Estaba muy temprano. La pequeña ciudad localizada en la falda de la montaña que abriga al monasterio aún estaba adormecida. Bueno, casi toda. Yo andaba por sus calles, estrechas y sinuosas, calzadas con piedras que a pesar de estar desgastadas, resistían al sol y a la lluvia desde hacía siglos. Percibí algunas pocas ventanas con las luces encendidas, tal vez madrugadores como Lorenzo y yo, el elegante zapatero que amaba el vino tinto y los libros de filosofía, un maestro en la costura del cuero y en la creación de ideas. Su taller era casi mítico, tanto por los horarios inusitados de funcionamiento, cuyo criterio era solamente el deseo del zapatero, como por las conversaciones y debates filosóficos que ocurrían allí. Siempre era motivo de alegría cuando al doblar la esquina, divisaba la clásica y bien conservada bicicleta de Lorenzo recostada en el poste enfrente al taller, lo que significaba que podría deleitarme con el perfume del cuero y del café que impregnaban la zapatería. Mientras caminaba solitario entre las calles y el silencio de la ciudad, iba absorto en mis pensamientos cuando de repente me deparé con un muro pintado. Se me hizo extraño pues nunca había visto nada igual en aquel apacible y bien cuidado lugar; pero lo que más me llamó la atención fue la frase escrita en él: ¡Cuidado con lo que crees!
Pronto mis pensamientos cambiaron y comenzaron a navegar en torno a aquella idea, pero no por mucho tiempo. Al cruzar la esquina, vi la bicicleta de Lorenzo y me alegré, pero, enseguida, encontré cerradas las puertas del pequeño taller de mi amigo. Aquello que al principio podría parecer incoerente, tenía algún sentido. Había una pequeña panadería en la calle lateral, así que era posible que Lorenzo estuviera allá para aprovechar la primera horneada de pan. Lo encontré en la última mesa, deleitándose con una tajada de pan fresco cubierta con el famoso queso de la región y una taza de café, claro. Fui recibido con una sonrisa sincera y un fuerte abrazo por el elegante zapatero de cabello blanco, que aun en horario de trabajo, vestía un pantalón negro con una camisa lila de fina confección. Las mangas estaban dobladas hasta el codo para que no interfirieran en los movimientos. Los zapatos eran de fabricación propia. Debidamente acomodado en la mesa, con una taza humeante de café, le comenté que estaba seguro de encontrarlo allí cuando me deparé con las puertas cerradas del taller. La bicicleta había sido la pista dejada por él. Lorenzo sonrió divertido y bromeó: “Tal vez hayas encontrado tu verdadero don, Sherlock”. Reímos. Agregué que, a pesar de los horarios inusitados de la zapatería, el zapatero era muy previsible. Él se rio de nuevo y comentó: “Cuidado con lo que crees”.
Eso me llamó la atención y le comenté sobre la misma frase que, por casualidad, había visto hacía poco pintada en el muro. Estaba inconforme por el hecho, era una deshonra para la ciudad, siempre tan bien cuidada. Lorenzo ponderó que el grafitero tal vez quería llamar la atención de las personas en tiempos de redes sociales digitales, donde circulan muchas informaciones de variadas tendencias y múltiples intereses, no siempre exentas ni revestidas de pureza, en las cuales hay muchas certezas y pocas verdades. Es más, el contenido de alerta pintado en el muro de piedras era antiguo, contemporáneo y eterno. En ese instante tuvimos que interrumpir la conversación por la entrada de dos jóvenes operarios que llegaron a la panadería para tomar un café antes del trabajo. Eran muchachos educados, pero como el ambiente estaba casi vacío, podíamos oír que discutían sobre política. En breve habría elecciones presidenciales y ellos mostraban visiones opuestas sobre el asunto. Ambos parecían seguros de sus opiniones; las certezas eran antagónicas en el análisis de un mismo hecho. Menos de diez minutos, entre entrar y salir de la panadería, pareció tiempo suficiente para deshacer una amistad por convicciones absolutas. Cuando se fueron, Lorenzo dijo: “Cuidado con lo que crees”.
