El silencio no era absoluto por mi causa. En aquel momento apenas oía mis propios pasos sobre la calzada de piedras seculares atravesando las calles sinuosas y estrechas. La pequeña y agradable ciudad, localizada en la falda de la montaña que abriga el monasterio, aún dormía. Yo había tomado un tren nocturno que hacía una pequeña parada en aquella estación para después continuar. Eran pocos los habitantes de la región que realizaban ese viaje, pues el tren pasaba por la ciudad antes de que el sol naciera. Yo pensaba en la vida simple de las personas que vivían allí. Una rutina sin prisa, con la tranquilidad para hacer las cosas sin la opresión de la correría típica de las metrópolis. Vivir con calma, cercado de personas que también vivían de esa manera, seguramente sería una posibilidad de conciliación conmigo mismo. Probablemente podría dedicarme a otros proyectos, tanto personales como profesionales, pospuestos hacía tiempo. Daba la sensación de que allí el tiempo transbordaba el día. Pensaba sobre eso mientras me dirigía al taller de Lorenzo, el zapatero amante de los libros de filosofía y de los vinos tintos.
No quise avisarle de mi llegada, no solo por el horario inoportuno sino porque no demoraría. Apenas esperaría la hora para tomar el transporte hasta el monasterio, donde proseguiría con un período más de estudios. Como ya eran famosos los inusitados horarios de funcionamiento del taller, yo apostaba en la enorme posibilidad de encontrarlo abierto durante la madrugada. Al ver su clásica bicicleta recostada en el poste, sonreí conmigo mismo. Lorenzo abrió una enorme sonrisa cuando me vio entrar en el taller. Me dio un fuerte abrazo, me pidió que me sentara al lado del antiguo y pesado mostrador de madera, mientras preparaba café fresco para animar la conversación. Sin demora, le comenté sobre las maravillas de una vida simple en una pequeña ciudad. El zapatero colocó dos tazas humeantes en frente nuestro y dijo: “Una vida simple será siempre una cuestión de actualidad. Trata del antiguo dilema entre el océano y la botella”. Ante mi mirada atónita, inició el raciocinio: “El peligro es confundir la simplicidad con el simplismo. Una vieja trampa pero aún eficaz”.
Claro que no entendí nada. Él sonrió e inició la explicación: “¿Ya reparaste en que la gran mayoría de las personas pospone indefinidamente los más importantes proyectos de su vida?”. Le respondí que yo era una de esas personas y me justifiqué, ya que diversos compromisos me quitaban tiempo y tranquilidad. Agregué que algún día los realizaría. Lorenzo sonrió: “Sí, todos tenemos las mejores disculpas para posponer las realizaciones que nos llevan a las transformaciones necesarias para una vida plena. Mientras tanto, vivimos nuestro tiempo priorizando cosas de menor importancia y, lo peor, reclamando de la falta de sentido de la vida”.
Bebió un sorbo de café y prosiguió: “Nos engañamos con disculpas como después de que los hijos terminen la universidad, después que me pensione,cuando ahorre un buen dinero, entre otros argumentos, colocaré mis sueños en práctica. Cambiar de ciudad es apenas una disculpa más”. Mencioné que yo necesitaba una vida sencilla, más tranquila, para comenzar los libros que siempre había querido escribir. En la gran ciudad donde vivía, administrando una agencia de propaganda, con un montón de cosas para hacer, eso no era posible. Sin mencionar el hecho de que las grandes ciudades, en general, son complicadas para vivir. El tiempo perdido por largos desplazamientos, enredados en la confusión de los inevitables embotellamientos, además de la intolerancia, de la indiferencia y, en algunos casos, de la violencia urbana, eran algunos factores impeditivos. Lorenzo ponderó: “Sin duda, hay enormes diferencias en la calidad de vida entre una ciudad y otra. Sin embargo, creer que esto es determinante para colocar en práctica proyectos primordiales, con los cuales siempre se soñó, es huir por la puerta del simplismo en vez de enfrentar el camino de la simplicidad”.
