Andaba por las calles estrechas y sinuosas del elegante poblado, situado en la falda de la montaña que acoge al monasterio, con la incertidumbre de encontrar el taller de Lorenzo, el zapatero amante de los libros y de los vinos, famoso por coser el cuero como oficio y las ideas como arte, aún abierta para un café fresco y una buena prosa. Como su taller era legendario en la región por funcionar en horarios inusitados e inciertos, me sentí feliz cuando al doblar la esquina vi su clásica bicicleta, el único medio de transporte que se permitía usar dentro de la ciudad, recostada en el poste en frente al taller.
En ese mismo instante, un reluciente Mercedes Benz estacionó en frente. El chofer bajó para abrir la puerta trasera y me pareció ver a Lorenzo salir del carro. De inmediato se me hizo extraño. Al aproximarme, mis ojos miopes percibieron que no se trataba del zapatero sino de alguien muy parecido a él. Cuando entré a la tienda todo quedó claro. Se trataba del hermano de Lorenzo; aunque tenían una gran semejanza física, no eran gemelos. El artesano nos presentó. Se llamaba Sergei y era dos años menor que Lorenzo. Pulido y educado como su hermano, rápidamente percibí que las semejanzas se agotaban allí. Tenían elegancias distintas, diferentes intereses y visiones opuestas con relación a la vida. Sergei no sonreía con facilidad como el zapatero. Bastante serio, aclaró que no disponía de mucho tiempo pues era un empresario muy ocupado. Como propietario de una gran fábrica de telas en una región industrial distante de allí, no disfrutaría de la compañía del hermano sino por pocos minutos. Lorenzo fue a hacer café fresco mientras nos acomodábamos en el mostrador.
Le pregunté a Sergei qué hacía en la pequeña ciudad. El empresario comentó que estaba trayendo a una señora, dueña de una gran red de tiendas que absorbía buena parte de la producción de su fábrica, para conocer al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden. Acababa de bajar de la montaña y la cliente seguiría el viaje en su propio carro, así que él había venido a darle un abrazo al hermano y rápidamente volvería a la fábrica. Quise saber cómo había sido el encuentro con el Viejo. Él aclaró que habían llegado de sorpresa, sin avisar, así que el monje estaba ocupado dando una conferencia en el monasterio y les pidió que regresaran a la mañana siguiente para atenderlos. Indagué si ellos habían agendado el encuentro y Sergei aclaró que no. Le sugerí que pernoctase para que cenara con nosotros. Agregué que la ciudad, aunque pequeña, era conocida por sus excelentes restaurantes, algunos de renombre internacional. Le dije, además, que subiría al monasterio muy temprano y que podríamos ir juntos. Él se lamentó pues no tenía tiempo para eso, ya que sus negocios poseían una dinámica intensa y él era un industrial muy solicitado, con la agenda repleta de compromisos y reuniones. Susurró que tendría perjuicios financieros y profesionales con este viaje, pues había dejado de cerrar algunos negocios y tendría que lidiar con la decepción de la cliente por no poder hablar con el Viejo, según lo prometido por Sergei. Creyó que la amistad del hermano con el monje facilitaría el encuentro. En seguida, con un comentario irónico, sugirió que el Viejo “estaba ocupado, entrenándose para substituir a Dios”.
No nos pareció chistoso ni a Lorenzo ni a mí, quien colocó tres tazas humeantes sobre el mostrador y se sentó a nuestro lado. Delicado, se volteó hacia el hermano y le dijo: “La vida de nadie es más ni menos importante que la de otra persona. Cada cual con sus prioridades. Los valores estarán siempre en exacta medida según el nivel de consciencia y capacidad amorosa de cada individuo. Cada uno con sus dolores y delicias, con sus sombras y su luz”. Insatisfecho, el industrial comentó que había perdido tiempo al ir a la fábrica de ilusiones, como llamó al monasterio, en vez de continuar trabajando en su fábrica de telas. El zapatero bebió un sorbo de café y dijo: “Tu comentario, aunque tenga la clara intención de menospreciar al monje, en el fondo y en esencia no pasa de una falta de respeto, no hacia el Viejo que seguirá pleno en su jornada, sino hacia ti mismo. La ironía indica tu incapacidad para lidiar con las propias decepciones, con las diferencias inherentes a la vida y con las elecciones ajenas. Esto demuestra que aún no entiendes el verdadero concepto de libertad”.