Lamenté el desentendimiento de los jóvenes y dije que no me interesaba la política, pues era un asunto aburrido. Sin duda había cosas mucho más interesantes en las que ocupar la vida. Lorenzo concordó: “Sin duda, a mí tampoco me gusta. Ya Platón alertaba que los hombres a quienes no les gusta la política tienen su ciudad gobernada por aquellos a quienes sí les gusta. Esto muchas veces trae sinsabores”. Hizo una pequeña pausa para comentar: “Sinsabores suelen causar disgustos con relación a la existencia. Evita uno para no perderte en el otro”. La simpática mesera dejó sobre la mesa más tajadas de pan con queso derretido. Cuando nuestra conversación parecía engranar, fuimos nuevamente interrumpidos por una pareja. Se sentaron en una mesa próxima. Eran proprietários de una conocida joyería artesanal. Tenían clientes de varios países que los buscaban cuando deseaban confeccionar una pieza específica y única. Él, era un orfebre de extraordinario talento; ella, administraba el negocio. El tono de voz del hombre estaba alterado. Indignado, reclamaba por la desaparición de un paquete de dinero guardado en la gaveta de su mesa después de haberlo recibido de un cliente. Ellos tenían pocos funcionarios, no obstante, apenas la secretaria tenía acceso a su oficina. Recordó que ella había comentado que las mensualidades del colegio del hijo estaban atrasadas y los remedios usados por el padre eran muy caros. Tenía mucho sentido y dijo no tener la mínima duda. La esposa intentaba persuadirlo para no registrar lo ocurrido ante la policía señalando a la secretaria como sospechosa. Alegaba que otra persona podría haberlo tomado. Le pidió que le concediera el beneficio de la duda a la funcionaria. El orfebre dijo que le concedería el beneficio si, al menos, dudara un poco, pero estaba seguro de la autoría del hurto. La secretaría debía responder por el crimen practicado. Iría a la inspección tan pronto terminara el café. En ese instante, la esposa se desahogó en un incontenido llanto que llamó la atención de todos en la panadería. Demoró un poco para calmarse. La mesera le llevó una taza de infusión de manzanilla que la mujer bebió despacio y entre gemidos. Balbució algunas palabras que el marido no pudo entender, así que le pidió que se calmara y repitiera. La esposa respiro hondo y dijo: Fui yo. Ante la mirada atónita del marido, confesó que sentía mucha vergüenza, mas que el remordimiento de permitir que alguien recibiera la culpa por un acto que no había cometido sería aún mayor. Explicó que su hijo, hijastro del marido, un joven de vida descontrolada, necesitaba dinero. Como quería evitar discusiones en casa, en un momento de debilidad, había tomado el dinero. El orfebre no dijo nada; no demostraba ninguna muestra de rencor, pues amaba a su mujer. Tenía la mirada perdida más allá de las ventanas que mostraban los primeros rayos de sol de la mañana. Con los codos apoyados en la mesa, se pasaba la mano por la cabeza de modo lento e incesante, como si el gesto lo ayudara a pensar; no sabía qué pensar; no sabía qué decir a sí mismo. Minutos atrás estaba decidido a incriminar a la secretaria. Terminaron el café sin más conversación y se fueron. Lorenzo me miró y dijo: “Cuidado con lo que crees”.
La panadería en aquella mañana insistía en servir como sala de aula. Acto contínuo, entraron dos señoras, amigas desde la adolescencia. Ocuparon la mesa en donde antes estaba la pareja. Pidieron dos tazas de café con leche acompañadas de pan con mantequilla. Como una de ellas tenía problema de audición, charlaban en un tono alto. Fue inevitable escucharlas. Estaban molestas con la apertura de un templo que profesaba una doctrina religiosa diversa a la de ellas. Habían oído historias horribles sobre cómo se comportaban los adeptos de aquella religión. Juraban, una a la otra, que practicaban rituales satánicos; si ninguna actitud era tomada, pronto toda la ciudad estaría maldecida. Sostenían que debían iniciar un movimiento para que el lugar fuera cerrado por las autoridades. Comenzaron a trazar una estrategia de guerra para derrotar el culto al mal, como calificaban las ceremonias del nuevo templo. Irían a las emisoras de radio y a los periódicos en busca de apoyo de la población; la salvación de la ciudad dependía de ellas. Sin que ellas oyeran, le comenté al zapatero que yo conocía al monje responsable del templo. Él había estado varias veces en el monasterio de la Orden; era una persona sencilla, generosa, culta, pacífica, que enseñaba una filosofía basada en el amor al prójimo y en la buena voluntad entre toda la gente. La conversación de aquellas señoras no pasaba de una triste difamación; era una maldad los actos que deseaban cometer. Lo peor era percibir que ellas creían ejercer el bien con aquellas actitudes. Lorenzo se encogió de hombros, como quien ya lo ha avisado y susurró: “Cuidado con lo que crees”.
Comencé a entender la idea que él transmitía, pero recordé que necesitamos de la certeza para vivir y hacer las elecciones inherentes a la vida. El zapatero me corrigió: “Precisamos de la búsqueda incesante por la verdad y quien nos lleva a la verdad no es la certeza, sino la duda”.
