abrir cualquier libro, pues me remitía a mi propio fracaso. Evité a los amigos, ya que sentía vergüenza de mí y temía oír más críticas o, peor, palabras compulsorias de consuelo. Sí, el orgullo y la vanidad me corroían mientras fingían protegerme. Yo me sentía el peor de los hombres y no quería que las personas supieran esto. No quería enfrentarlo hasta que viajé de vacaciones. Embarqué en un vuelo diurno de muchas horas y el sistema de transmisión de filmes en el avión estaba con problemas. Al verme entediado, sin nada que hacer, una educada señora, sentada a mi lado, me ofreció un libro para entretenerme. Era mi libro.
Tomé el libro y le agradecí. Nada dije sobre la autoría. Al leerlo de nuevo, después de meses alejado de la obra, encontré la historia pavorosamente mal escrita. La humanidad estaba correcta, como escritor no servía. Me prometí que cuando retornara compraría todos los libros y los colocaría para arder en las llamas de una gran hoguera. Esto evitaría continuar exponiéndome ante el mundo. En el fondo, no pasaba de una escena melodramática para esconder el deseo de borrar el pasado que yo consideraba vergonzoso.
Le comenté a la señora, sentada en la poltrona del lado, sobre la pésima calidad del libro. La trama estaba mal contada, además que los motivos de los personajes se mostraban con extrema ingenuidad. Todo muy pueril. No valía la pena invertir el tiempo en aquella obra, comenté. Ella me miró con delicadeza. La delicadeza es una virtud poderosa, pues es ejercida por aquellos que no admiten cualquier mal a nadie y, por esto, son cuidadosos en el trato personal. La señora discordó: “Pienso que no. De hecho, el autor se mostró inhábil al tejer la trama. No obstante, me encantó cómo aborda el alma de los personajes. Como si en el fondo fueran diferentes de lo que son. El autor muestra una vida en potenciaque puede o no suceder, dependiendo solamente de cada uno de ellos. Hay una historia escondida dentro de la historia aparente. Exactamente así ocurre con nosotros. Cuando la novela es mala, siempre hay una sensible filosofía oculta, como una semilla que precisa forzar el suelo, en inevitable esfuerzo para germinar”.
“Solamente es posible cuando se rompe la barrera de la tierra que la esconde y supuestamente también la protege”, la señora hizo una pausa, como si fuera a buscar pensamientos distantes y cuestionó las propias palabras: “¿De qué protege la tierra a la semilla? ¿De la vida? ¿De continuar siendo semilla sin nunca transformarse en árbol? ¿Será una protección o será una fuga? ¿De qué vale la existencia sin arriesgarnos a ser todo aquello que podemos ser?”
Enseguida retomó el raciocínio: “Al rasgar el suelo y la propia cáscara, la semilla, en busca de la vida, conoce el sol; entonces, todo cambia. La oscuridad del subsuelo no le interesa más. Por otro lado, también se expone a los predadores del mundo. Ella va a necesitar de osadía y coraje para continuar creciendo y, un día, transformarse en flor y fruto”. Volvió a hacer una pausa antes de concluir: “De lo contrario, sin salir del escondrijo, no conocerá todas sus posibilidades; se negará a sí misma. Morirá siendo semilla”.
Por fin, la señora concluyó: “Tuve la nítida sensación de que el autor contó una historia cuando, sin percibir, quería hablar de algo diferente. Es un escritor en busca de la propia historia”. Aquellas palabras tocaron mi corazón, mas nada mencioné. Ninguna confesión hice sobre no haber pensado en nada de aquello cuando escribí el libro. Poco o nada sabía sobre el asunto del cual ella decía haber sido abordado, de modo subliminal, en la obra. Ella veía algo en mí que yo no sabía que existía. Era mi vida en potencia.
Pasé las vacaciones madurando aquellas palabras. Por la noche, cuando regresaba de los paseos, comencé a escribir sobre la frustración que sentía y el miedo de proseguir. Sobre las heridas abiertas por las críticas, que abordaban no sólo los evidentes equívocos de la creación, sino que sugerían con maldad los defectos de su creador, como si nada de bueno existiera. En aquellos días, había un enorme recelo hasta para emitir una simple opinión sobre cualquier asunto; tal era el pavor de exponerme. Escribí sobre mis dudas y recelos. Como terapia, escribía en el intento de entenderme.
