Profundamente irritado, fui a sentarme al final de la enorme mesa donde tanto discípulos como monjes tomaban sus alimentos en el monasterio. Acababa de tener una seria discusión en el patio con otro joven discípulo. El Viejo, como llamábamos cariñosamente al decano de la Orden, me observó durante algunos momentos durante el almuerzo mas no dijo nada. Después de que todos se retiraron en silencio, el viejo monje se aproximó y me invitó a dar un paseo por el jardín. Antes de que preguntara cualquier cosa, saqué toda mi indignación con relación al compañero que había sido bastante severo en sus críticas para conmigo. Una madre afligida nos había ido a visitar en busca de apoyo emocional y espiritual, debido a su inmenso dolor por la pérdida de un hijo. La orienté para que se dirigiera al orfanato que mantenía nuestra hermandad en la pequeña ciudad, en la falda de la montaña que abriga al monasterio, para que sirviera voluntariamente durante dos semanas y, solamente entonces, nos buscara nuevamente para conversar. Mi intención, le expliqué al monje, era que la madre entendiera que siempre existen dificultades mayores que las nuestras y que allí también podría depositar todo el amor que ella tenía en el corazón. Transferir el sentimiento que nutría al hijo que partió a los niños que no tienen padres ayudaría a refrescar su dolor, le daría sentido a la vida e iluminaría sus pasos. Cuando regresara para conversar con nosotros estaría más receptiva a escuchar las palabras que la confortarían y entendería las Leyes no Escritas del Camino. Sin embargo, el otro discípulo me recriminó. En su opinión yo había sido insensible al no disponer de más tiempo para consolar a la madre cuando ella más lo necesitaba, pues una palabra de aliento tiene el poder de estancar el dolor que sangra. Éste era el conflicto y el motivo de la discusión.
Le pregunté si yo estaba equivocado. “No”, respondió el Viejo. De inmediato quise saber si llamaría al otro discípulo para sostener una conversación seria con él, reprenderlo y hacer con que se disculpara. “No”, volvió a decir el monje. ¿Cómo así? ¿El error no debía ser reparado? ¿No somos responsables por nuestros actos? Apedreé al Viejo con preguntas repletas de indignación.
El monje me miró con sus bellos ojos, brillantes de compasión, enmarcados en una piel arrugada por el tiempo y por la lucha, antes de decir: “Cuando dos personas discuten, ambas pueden tener razón. En este caso no había una solución errada y cualquier medida sería apropiada”. Alegué que la verdad era única. Él discordó: “La verdad está relacionada con el nivel de consciencia de las personas y altera, por causa y consecuencia, su sensibilidad ante el sentimiento del mundo. Lo que era absoluto para ti hace algunos años, hoy ya no se reviste de convicción. La Verdad es una, no obstante, su real entendimiento ocurre con cautela, poco a poco, según cada paso dado en el Camino”. “Es más”, prosiguió, “no debemos tomar partido o escoger un lado en las desavenencias. En vez de alimentar la separación, hay que fomentar la unión. Al final, ¿no fue así que Francisco nos enseñó en su bella oración? No basta saber, es indispensable vivir el conocimiento. Sólo así se torna sabiduría”.
Sostuve que todos deben tomar una posición ante lo correcto o incorrecto, para que el mundo encuentre definitivamente su sendero. El monje respondió con su infinita paciencia: “Yo tomo una posición cuando la decisión me corresponde, o sea, cuando es el momento de actuar en el escenario de la vida, en las decisiones que me son inherentes y no actuando como juez planetario, donde apenas enardeceré, como acto repleto de ligereza o arrogancia, los ánimos ya exaltados. Créeme, de esta manera nacen las guerras”.
“Aprovecha la oportunidad para ofrecer la otra mejilla. Es más, la expresión ‘si alguien te golpea la mejilla derecha, ofrece también la otra’ tiene diversas y bellas interpretaciones. La mía, y humildemente acepto que existen otras más completas, es que es más que un himno a la no violencia; es una orientación clara para no reaccionar con el mismo tono, para no pagar con la misma moneda, para negarnos a vibrar en la misma sintonía; en fin, recusar la invitación para danzar en el baile de las tinieblas. Es una lección de compasión y misericordia, es la clara y simple opción de que la paz sea construida dentro de mí y sólo sosteniéndola en mi corazón se volverá planetária”.