Discordé de inmediato. Cuestioné qué tenía de malo desear vivir en una ciudad calmada. “Absolutamente nada”, respondió. El zapatero siguió con sus ponderaciones: “Sin embargo, no creas que la ciudad en la que vivirás será garantía de paz o felicidad, por más tranquilas y bien administradas que sean. A menudo, veo personas que vienen aquí para pasar un fin de semana o periodos cortos de vacaciones. Les encanta la calidad de vida. La tranquilidad, los buenos restaurantes, los talleres artesanales, el tiempo que pasa sin prisa, la sensación de que todos los habitantes se conocen, poder hacer casi todo a pie sin usar carro, entre otras cosas. Algunos acaban mudándose para acá. Sucede que para varios de ellos, pasadas las semanas iniciales, la vida tranquila se vuelve tediosa e insoportable. Les hacen falta los teatros, cinemas, librerías, las tiendas de marca, los productos que consumen y que no siempre se encuentran con facilidad en ciudades pequeñas. El hecho de ver las mismas caras todos los días empieza a incomodarlos, les parece que el tiempo pasa demasiado lento y reclaman por tener que hacer todo a pie, sin poder usar el carro, pues las calles estrechas dificultan el estacionamiento. Un infierno, adjetivan al pequeño lugar cuando regresan a sus ciudades de origen. Es preciso entender la afinidad con la ciudad en la que vivimos o deseamos habitar. Lo que es bueno para unos no es lo mejor para todos. No obstante, lo más importante es percibir las disculpas que usamos para engañarnos y huir de nosotros mismos”.
“Entre las personas que se mudan para acá, el deseo más común es el simplismo de montar una posada en un lugar apacible, en la ilusión bíblica e inconsciente, de volver al Paraíso. Olvidan lo fundamental: tendrán que convivir con otras personas. La vida exige esto como método educativo. Los nuevos y felices dueños de las posadas tendrán que tratar con sus funcionarios y sus dificultades; con los huéspedes y todas sus manías, molestias y reclamos. Creer que la vida en una ciudad agradable es garantía de tranquilidad no pasa de una trampa por la superficialidad de la visión”. Rio, bebió un sorbo de café y dijo: “La magia está dentro, nunca fuera de la gente”.
“Estamos condicionados a buscar ecuaciones secretas, como si fuesen atajos, para entender tanto al mundo visible como al invisible que nos permea. Entonces, quedamos presos en lo poco profundo de todas las cosas. En el ansia de filtrar todo y a todos los que nos cercan, de resumir en pocas palabras las situaciones de la vida, de entender al mundo y el funcionamiento del universo, insistimos en colocar, de una sola vez, todo el océano dentro de una botella”.
Se encogió de hombros antes de comentar con una sonrisa: “No cabe”.
Dije que no estaba entendiendo. Él explicó: “Pensar que la ciudad en que vivimos será un factor determinante para la paz o la felicidad, es permanecer en la superficie de la cuestión. La paz y la felicidad, así como los demás estados de plenitud, tales como la dignidad, el amor y la libertad, son conquistas internas que no tienen que ver con el lugar donde residimos. Claro que hay lugares donde los peligros son enormes y serias amenazas nos azotan, haciendo muy complicada la existencia. No obstante, aún en esos lugares, cuya sobrevivencia es imponderable, encontramos personas plenas. De otro lado, veo muchos individuos insatisfechos viviendo en ciudades que según investigaciones son las mejores del planeta para vivir. La infelicidad, el mal humor y el pesimismo estarán en cualquier lugar, incluso en el Paraíso, mientras se perciba la existencia a través de la óptica del simplismo. En contrapartida, al enfrentar la vida desde la perspectiva de la simplicidad recuperamos la alegría y la delicadeza”.
