El día amanecía. Sentado en la arena con una taza de café fresco en la mano, observaba al caravanero adiestrar a su halcón. Era encantador constatar que el ave siempre retornaba con su alimento, a pesar de la aridez del desierto. Los ojos sagaces conseguían encontrar algo donde, para ojos desprevenidos, no había nada. Tan pronto el halcón posó en el grueso guante de cuero que el caravanero usaba en el brazo izquierdo, me levanté dispuesto a prepararme para aquel día de travesía. Mientras colocaba mi alforja en el camello, oí la conversación informal de un grupo de mercaderes que también integraban la caravana rumbo al oasis. Uno de ellos, bastante joven, comentaba que pronto esperaba tener condiciones de comprar una bella casa en un apacible barrio de Marrakech y así pedir a su prometida en matrimonio; agregó que necesitaba de un buen lugar para criar los hijos que planeaban tener juntos. Otro dijo que no tomaba vacaciones hacía muchos años; estaba exhausto y necesitaba un descanso, pero solo haría eso cuando abriera su soñado almacén de tapetes en el mercado central de la ciudad, pues quería darles a los hijos una buena educación en escuelas de renombre. Un tercer mercader, el más viejo y que también hacía parte del grupo, comentó que, a pesar de ser dueño de varias tiendas, tampoco tomaba vacaciones hacía mucho tiempo y que deseaba peregrinar a la Meca; esperaba que el hijo volviera del exterior, donde cursaba la universidad, para que asumiera el comando de los negocios de la familia pues no confiaba en nadie más. Con todo arreglado, la caravana se dispuso a partir. Para mi sorpresa, quien se alineó a mi lado fue Ingrid, la astrónoma con quien yo había tenido un malentendido el día anterior. La proximidad de ella me alegraba el corazón.
Pronto comenzamos a charlar. Le conté sobre la conversación de los mercaderes que acababa de escuchar y sobre mi espanto ante el hecho de que las personas siempre estaban esperando un acontecimiento futuro para realizar aquello que consideraban las haría felices. Ella me preguntó qué haría al regresar del oasis después de mi encuentro con el sabio derviche, “conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Le dije que era difícil de responder, pues no tenía la menor idea de lo que sucedería. Confesé que, en el fondo, esperaba algo transformador. Ingrid quiso saber si yo necesitaba conocer al sabio derviche para mudar el rumbo de mi vida, en caso de que este fuera mi deseo. Me sentí incómodo con el cuestionamiento de la astrónoma. Le comenté que ya había realizado transformaciones importantes en el curso de mi existencia. Revelé que había estudiado medicina, profesión que abandoné para trabajar en publicidad y adicioné que lo hice cuando percibí que mi don no era curar y sí crear. También mencioné que estaba triste y perdido en aquella época. Conocer la Orden fue primordial para los cambios que necesité hacer. Ella discordó. Dijo que los cambios ya debían estar maduros en mí, aunque fueran inconscientes. La convivencia en el monasterio solo facilitó su florecimiento. Ingrid dijo que, así como la conversación de los mercaderes, estar a la espera de algún acontecimiento para efectuar los cambios que sentimos necesarios era un error. Argumenté que no siempre tenemos las condiciones de hacer lo que deseamos y que, en efecto, algunas veces debemos esperar por algo que está fuera de nuestro alcance.
Le pregunté qué pensaba hacer al regresar de la caravana, una vez estudiara la constelación visible sólo desde el oasis. La astrónoma explicó que, si se confirmaba su desconfianza, escribiría un artículo sobre el asunto; no obstante, seguiría como profesora. Aguardaba la apertura de un concurso para una cátedra en la universidad, pues venía preparándose hacía tiempo para eso. Le dije que, como todas las personas, ella también esperaba algo sin lo cual no podría realizar los pretendidos cambios en su vida. Ingrid discordó. Expuso que había una diferencia entre las situaciones que estaban más allá de nuestras elecciones y aquellas que estaban a nuestro alcance, pero que eran pospuestas por miedo, egoísmo o ignorancia con relación al propio poder de transformación. Entender cuándo estamos verdaderamente ante uno u otro momento era un acto de sabiduría y coraje.
