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El noveno día de la travesía. Cuando el alma se mira al espejo

Atardecía en el noveno día de travesía. Había sido un día monótono, especialmente al compararlo con los anteriores. El caravanero había ordenado montar el campamento un poco antes de la hora que generalmente interrumpíamos la marcha. Aproveché para ir al barbero. Puede parecer extraño, pero la caravana tenía uno. Uno de los encargados llevaba en su equipaje una pequeña jofaina y un espejo, además de los utensilios típicos para la barbería como navajas, tijeras, aceites y cremas. Yo uso barba hace muchos años y tengo la costumbre de cortarla una vez por semana. Como no cuidaba de ella desde antes de partir, sumando las condiciones difíciles impuestas por el desierto, me sentí abandonado por mí mismo cuando me vi en el pequeño espejo. El barbero era un hombre simpático y conversador, veterano de muchas travesías; su oficio era adornado por las diversas historias que contaba a medida que arreglaba barbas y cortaba cabellos. Cuando me senté en la silla y comenté que me había asustado al verme en el espejo debido a los maltratos que el desierto me imponía, él me corrigió diciendo que el desierto era riguroso, pero que cada uno definía los cuidados que tenía consigo mismo. En seguida, narró una historia cómica que según él era verdadera, sucedida muchas travesías atrás, de un hombre que tuvo un serio susto al mirarse en el espejo, pues la imagen reflejada no correspondía a su persona.

Atribuí lo ocurrido al descuido de aquel hombre consigo mismo, sumado a algún tipo de problema sicótico, agravado por las difíciles condiciones de la travesía. El barbero se encogió de hombros y señaló que el desierto siempre transformaba la vida de las personas que lo atravesaban. Agregó que ya había visto muchas cosas extrañas y que había desistido de darles sentido. Terminado el trabajo le pagué lo cobrado y me di por bien servido. Como la cena estaba lista, fui a comer, dejando atrás la historia contada por el barbero. Desvié mi atención hacia un rico mercader de tapetes, a quien ya había notado días atrás, que viajaba acompañado por un séquito de empleados a su disposición, listos a complacer sus menores deseos. Su tienda era lujosa, forrada por finos tapetes y almohadas en seda. A lo lejos reparó que yo observaba todo el movimiento a su alrededor y me hizo una seña para que me aproximara. Lo dudé y él envió a uno de sus empleados para convidarme a su tienda. Al entrar, de cerca, todo me pareció mucho más lujoso. Cubiertos de plata, vasos de cristal y un músico que entonaba una dulce melodía con un instrumento de cuerda que yo nunca había visto. Fue imposible no impresionarme. Me dijo que me pusiera cómodo y que me sirviera lo que quisiese. Después habló sobre sus negocios y del palacio que habitaba en Marraquech. En seguida, uno de sus empleados entró con todos los utensilios para cortar la barba del mercader, quien pidió que continuáramos con la conversación mientras lo atendían. Todo transcurría bien hasta que le pregunté si el caravanero solía frecuentar aquella tienda. Su expresión cambió y el tono de voz se alteró visiblemente cuando dijo que el caravanero nunca había entrado allí. El clima empeoró cuando una vez terminada la barba, cortada al ras de la piel con una navaja afilada, y el rostro bañado en aceite, elogié el resultado. Le sugerí que él mismo lo constatase ante el espejo. De modo grosero, muy diferente al atento anfitrión de unos minutos atrás, el mercader dijo que nunca se miraba al espejo durante las travesías en el desierto y en seguida me avisó que era hora de ir a dormir. Sin entender el cambio repentino de humor, fui conducido por uno de los empleados fuera de la tienda.

Atónito, me dirigí a un lugar apartado para intentar entender lo que había sucedido, cuando vi al caravanero cuidando de su halcón después del período vespertino de adiestramiento. Me aproximé y le hice algunas preguntas sobre el ave, menos por curiosidad y más por necesidad de conversar. No demoré en contarle lo que había sucedido hacía poco en la tienda. El caravanero me oyó con paciencia y al terminar no hizo ningún comentario. Le pregunté cuál era el motivo por el que nunca había entrado a la tienda del rico mercader. La respuesta fue simple: “Nunca fui invitado”. Aunque me tomó por sorpresa, no dude respecto a la sinceridad del caravanero. Él arqueó los labios con una leve sonrisa. Había compasión y ningún resentimiento. El caravanero pidió permiso para retirarse a cenar, pues pronto la comida sería recogida. Solitario, me senté en la arena intentando entender los extraños hechos mientras observaba las primeras estrellas que surgían en el cielo.