Le pedí que se explicara mejor. Lorenzo fue generoso: “La simplicidad es la virtud hermana de la humildad; la virtud de vivir sin máscaras ni ilusiones; sin mecanismos de fuga o protección al ego con relación a la vanidad y el orgullo. Una virtud profunda porque desnuda al ser. Esto amplía las posibilidades de transformación reales del individuo, con un paso de cada vez. Por otro lado, el simplismo trata sobre la necesidad que tenemos de consumir el mundo en un único sorbo. Deseamos todo el entendimiento en dosis única. Todos los libros resumidos en películas de rápida duración. Alegamos no tener tiempo para tanto y para mucho. Pagamos fortunas por el resumen de todas las cosas. Miramos sin atención a los otros; miramos con prisa hacia nosotros mismos. Reducimos todo y a todos para que puedan caber dentro de una botella. En nefasta consecuencia, acabamos por incluirnos en la ecuación de lo mínimo posible. Al minimizar la vida somos llevados al contrario de la expansión. Al limitar la consciencia, disminuimos las fronteras del mundo. Al renunciar al poder que trae el entendimiento, reducimos las posibilidades de transformación y la intensidad de la luz. Volvemos menor algo que, por sí solo, es mayor. La vida, el mundo, las personas y a sí propio. Perdemos la miel de la vida por insistir en lo amargo de la existencia. Empobrecemos al universo; la parte y el todo. Falseamos la verdad. Al contrario de la simplicidad que amplía y concede ligereza a la jornada, el simplismo la torna pesada y limita su alcance”.
“Vivir en un lugar agradable y seguro será siempre muy bueno. No obstante, la pregunta es otra: ¿será agradable para mí que yo viva conmigo? ¿Soy una persona de convivencia segura, pacífica y confiable? Son los cuestionamientos inevitables, sin los cuales no podré avanzar”. Bebió un sorbo de café y dijo: “Cuando no cabe ni una gota más en la botella, el océano se derrama en tempestad”.
Dije no haber entendido la última frase. El zapatero amplió el raciocinio: “Toda acción externa apenas nos conducirá a cualquiera de los estados de plenitud se es complementaria, o se deriva de las transformaciones internas. Es preciso entender tu propósito de vida, la razón de tu existencia. Vivir sin prisa ni miedo, como si cada día fuera el primero para engrandecer tu alma; de lo contrario, oiremos solamente disculpas, lamentos, frustraciones y tristezas”.
“El individuo que cambia de ciudad como factor primordial para encontrar la felicidad tiene una ilusión parecida a la del sujeto que se vuelve adepto de una religión creyendo que, por el solo hecho de entrar en la iglesia, será una mejor persona o le garantizará un encuentro con Dios. Cualquier factor externo será facilitador, nunca determinante. De lo contrario, es confundir fuga con evolución; simplismo con simplicidad. Se encuentran disculpas en vez de buscar soluciones. Intentar encontrar fuera lo que solamente existe dentro es deslumbrarse por el brillo de la existencia en vez de ir al encuentro de la luz de la vida”.
“En el simplismo de entender y solucionar los problemas inherentes a la existencia, sin la indispensable profundización en la quinta esencia del alma, todo se resumirá en apariencias de poca o ninguna consistencia. Cambio de ciudad, de empleo, de matrimonio, de amigos, de corte de cabello, de ropa; cambio de continente, del idioma y la rutina. Sin embargo, nada cambiará en mí”.
“La jornada para la transformación interna, aunque sea hecha por los senderos de la simplicidad, no es un viaje fácil. Requiere de mucho esfuerzo y persistencia; creatividad y disciplina”.