Fue cuando una amiga me envió los originales de su libro de poesía. Sería también su primer libro y me pedía que lo analizara antes de mandarlo a las editoras. Aún con resquicio de rencor, leí las poesías con las amarguras que quedaban en mi corazón. Llegué a escribir una crítica dura a su trabajo. Antes de mandarla, en un momento de rara luz, me di cuenta de que aquel rigor no pasaba de una mera y tonta venganza. No de ella, sino del mundo. Fue cuando entendí cuánto de amargura personal existe en cada crítica, de los ojos opacos de frustración con relación a la propia vida que impiden percibir la belleza existente en los otros. Percibí que una crítica nunca puede tener fuerza para destruir a nadie. Si hay sarcasmo, maldad o ironía, hay que tener compasión, pues remite al corazón del crítico, no al trabajo en sí. Dice más sobre la amargura del alma del crítico que de los eventuales errores de la obra. De otro lado, si es justa, apuntarán en una dirección o irá a sugerir una buena senda y así, aprovechar para perfeccionarse. Lo mismo sucede con los elogios. Muchos son apenas por educación y no hay que dejarse llevar por ellos; no obstante, es prudente conmemorar aquellos que se consideren honestos. Esto sirve para todos los momentos y aspectos de la vida.
Leí de nuevo las poesías, ahora con la pureza del alma. De hecho eran lindas. Con sinceridad, le dije esto a la poetisa. Lentamente, yo volvía a respirar aire puro, solamente posible cuando reencontramos la propia belleza.
Algún tiempo después, busqué al editor. Cuestioné el motivo por el cual él había resuelto publicar la novela. Por su experiencia, debería conocer la baja calidad de la obra. Con la misma delicadeza de la señora del avión, me explicó: “Lo publiqué para que entendieras cuál es el escritor que existe dentro de ti”. Enseguida hizo un comentario parecido al de ella, sobre una vida en potenciaen la existencia de todos los personajes y de todas las personas. “Escribiste una novela, sin embargo, tuve la nítida sensación de que hay otra historia para contar”. De inmediato, retiré de la mochila el cuaderno en el que había escrito las reflexiones durante las vacaciones. El editor no lo abrió. Apenas lo colocó con cariño sobre su mesa y prometió darme su opinión más tarde.
El editor falleció algunas semanas después sin que volviéramos a hablar. Pasados algunos meses, me encontré con su hijo, un joven culto y educado como el padre, quien me dijo que al arreglar las cosas de su padre, había hallado un cuaderno con anotaciones, que creía estaban destinadas a mi. Algunos días después recibí los papeles, entre ellos, mi cuaderno. Traía varias correcciones gramaticales y una anotación final, escrita en letras enormes: ¡Cada alma desnuda ante el espejo tiene la fascinación de la creación y del Creador!!!!!!Así mismo, con muchos puntos de exclamación.
Fue cuando decidí estudiar filosofía y metafísica. Un poco de psicoanálisis también. No por casualidad, conocí al Viejo, a Canción Estrellada, Li Tzu y a Lorenzo, luces que me ayudaron y me ayudan a entender quien soy y quien todavía no soy. A comprender mis sombras y cómo hacer para transmutar cada una de ellas en luz. Esto es primordial para conocerme, conocer al mundo, darle sentido a la vida y encender mi propia luz. Cada día con un poco más de intensidad. El camino no tiene fin.
Fue fundamental para percibir el potencial existente en cada alma. Para desarrollarse es necesario salir de la arquibancada de la existencia y bailar en la arena de la vida. Es necesario dar la cara, exponerse a las críticas, frustraciones y hasta a la inevitable maldad; coraje y osadía son indispensables. Solo desde el palco no hay como vivir las transformaciones y evolucionar. Hay que asumir el protagonismo del propio destino.
Están los que desean alas; existen los que confeccionan bodoques. Estos nunca se arriesgan a volar. Creen saberlo todo sobre la belleza de volar, sin nunca haberse lanzado al aire sobre el abismo de la existencia. Sin admitir, o siquiera entender, sufren con las frustraciones nacidas en el vacío de aquello que podrían haber sido, pero que no osaron ser. Así, devuelven el sufrimiento a través de los tiros de erudicción que disparan; necesitan creer que son dueños de sí, todavía sin saber quién son. Desde sus castillos nunca serán abatidos en vuelo; sin embargo, jamás conocerán la alegría de volar.