En ese momento la bella mujer de ojos color lapislázuli se sentó a mi lado. Me ofreció un puñado de nueces. Permanecimos sin pronunciar palabra durante algún tiempo, hasta que resolví contarle lo ocurrido en la tienda del rico mercader y la posterior conversación con el caravanero. Entonces vino la mayor de las sorpresas cuando ella confesó: “Son hermanos”. Ya que mi expresión no escondió el enorme asombro que sentí, ella decidió contarme un poco más: “Ellos quedaron huérfanos siendo muy niños. Crecieron cuidando uno del otro. Se iniciaron en el comercio de tapetes siendo adolescentes, cuando una señora que estaba de mudanza les dio todas las alfombras de su casa, pues no las podía llevar. Vendieron todo. Con el dinero recorrieron la ciudad en busca de otros tapetes usados para revender, hasta que escucharon sobre los tapiceros del oasis que, a pesar de la excelente calidad, tenían dificultad para encontrar compradores por causa de la travesía del desierto. Con la intrepidez típica de la juventud, comenzaron a viajar para negociar con aquellos maravillosos tejedores. En aquella época nadie se aventuraba a eso. A medida que enriquecían, los viajes aumentaban y el negocio se consolidaba. Ocurrió que el caravanero comenzó a deleitarse más por los misterios del desierto que por los lucros del comercio. Poco a poco, sin darse cuenta, la travesía no era sólo una parte de su oficio, sino que se convirtió en un arte. A pesar de esto, todo parecía marchar bien hasta que, durante una de las travesías, al terminar de cortar la barba del caravanero – hasta entonces un comerciante de alfombras – el barbero lo colocó ante el pequeño espejo para evaluar el trabajo realizado. Dicen que él no reconoció la imagen reflejada”.

“En ese momento ocurrió un cambio en la existencia del caravanero. Renunció al negocio de tapetes y le dejó todo al hermano. Con el dinero que reunió durante aquel periodo decidió montar su propia caravana. Claro que al inicio no fue fácil, pero el amor por su sueño y el perfeccionamiento de su don lo fortalecieron para superar las dificultades y proseguir”. Le pregunté si el sueño del mercader era también convertirse en caravanero como el hermano. La mujer explicó: “Probablemente no, cada cual es único y en esto reside toda la belleza del ser. Todavía el mercader debe entender dos cosas básicas. El hecho de que el caravanero no deseara la vida de mercader de tapetes no deprecia ni es una crítica al hermano, que continúa ejerciendo ese oficio. Cada uno con su don y sueño. Otra cosa es la cuestión del dinero que me parece presente de manera muy obvia. El dinero es una herramienta útil y bienvenida, pero atravesar un desierto solo para ganar y acumular fortuna como forma de poder y dominación, orgullo y vanidad, causará en algún momento un inevitable vacío imposible de llenar con monedas”.

“Un día terminará no reconociendo su rostro en el espejo por ser extraño a sí mismo. Unos deciden enfrentar la batalla personal; otros escogen huir”. Abrió los brazos como quien lamenta y concluyó: “Podemos huir de un lugar, nunca de la verdad”.

¿Cómo no reconoció el propio rostro? La interrumpí para pedirle que se explicase mejor. La mujer tuvo buena voluntad: “Todos pueden mirarse al espejo y verse la nariz, las mejillas y las orejas, pero verse al espejo y encontrar el alma reflejada es para pocos. Algunas veces puede suceder, en momentos de sensibilidad y percepción, que encuentres el alma abandonada, olvidada de sí mismo. Ni todo el brillo exterior puede iluminar la oscuridad que causa la luz interna apagada”. Hizo una pausa y prosiguió: “Es un encuentro doloroso, pero imprescindible. Se necesita humildad, sinceridad, amor y coraje, además de otras virtudes, para el imprescindible rescate”. Me observó profundamente y dijo: “En algún momento de la existencia todos deben observar el alma ante el espejo. Después, traer el alma de regreso a la vida. Negar esta búsqueda es renunciar a la esencia de la vida. Nadie puede hacer esto por nadie. Encontrar la propia alma es el arte mayor; liberarla de las prisiones de la existencia, la gran obra”.

Dije que era una bellísima historia, con bastante material para reflexionar. Sin embargo, no entendía el motivo por el cual los hermanos habían peleado. La mujer explicó: “Ellos no pelearon; el mercader se rehúsa a convivir con el caravanero, quien no tiene nada en su contra”. Comenté que ahora comprendía mucho menos. Ella no desistió en hacerme entender: “Es porque ellos son muy parecidos”. Sacudí la cabeza como quien dice que no tenía sentido. La bella mujer fue pedagógica: “Negamos la belleza de lo que no podemos aceptar. Huimos de la verdad cuando ésta nos incomoda. Estar al lado de alguien que, sin decirlo, nos muestra toda una vida que podría haber sido pero que no fue, entristece. Entonces, nos refugiamos en la sensación de seguridad y poder con la ilusión de que las sombras, siempre al acecho de la vida, sean seducidas por el ego”. Se encogió de hombros y comentó: “No todos están listos para iniciar la travesía a través del desierto de sí mismo para llegar al oasis del alma”.