Sergei discordó por completo. Argumentó que su fábrica garantizaba la supervivencia de centenas de funcionarios e indirectamente, la de millares de personas al tener en cuenta las respectivas familias. Dijo además que personas como él no podían darse el lujo de errar. Su responsabilidad era tal que una decisión equivocada podría acarrear una caída en la producción fabril generando desempleo. Al contrario del monje, que vivía distribuyendo “galletas de la suerte” y “el elixir de la eterna felicidad” sin mayores consecuencias. Irritado, mencionó que al contrario de lo que ocurría en el monasterio, era en su fábrica que se experimentaba día a día el mundo real. Agregó que “ningún supermercado acepta las ideas pregonadas por un soñador como forma de pago”. Dijo que religiosos y místicos “navegan en los vientos del mundo que empresarios, como yo soplamos y por tanto, deben tener más consideración y reverencia al recibirnos”.
Sin perder la serenidad, Lorenzo le expuso al hermano otra faceta: “Todas las personas viven en esta existencia en equilibrio entre las actividades externas e internas. Es justamente la falta de armonía entre las variadas esferas del ser que causa todo dolor. Se debe alimentar el cuerpo para que no se debilite por la falta de condiciones básicas de sobrevivencia. No obstante, de inmenso valor es cuidar del espíritu para que la vida no se pierda en inanición, sin el color y la belleza de su mejor sentido, sin el cual no se conseguirá aprovechar lo mejor que hay en todas las cosas, personas y, por encima de todo, en sí mismo”. Hizo una pausa antes de concluir: “Toda la razón, motivación y fuerza del planeta se hará efímera en la volatilidad de los minutos sin el encanto y el poder de la iluminación del espíritu”.
Sarcástico, Sergei pasó los ojos como si estuviera midiendo el pequeño espacio del taller del hermano antes de argumentar que el espíritu era el desgastado consuelo de los fracasados. Lorenzo se encogió de hombros y dijo: “Todo es una cuestión de cómo cada uno entiende el significado de éxito y victoria”. El industrial se mostró sorprendido con lo absurdo del raciocinio. Le dijo al zapatero que comparara la vida de ellos dos y analizara quién había alcanzado el éxito en la vida, quién era el victorioso. Lorenzo respondió con bondad: “Tú, si la regla usada es el dinero y el prestigio social. No obstante, hay otras medidas para el éxito y diferentes conceptos sobre el verdadero significado de la victoria”. El hermano le pidió que se expresara de manera más clara. El artesano le explicó: “El éxito puede estar en un lugar impensado para muchos: en los estados de plenitud del ser, por ejemplo. La gran victoria puede no estar en la conquista del mundo, sino en la iluminación de las sombras internas que tanto sufrimiento provocan”.
“Esto, en parte, ayuda a explicar la necesidad del uso de la ironía como arma. La ironía se caracteriza por el intento de destruir todo aquello con lo que el individuo no puede convivir pacíficamente, o entender, y por esto se incomoda. Muestra una derrota sobre sí mismo; aquella que el ego no se permite admitir y que amordaza al alma”.
El empresario lo interrumpió para decirle que no creía en el alma. Él creía en el trabajo y en el progreso. Lorenzo rebatió al decir: “El alma también. Trabajo y progreso son leyes espirituales de cuño universal. Sin embargo, es necesario entender el sentido que se aplica al trabajo para que genere progreso. El objetivo del trabajo no debe ser la riqueza, sino la prosperidad. La riqueza está ligada al acúmulo de bienes; la prosperidad enseña a dar un mejor uso de los bienes, independiente sin son abundantes o escasos. Por lo tanto, la importancia de cada trabajo no se mide por la cantidad de dinero que se gana, sino que se traduce en la calidad de las razones y de los sentimientos aplicados a la obra. Felicidad, amor, dignidad, paz y libertad pueden ser buenas referencias”. Sergei refutó diciendo que todo aquel discurso era una gran bobada y servía sólo para justificar el fracaso profesional de Lorenzo. Agregó que era imposible que alguien pudiese ser feliz teniendo como lugar de trabajo una “tiendita un poco mayor que un huevo”. Le ofreció al hermano que dejara el taller para ir a trabajar con él en la fábrica, donde ganaría mucho más. El artesano le agradeció y rechazó el ofrecimiento de manera gentil.