¿Piedra o pájaro? Esta es la cuestión. En verdad, la elección es personal.
Estudiaba y reflexionaba sobre las cuestiones del alma aún cuando trabajaba. Comencé a llevar un pequeño cuaderno y un lápiz en el bolsillo del pantalón para todas partes, evitando olvidar un pensamiento o idea que se me ocurriese. Escribía, escribía y escribía. Después, escribía un poco más. Escribir se volvió un ritual personal de luz y protección. Entendí que escribir me daba la exacta sensación de entrar en un templo. Pasé a frecuentar ese templo todos los días.
Por sugerencia de una de mis hijas, creé un blog para publicar mis textos. Al contrario de la expectativa anterior cuando lancé la novela, no me importaba o deseaba ser un best seller. Vencer no es llegar en primer lugar. El éxito está en la ligereza de apenas ser tú mismo, de vivir el sueño y el don, aún bajo las lluvias fuertes del rechazo. La victoria reside en mirar para sí, aún encharcado por la tempestad, y tener motivos para sonreír.
Escribía con la sensación de ser un sobreviviente que lanza al mar una botella con una nota. Tal vez nadie lo leyese. No importaba, yo escribía para mi. Esto me bastaba. Era mi camino para encontrar un maestro, aquel que se esconde en lo más íntimo de todas las personas.
Cierto día, estaba en la pequeña villa china, en mis estudios sobre el Tao Te Ching, cuando recibí un breve mensaje de uno de los poquísimos lectores que acompañaban mis nuevas historias por internet. En resúmen, decía que mis palabras habían evitado su suicidio y lo habían hecho recuperar el gusto por la vida. Le comenté el hecho a Li Tzu, quien me dijo: “Aunque nadie más lea tus textos o aprecie tus palabras, ya valió la pena. El Tao enseña que quien rescata un alma salva el mundo”.
Manifesté mi extrañeza. Resalté que yo nunca había abordado la cuestión del suicidio. En el texto referido por el lector, apenas resaltaba la importancia del amor como piedra angular de transformación. Li Tzu se encogió de hombros y sonrió en respuesta, como quien dice: “¿Entendiste ahora?”.
En ese día, con los ojos húmedos, le agradecí a la dulce señora que en el avión se sentó a mi lado. Un ángel que no me dejó desistir y me prestó un haz de su luz para encontrar la mía. Nunca más la vi ni supe su nombre. Claro, hubo otros ángeles. Uno de ellos fue el editor, con su mirada profunda y dedos largos, por ayudarme a rasgar la armadura, ver el sol y construir un mañana que, en aquel momento, yo no conseguía vislumbrar.
No podía dejar de agradecerle a un gran maestro por haber transformado e iluminado mi vida: el fracaso. Esto no sucede para determinar un fin, sino para señalar una curva; entonces, la posibilidad de un sendero iluminado, aquel que lleva al encuentro consigo mismo. En verdad, las cosas salen mal para que puedan salir bien.
¿Piedras o pájaros? Esta es la cuestión. En verdad, las piedras le enseñan a los pájaros a volar más alto.
Aunque la afirmación sea verdadera, no basta. No se debe dividir o clasificar corazones. El mundo precisa de todo el mundo. Las semillas precisan romper la cáscara para crecer al sol.
¿Piedras o pájaros? Esta es la cuestión. En verdad, las piedras son apenas pájaros que todavía se rehúsan a volar.
Es necesario que cada uno, en el exponente de su singularidad, a su paso, gusto y manera, pueda exponerse al fracaso. Así conocerá la propia belleza y con ello, las alas.
El fracaso es un maravilloso factor de transformación. Un importante aliado en el buen combate, jamás un enemigo. Este nos muestra el camino escondido, el potencial del alma, la parte oculta a espera de ser descubierta y desarrollada. El don y los sueños revelan el Camino. No el de los deseos del ego, sino de los deseos del alma; en ella la luz.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
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EL MIEDO SIEMPRE ESTA PRESENTE AL UNICIAR O HACER ALGO, CRITICAR ES ALGO FACIL PARA LAS PERSONAS QUE CREEN QUECLO SABEN «TODO», PERO REALMENTE QUIEN SABE LO QUE PASA EN CADA UNO… GRACIAS MILLL, POR AYUDARME A QUITAR ESE MIEDO DEL QUE DIRAN….