La interrumpí para comentar que algo no tenía sentido. Si la opción de vida del caravanero era tan dolorosa para el mercader, ¿por qué motivo él insistía en hacer la travesía con la caravana del hermano? Él podría ingresar en otra caravana. La mujer me devolvió la pregunta: “¿Por qué peleamos tanto con las personas que amamos? ¿Por qué insistimos en buscar personas que colocan serios obstáculos en nuestra existencia? ¿Ya reparaste en esto?” Hizo una pausa y como nada respondí, ella prosiguió: “Por el simple hecho de admirar a esas personas, aunque sea inconsciente. Sabemos que, en el fondo, estas son las personas que pueden enseñarnos y fortalecernos. Existe en ellas una luz que nos llama, que nos indican las dificultades a ser vencidas. En ellas resuena la voz casi inaudible de nuestra alma, incansable en mostrarnos una puerta de salida para el ego desorientado y fragmentado por diversos dolores. Es la oportunidad de escapar de un lugar oscuro, donde no se percibe la ausencia de luz por causa de innumerables adornos brillantes colgados en el tiempo para distraernos. Como la claridad suele arrancar la máscara de quien está escondido en la oscuridad, reclamamos, menospreciamos, maldecimos”.

“No obstante, nada revela más quienes somos que nuestros sufrimientos”.

La volví a interrumpir para cuestionar si los sufrimientos son indispensables para la evolución. La mujer volvió a sacudir la cabeza: “Claro que no. Los sufrimientos no son necesarios, por el contrario. Es justamente esto lo que el desierto nos enseña. Sufrimos solo cuando nos movemos en sentido contrario a la luz”. Me miro a los ojos y pareció leer mis pensamientos: “Sí, por más absurdo que pueda parecer, sufrimos solamente por nuestras elecciones. El desierto es tan solo el desierto. La dirección hacia donde se mueve y la forma de pisar en la arena definen las dunas y las dificultades de la travesía”.

“Sin embargo, es en ese punto que los sufrimientos son importantes. Ellos conforman el mapa del rescate, el sendero de la transformación. Son las marcas de la superación que cuentan la historia de todos nosotros. Narran la búsqueda de la vida, de la luz, del alma, de sí mismo”.

“Los sufrimientos tienen el valor de mostrar quien aún no somos, paso iniciático para entender quién podemos ser. Es imprescindible disecar el sufrimiento a partir del hecho que lo provocó hasta comprender lo innecesario de su presencia. En el origen del sufrimiento está también el fin del sufrimiento. Allí es posible encontrar la transformación indispensable, el génesis de las virtudes, el portal del Camino. En él está oculta la llave de la liberación, la receta de la cura. Todo al alcance de cualquier individuo en la exacta medida del perfeccionamiento de las elecciones personales. No obstante, es fundamental entendimiento, el cual exige amor para que, en vez de culpa y estancamiento, se vivifique la alegría ante lo descubierto, además de ánimo para proseguir la jornada”.

Permanecimos algún tiempo en silencio hasta que la bella mujer se excusó y se despidió. Dijo que tenía deberes a realizar. Añadió que yo necesitaba de quietud y soledad. Poco a poco aquellas ideas fueron encontrando el debido lugar dentro de mí. Entendí el rechazo del rico mercader en verse al espejo para no correr el riesgo de encontrar la propia alma en abandono, mendigando ante la vida. Como él no estaba dispuesto a cambiar, sufría. Paradójicamente, la fuga del sufrimiento agrandaba su dolor, girando la rueda de los conflictos y dando poder a las sombras personales. La variación de humor que presencié en su tienda sucedía cuando algo le recordaba quién todavía no era. La irritación y la testarudez son síntomas típicos de personas que necesitan esconder la fragilidad al estar embrujadas por el orgullo y la vanidad. De otro lado, el caravanero era la imagen que revelaba las posibles elecciones, sencillas, imprescindibles, pero ni siempre disponibles para ser enfrentadas. Negar al hermano era la reacción inconsciente de ignorar la propia alma, el don y los sueños. Repudiar el espejo es renunciar a la verdad. Es negar la magia ofrecida por la travesía del desierto o de la vida. Es donde reside el poder de la transformación y la fuerza de la evolución.

En aquel momento, tuve la nítida sensación de que la mujer de ojos color lapislázuli me miraba, pero eran solo dos estrellas azules que brillaban en el cielo del desierto.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

1 comment

Scarlet G diciembre 2, 2019 at 5:59 pm

Excelente reflexión 💜👁🌍

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