Argumenté que ella estaba siendo contradictoria; la astrónoma lo negó. Enseguida, relató que había iniciado su carrera profesional como investigadora en el observatorio de su ciudad. Seguía un plan de estudios trazado por el coordinador de su equipo. Después de algunos años percibió que todo era aburrido, pues su trabajo se limitaba a verificar un conocimiento ya consolidado por la ciencia. Dijo que era un trabajo importante, como lo son todos, pero que no tenía que ver con su don. Mencionó que su don era descubrir, explorar, para después compartir los nuevos conocimientos. Esto la motivaba, la sacaba de la cama todos los días, animaba su vida. Entonces, segura de la transformación que necesitaba, a pesar de la opinión contraria de algunas personas cercanas, se retiró del observatorio y partió de viaje hacia la Antártida, decidida a realizar observaciones de una determinada nebulosa, visible tan sólo en el Polo Sur. Al regreso envió el resultado de sus estudios, en formato de artículo, para una revista científica. Después de algunos meses, a pesar de la incertidumbre, no se arrepentía. Su corazón le decía que había hecho lo correcto, pues había encontrado su sueño. El reportaje fue publicado y dada la buena repercusión, ella fue invitada para impartir clases en la universidad. Adicionó que amaba el magisterio por la posibilidad permitida de realizar investigaciones y difundir el conocimiento. Le dije que ella había tenido suerte, pues podría estar desempleada y pasando por serias dificultades. Ella movió la cabeza y dijo que sí era posible que eso hubiera sucedido. Sin embargo, asumió el riesgo y los resultados que le son inherentes. Existía el peligro de que todo saliera mal. No obstante, el riesgo de ser feliz y de vivir su sueño a través de su don también era real, así que hizo una elección porque quería cambiar la ruta de su existencia. Siempre existe una posibilidad de elección, casi siempre fuera de las condiciones ideales de existencia, cuando se quiere transformar la propia vida. Las condiciones ideales no están en el mundo, sino dentro de ti. Explicó que, por ser un cambio interno desde un lugar sagrado nadie tiene autorización para impedirlo, salvo cada uno a sí mismo, y lo mejor, se tiene todo el permiso para crear.
Aunque de alguna manera las palabras de Ingrid me incomodaban, la conversación era interesante hasta que, ante mi espanto y sin dar crédito a lo que veían mis ojos, la caravana se deparó con una embarcación encallada en medio del desierto, a millares de kilómetros del mar. El caravanero informó que allí sería el punto de la breve parada para descansar y tomar una ligera merienda que solía suceder al medio día. Todos los integrantes de la caravana, hasta los más expertos, estaban maravillados ante la escena improbable. Escuché comentar a un turista que viajaba con frecuencia para visitar a sus parientes que residían en el oasis, que en el año pasado la caravana había encontrado la embarcación en un lugar diferente a donde estábamos, hecho que, según el turista, evidenciaba que el barco no estaba encallado, sino que continuaba navegando sin agua. “Misterio” era la palabra más oída en aquel instante de éxtasis.
Fotografiamos el barco decenas de veces para que nadie dudase de la historia que contaríamos al volver a casa. Le comenté a Ingrid que aun así muchos amigos no creerían en nuestros relatos. La astrónoma sonrió y expresó que a ella misma le costaba creer en lo que sus ojos estaban mostrándole. Dijo estar con hambre así que iría a buscar alguna cosa para comer. Solitario, me retiré para tomar una foto de lejos y con mayor amplitud, cuando me deparé con la bella mujer de ojos color lapislázuli sentada en la arena, quieta, observando todo a distancia.Le pregunté si podía aproximarme. Ella movió la cabeza concordando y apuntó con la quijada hacia un lugar para que me sentara a su lado. Nos quedamos mirando el absurdo navío por algún tiempo hasta que le pregunté si ella sabía algo sobre aquel misterio. La mujer explicó: “El buque hace parte de las leyendas del desierto”. Comenté que las leyendas son historias de ficción, en cambio, la embarcación estaba enfrente mío y era real. Sin darle importancia a mi comentario, como si la realidad también fuera naturalmente dibujada con los colores de lo irreal, ella prosiguió: “Narra la leyenda que existió un intrépido marinero quien, desde muy joven, estuvo embarcado en el navío. Su deseo era viajar hasta un puerto distante llamado Morserus, por causa de un sueño que había tenido cierta noche. En aquel sueño, al desembarcar en Morserus, encontraría la fortuna y a la mujer de su vida, así como toda la felicidad que deseaba. Como era un simple marinero sujeto a las órdenes del capitán, no tenía cómo seguir hacia el destino deseado. Con el pasar de los años se volvió el comandante del barco, listo para seguir en dirección a su sueño. No obstante, ahora tenía otras y mayores responsabilidades. A veces no podía ir pues precisaba entregar alguna carga en un punto distante del planeta; en otras, las condiciones meteorológicas no se lo permitían. Siempre había riesgo de tempestades y naufragio. El tiempo pasó.Aquel capitán mantuvo la nave surcando plácidamente los mares del mundo mientras se lo permitió su existencia. Nunca naufragó, pero tampoco llegó a Morserus”.