“Ofrecer la otra mejilla significa también ver con los ojos del otro, es decir, colocarse en su lugar, observar según su punto de vista y respectiva capacidad de comprensión, pues él tiene sus propias vivencias e historias, repletas de condicionamientos sociales y culturales. Esto puede generar un gran aprendizaje cuando percibimos que el otro ya es capaz de ver más allá de lo que fuimos capaces de ver hasta ahora o, por otra parte, un bello ejercicio de paciencia y tolerancia al entender los límites y las dificultades ajenas, así como nosotros en un pasado reciente con nuestras propias sombras. Una sabia y bonita manera de amar”.
Mi indignación no cedía. Me quejé y le dije al Viejo que la sensación de incomprensión y, hasta de injusticia, me corroía las entrañas como un veneno amargo, pues mis actitudes con aquella madre estaban revestidas con mis mejores sentimientos. Argumenté, una vez más, que yo apenas la estaba preparando emocionalmente para tener condiciones de entender las palabras que le encenderían el corazón. La respuesta del monje vino recubierta con su voz suave: “Tenemos que respetar el derecho a la opinión ajena, principalmente cuando es contraria a la nuestra. De la misma forma debemos exponer nuestras ideas de manera clara y serena, sin la preocupación ante los aplausos y la aprobación. Concentrémonos solamante en hacer la parte que nos corresponde de la mejor manera. Las contradicciones hacen parte de este mundo, pues son las palancas que impulsan el aprendizaje; imponen la reflexión; sirven de espejo al revelar lo que no nos sirve más por ser inadecuado y, así, transformamos nuestro interior”. Quedó en silencio por algunos segundos y dijo: “No obstante, lo que más me llama la atención es otra cosa”. Esta última observación me dejó tenso.
“La opinión de los otros no puede tener el poder de robarte la paz. Recuerda que las personas sólo tienen sobre nosotros el poder que les concedemos. Por tanto, no permitas que nada ni nadie tenga sobre ti la capacidad de impedir tu propio vuelo. Si más adelante te das cuenta de que estás equivocado corrige y repara en la medida de las posibilidades, pues somos responsables por nuestros actos, transmutando el orgullo y la vanidad, para que éstas sombras no interfieran más. Si estás en lo correcto, lánzate a las alturas, impulsado por las alas de la compasión, con la seguridad de que todos, tarde o temprano, alcanzarán la próxima estación del Camino. La paz es un instrumento poderoso que se aprende a sintonizar en el corazón del ser y es indispensable para que puedas danzar la alegre melodía de la Gran Sinfonía del Universo”.
El monje se levantó y me pidió que meditara sobre el asunto. Antes de salir el Viejo, que había dado apenas unos tres o cuatro pasos, se volteó y dijo: “Casi olvido lo más importante”. Quedó en silencio por algunos instantes para finalizar con su voz dulce. “Lo antes posible, reconcíliate con aquel que te hizo daño. Es una bella oportunidad para experimentar dos de las ocho bienaventuranzas, los ocho portales del Camino: la de ser pacífico y pacificador. Piensa en esto”.
En aquella misma noche fui al encuentro del otro aprendiz. Conversamos hasta tarde y nos entendimos bien. Después de muchos años, forjamos una sincera amistad, nos hicimos grandes amigos y realizamos buenos trabajos juntos. Hoy, así como yo, él se tornó monje de la Orden y nos divertimos mucho al recordar episodios como éste. De esta pequeña historia, dos cosas llaman la atención: como, dependiendo del nivel de consciencia de los involucrados, aún existe la necesidad del conflicto para alcanzar la armonía, siendo ésta siempre posible cuando existe el amor en forma de tolerancia y compasión, además de la sabiduría para evolucionar y transformarse. Llegará el momento en que la vía del conflicto ya no será necesaria para el entendimiento. La otra fue la actuación del Viejo como pacificador, escalón más alto entre los portales del Camino, una bella lección ofrecida por el más fino ejemplo. Pasados tantos años, cierro los ojos y lo veo tarareando la poesía de Francisco: “… hazme instrumento de vuestra paz …”
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.