El industrial dijo que la ironía era una herramienta muy útil para desnudar una situación y revelar la verdad. Lorenzo discordó por completo: “La ironía es una violencia camuflada a través de un comentario con la pretensión de que el individuo parezca inteligente o divertido. De hecho, muchas veces suscita risas y aplausos. Sin embargo, además de la apariencia, revela toda la inadecuación con relación a las libertades fundamentales. La libertad sustenta las diferencias de ser y vivir que son de enorme importancia para el cuestionamiento, la evolución de las ideas y de los comportamientos de la humanidad. A menudo, la ironía está relacionada con la intolerancia”.
El empresario demostró una falsa sorpresa al comentar que “desconocía la prohibición de las críticas”. Lorenzo mantuvo un tono tranquilo: “Las críticas serán siempre bienvenidas. No obstante, la crítica sólo es completa si se elabora para iluminar, educar y construir. Cualquier comentario que tenga por objetivo despreciar, herir o lanzar un manto de oscuridad, acaba por volverse una ofensa. La violencia verbal no incluye necesariamente malas palabras. La ofensa nunca ha hecho con que la humanidad avance un único milímetro siquiera. Si prestamos atención percibiremos que la ironía habla más del arquero que del blanco”.
Bebió un sorbo más de café y prosiguió: “La crueldad de la ironía o del sarcasmo está en aislar determinada situación de todo el contexto que envuelve a una persona y revestirla con los matices del ridículo, menospreciando su valor, moral o cualidad. La ironía es la agresividad del arlequín para disfrazar la violencia de sus intenciones. Es el arma de aquellos que no pueden enfrentar la cuestión con todas las dificultades inherentes a las relaciones personales; tan sólo desean un atajo para que su voluntad se sobreponga y alimente la ilusión de que son mayores y mejores que el otro. Percibes cuánto orgullo y vanidad conlleva cada ironía”. Hizo una pequeña pausa y prosiguió: “La fuerza del sarcasmo surge en la medida que desaparece el poder del amor y de la sabiduría en el individuo que la profiere. Individuos irónicos o sarcásticos siempre son personas que, en el fondo, cargan una enorme amargura con la cual no pueden lidiar. La ironía se da cuando esa amargura se presenta idealizada en los palcos del mundo”.
Sergei agradeció “toda aquella filosofía de bar”, dijo que le gustaría continuar pero que tenía mucho trabajo esperándolo en la fábrica y que cualquier día llamaría al hermano para que lo visitara. Agregó que la oferta de empleo continuaba válida. Sacó del bolsillo del traje una caja de ansiolíticos y tomó una píldora con el resto del café que aún le quedaba en la taza. Sin que nadie le preguntara nada, mostró la caja de remedios y mencionó que era “el precio del éxito”. Por el celular llamó al chofer. En instantes el Mercedes Benz del empresario estacionó al lado de la bicicleta de Lorenzo que descansaba junto al poste, en frente a la pequeña zapatería. El industrial miró hacia los medios de transporte usados por ambos, después se volteó hacia el hermano y le preguntó si “entendía la diferencia”. Lorenzo meneó la cabeza concordando: “Sí, claro. Sin embargo, esta es tan sólo la punta visible de un enorme iceberg existencial. Esos objetos están en la superficie de nuestras vidas. En esencia, la diferencia es mucho más profunda que un carro y una bicicleta. Estos sólo mueven nuestros cuerpos; precisamos entender lo que mueve nuestros espíritus”.
Después de que el hermano se fue, Lorenzo se levantó para llenar nuestras tazas nuevamente. Le comenté que siempre creí que el buen humor fuese una virtud. El zapatero colocó las tazas humeantes sobre el balcón y dijo: “Sin duda. El buen humor es una virtud muy apreciada en las Tierras Altas; espíritus iluminados nunca son mal humorados ni sombríos. Diferente a la ironía, el buen humor se caracteriza por la lucidez de escoger la alegría como tendencia del Camino. La ironía es la burla; el humor es la jovialidad. La ironía es corrosiva; el buen humor es lúdico. La diferencia entre la burla y la jovialidad es que ridiculizamos todo aquello que detestamos o no comprendemos; de otro lado, bromeamos con las situaciones y las personas que amamos”. Tomó un sorbo de café y finalizó: “La ironía es el triunfo del narcisismo y de la amargura; el buen humor es la victoria del amor y de la alegría”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.