“No llegó a saber lo que le deparaba aquel puerto encantado y, aunque a nadie se lo reveló, jamás olvidó su sueño. Se disculpaba alegando que no se habían dado las condiciones adecuadas para viajar hacia el puerto de su sueño. Se convenció a sí mismo de que sueños eran bobadas, cosas de quienes no entienden las responsabilidades de la vida. Tenía orgullo de ser un hombre serio y cumplidor de su deber. Sin embargo y sin entender el motivo, poco a poco fue perdiendo la alegría, se volvió amargado y pesimista; la vida se le volvió aburrida a cada día. Al no soportar la amargura del comandante, la tripulación abandonó el barco. Solitario, el capitán navegó a otro mundo”.
La interrumpí para indicar que no estaba mal ser responsable y cumplidor de su deber. Agregué que, esotéricamente hablando, la vida no acontece cuando llegamos al puerto, sino durante la travesía. La mujer meneó la cabeza concordando: “Sí, es verdad. No obstante, los sueños son primordiales; ellos animan el alma. La responsabilidad y los deberes no anulan los sueños, al contrario, los mueven. No basta navegar, es preciso saber a dónde vamos. No es suficiente hacer la travesía, es fundamental entender el propósito; de lo contrario, estaremos abandonados y nunca llegaremos al muelle”.
Argumenté que los sueños muchas veces no pasan de simples delirios. La mujer volvió a estar de acuerdo conmigo y explicó: “Los delirios hablan de los deseos de grandeza típicos de un ego dominante. Los sueños nos revelan todo aquello que es esencial para que el alma se libere. Diferenciar uno del otro define la dirección que tomará nuestra embarcación, si viajaremos rumbo a Morserus o si navegaremos en círculos”.
Permanecí algunos minutos en silencio mientras observaba el navío. La mujer de ojos azules tenía razón. Es necesario, entre los muchos quehaceres de la existencia, encontrar espacio y tiempo para vivir el sueño. Le comenté que la leyenda era muy bonita y contenía una bella lección, sin embargo, no siempre fácil, pues a veces nos faltan condiciones y otras coraje. La mujer sonrió ante mi conclusión apresurada y preguntó: “La historia no acabó. ¿Quieres saber cómo termina?” Le pedí que continuara. La mujer concluyó: “Al llegar al otro mundo, a un lugar próximo a las estrellas, los buenos espíritus llevaron al capitán y a su embarcación de regreso, sólo que ahora tendría que navegar sin agua por las arenas del desierto y aprender que cada uno crea sus propias condiciones para seguir su sueño. Solo así, algún día, todos llegaremos a Morserus”.
Me miró profundamente y finalizó: “Cuando partimos en busca de nuestro sueño, vivimos en sintonía con nuestra alma. Nuestra alma se afina con el alma del mundo; entonces, esta nos acoge, protege e ilumina para que podamos navegar rumbo al destino que nos aguarda”.
Volví a observar el improbable barco que navegaba por el desierto mientras me deleitaba con todos los atributos proporcionados por la leyenda. Cuando me volví para hablar con la bella mujer de ojos color lapislázuli, sonreí ante la escena recurrente: ella ya no estaba a mi lado.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
4 comments
Muy bonita historia,
Hermoso, simplemente hermoso
Gracias por la señal. Llega justo a tiempo
tanto por aprender