“Creer quela culpa por mi insatisfacción está en el mundo; y por tanto, allí estará la solución, es el más famoso de los engaños. Sin demora, me veré impotente para ajustar el mundo a mi manera. Como no puedo resolver las cuestiones que me abalan el alma, me pierdo en la ilusión de que sé cómo hacer del mundo un buen lugar para vivir: todos se adaptarán a mis deseos. Ante el obvio desastre, reclamo, me vuelvo triste y aburrido. A veces, agresivo y casi siempre impaciente. Argumento que es imposible tener tolerancia con la estupidez de tantas personas egoístas y mezquinas. Pronto llegaré a la conclusión del inevitable fatalismo: el mundo es cruel y la vida no tiene sentido. Sin tardar, un enorme vacío me envolverá. Estaré preso a las dependencias emocionales: no puedo vivir sin aquello o aquella persona. Aún en el simplismo de las soluciones y, ahora en la absoluta negación del entendimiento, recurro a la fuga a través de los químicos que alteran la realidad, algunos permitidos, otros prohibidos; todos, en verdad, no pasan de limitantes de la realidad, y por lo tanto, de la consciencia. Surge la posibilidad de volverme un terreno propicio para el preconcepto y el maniqueísmo al insistir en separar el mal del bien mediante raciocinios rasos. Todo aquel que no se parezca a mí me incomoda. Olvido que las diferencias personales existen para enriquecer la pobreza del intelecto, ejercitar la nobleza del corazón y justificar la amplitud del espíritu”. Volvió a encogerse de hombros y preguntó: “¿Pero quién está dispuesto a enfrentar la realidad del exacto espejo?”.
No respondí. Lorenzo continuó exponiendo su pensamiento: “En verdad, apenas puedo alterar la convivencia que tengo con todo y con todos a medida que modifico la relación que tengo conmigo mismo. La visión que me permito refleja el mundo que veo y vivo. Cambiar sombras por luz; una mirada diferente, de dentro hacia fuera y no de fuera para dentro, permite percibir el mundo diferente. La comprensión del poder inmaterial proveniente del perfeccionamiento de las virtudes como norte de las elecciones, hace del mundo un buen lugar, un taller repleto de posibilidades para la creación y el desarrollo de la personalidad. Toda revolución consiste en la transformación individual, que se propaga en ondas concéntricas para la evolución planetaria. El cambio de fuera hacia dentro hace mucho ruido; trae poca música. La revolución de la vida comienza cuando se adopta la simplicidad como regla de los pasos y compases del corazón. Vivir sin máscaras ni subterfugios para llegar a lo más íntimo del ser, templo sagrado de la plenitud. Este es el resumen de todas las religiones y la dirección de la mejor ciudad. En el ser está el mejor lugar para vivir. De lo contrario, ningún lugar será lo suficientemente bueno para habitar”.
“Todo el resto son entendimientos simplistas para soluciones superficiales, sin ninguna eficiencia por ser de corta duración. Será así cada vez que falte el fundamental poder transformador en lo más íntimo del ser”.
Arqueó los labios con una leve sonrisa y finalizó: “Solamente, entonces cesaremos con la terquedad de colocar, de una sola vez, todo el océano dentro de una botella. En vez de esto, poco a poco, permitiremos que el agua llene el recipiente, al mismo tiempo que amplía su capacidad, según el contenido que lo completa. La botella es expansible; el océano, infinito. Un poco más del océano en la botella todos los días, una botella un poco más grande cada día. La botella nunca estará llena; el océano jamás se agota”.
“El océano puede limitar las dimensiones de la botella o la botella pude ampliarse hasta alcanzar el tamaño del océano”.
“Así es tu consciencia y el universo”.
Había mucho más que conversar, pero era hora de tomar el camión que llevaba los suplementos al monasterio. Me despedí con un abrazo y sin palabras. Al salir del taller aún no amanecía. Volví a andar solo por las calles estrechas y sinuosas de la pequeña ciudad. No obstante, tenía la nítida sensación de que no eran más mis pasos los únicos que quebraban el silencio absoluto de la madrugada.
Mi alma saltaba de alegría con la canción que me convidaba para el gran baile de la vida. Era una música que sonaba dentro de mí.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
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Pronto trataré de escribir las palabras de agradecimiento que tengo por este blog. Por este contenido de sabiduría y verdad que la vida me ha permitido. Gracias deveras.