Le dije que estaba equivocado. Los grandes maestros de la humanidad estaban repletos de certeza. Lorenzo discordó: “No, Yoskhaz. La duda es humilde; la certeza es típica del orgullo y de la arrogancia. Precisamos de pocas certezas y de muchas dudas. La duda es la marca de los sabios. Para mí bastan pocas certezas: el poder del amor y la fuerza de las virtudes. ¡Que todo lo demás sean dudas!”.
“La duda te permite cambiar, crecer y avanzar. La certeza estaciona y estanca”. Bebió un sorbo de café y agregó: “Tenemos miedo de la duda, cuando, en verdad, deberíamos apasionarnos por ella. La duda trae el cuestionamiento, el perfeccionamiento del raciocinio y del conhecimento. De lo contrario, si todo sé nada más necesito aprender. La certeza es el pote lleno en el que nada más cabe, bajo el riesgo de estallar; la duda es el ánfora vacía, sedienta de vida”.
“Presta atención a los tontos y díme: ¿ellos son individuos repletos de certezas o aquellos embebidos en dudas?”. No fue preciso pensar mucho. Claro, el zapatero tenía razón. Es necesario indagar, profundizar, saber siempre más. Esto solamente es posible para quien convive en armonía con sus dudas. Sí, la duda es amiga y aliada de los sabios. No en vano, la filosofía socrática, base del pensamiento occidental, era fundamentada en la retórica, que consiste en un diálogo constante entre certezas y dudas, en responder una pregunta con otra, estimulando la profundidad, no apenas como forma saludable para la construcción del conocimiento, sino en la búsqueda de la verdad, como medida de expansión de la consciencia de cada persona. La verdad es una jornada interior; la duda una poderosa fomentadora de ese viaje.
El artesano mencionó algo importante: “La gran característica del ser humano como animal racional, diferente de las demás especies, es la capacidad de formular un raciocinio para alterar y mejorar la realidad. Las demás especies, en mayor o menor grado, viven básicamente por instinto, donde no cabe la duda. En suma, la duda es atípica en la vida salvaje y preciosa en el desarrollo de la civilización y en la evolución de la humanidad”. Mordió un pedazo de pan con queso y aclaró: “La certeza es admirada por quien, perdido en sí mismo, se siente abandonado en los mares de la existencia y, desesperado, intenta agarrarse a una convicción cualquiera como un náufrago precisa de una boya para no ahogarse. La duda te enseña a nadar”.
“La certeza no siempre demuestra sabiduría; la certeza, a veces, está lejos de la verdad. La historia está repleta de tristes equívocos practicados por certezas que parecían irrefutables”. Le pregunté cómo hacer ante una elección cuando esté lleno de dudas. Lorenzo respondió con su maravillosa sencillez: “Escoge siempre por amor, así de simple”. Hizo una pausa para agregar: “Erramos siempre por falta de amor, nunca por exceso”.
“Las virtudes son indispensables orientadoras del Camino. ¡Úsalas a gusto! Ellas serán valiosas para la redacción de un código de ética personal que auxilia a las elecciones e impide el mal en la ausencia del amor en momentos específicos. Al entender que somos pobres en amor y ricos en dudas, encontraremos el equilibrio primordial entre la voluntad y la serenidad”.
Lorenzo desocupó la taza y concluyó: “Estamos presos en cárceles de diversas naturalezas; celdas sobre celdas; todas sin rejas. Las sombras, los preconceptos, las pasiones desvirtuadas, las memorias dolorosas, los condicionamientos culturales, sociales y ancestrales, son prisiones crueles al no permitir percibir los grilletes que nos limitan, no solo en la libertad, sino también en la paz, la dignidad, la felicidad y el amor en toda su amplitud”. Le hizo una señal a la mesera para que trajera la cuenta y finalizó: “Sin embargo, ninguna prisión es más traicionera que la certeza. Ella es vigilada por un carcelero disfrazado de héroe: tú mismo”. Levantó una ceja y afirmó: “Cuidado con lo que crees. A menudo, la certeza es la reja invisible de una prisión existencial”.
Bienhumorado, alertó: “Finalmente, por favor no olvides dudar siempre de mí también.” Reímos.
La mesera trajo la cuenta. Cuando Lorenzo abrió la maleta de cuero para sacar la billetera, vi adentro una lata de pintura en aerosol. Recordé el muro de piedras pintado cerca de allí. Él guiñó un ojo de manera traviesa. Reí del chico de casi ochenta años y le agradecí por la valiosa lección de filósofo impagable e imprevisible.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
2 comments
Siempre son muy buenos los cuentos. Llevan a la reflexión interior. -gracias por compartirlos!!
Gracias!