Era fin de tarde, estábamos sentados en la estación esperando el tren que nos llevaría hasta la pequeña ciudad al pie de la montaña que acoge al monasterio. Habíamos ido a visitar a una joven que estaba pasando por un tratamiento oncológico en un moderno hospital de una metrópolis no muy distante. Como de costumbre el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, parecía encantado con todo a su alrededor. El movimiento, las tiendas, las personas; la alegría y la tristeza por las llegadas o partidas; los abrazos emocionados, sonrisas y llantos ante los encuentros y las despedidas; los solitarios. “Esta plataforma es la síntesis del mundo”, comentó sin mirarme, sabiendo que yo lo observaba. Le dije que me parecía extraña la manía que tenía de encontrar belleza en todo y en todos. “Es necesario ejercitar el ver más allá de las apariencias, de las formas y, principalmente, de la ilusión. Es necesario deleitarnos con la esencia. El Maestro nos enseñó que ‘cuando el ojo es bueno, todo el cuerpo es luz’, citando un pequeño trecho del Sermón de la Montaña.
Refuté diciendo que la práctica era muy distinta de la teoría. Usé como ejemplo a la joven enferma que habíamos visitado aquel día. El médico no le había dado ninguna garantía de éxito en el tratamiento y el futuro de ella era una incógnita. Como agravante, ella vivía como si tuviese un cuchillo afilado en el cuello ante la inminencia del corte. “Todos lo tenemos, tan sólo desconocemos la hora y la forma del golpe. Las láminas se presentan en innumerables facetas. Accidentes, catástrofes, asesinatos; enfermedades inesperadas, lentas o fulminantes; vicios y tristezas, graves variantes de suicidio inconsciente; el conteo variable, inconstante e implacable de la ilusión del tiempo”, hizo una breve pausa y comentó: “A propósito, ¿te diste cuenta de lo feliz que ella estaba?”.
Respondí que todo era parte del teatro para intentar alegrar a los parientes que tanto la amaban, pues nadie podría estar bien ante aquella situación. El monje aparentó no haber entendido nada y comentó: “Estuve conversando mucho con ella. La enfermedad le hizo reflexionar sobre la muerte, lo que le permitió alterar el sentido de la vida, pura expansión de consciencia. Hubo un cambio de valores. Situaciones relegadas a un segundo plano, sentimientos adormecidos y compromisos olvidados o pospuestos tomaron importancia y emergieron para ganar fuerza y poder. Cosas que siempre fueron urgentes acabaron por demostrar su irrelevancia. Todo cambió. A veces la enfermedad del cuerpo es el remedio del alma. Para algunos es el método más eficaz de cura. No lo dudes, la felicidad y la paz que ella siente son sinceras y probablemente nunca las tuvo antes, al menos no en tal magnitud”.
“Dificultades y decepciones pueden abatir y consumir nuestras fuerzas o nos pueden enseñar valiosas lecciones de perfeccioamiento y darnos la fuerza necesaria para el próximo combate, que siempre llegará. Sea de una manera o de otra, el Universo conspira a nuestro favor y cabe a nosotros entender y aprovechar, en vez de obstaculizar o lamentar. En todas las situaciones, sean victorias o derrotas, dolores o delicias, la vida siempre nos ofrece un cáliz repleto de veneno y otro de miel. Somos nosotros que escogemos cual beber”.
Le dije que tal vez de nada servirían todos los beneficios espirituales adquiridos por la joven si le restaba poco tiempo de vida. El Viejo movió la cabeza contrariado antes de decir: “Esto no tiene importancia”, y antes de que yo articulase cualquier palabra prosiguió: “¿No percibes que esa nueva visión es herencia eterna, tesoro inmaterial que ella llevará en el equipaje para el próximo trecho del Camino? ¡Esta ganancia es real! ¿Estás olvidando que el viaje no tiene fin? La enfermedad fue apenas el calderón, pero podría haber sido una separación conyugal o una pérdida del trabajo. Lo importante es que ella se permitió añadir el ingrediente esencial: el amor sobre todas las cosas. Después lo revolvió con la cuchara de la sabiduría concedida por la propia expansión de la consciencia. Listo, aquí está la magia de la transformación del plomo en oro. Esta es la alquimia de la vida”.
Solamente en aquel momento recordé algunos casos conocidos de personas que se volvieron mejores y más interesantes después de dolorosas situaciones de divorcio o falencia. Vieron su mundo derrumbarse, enfrentaron terribles tempestades y sobrevivieron para reinventarse y volar más alto de lo que eran capaces de imaginar antes de que surgieran las dificultades.
Como si conociera mis pensamientos, el Viejo comentó: “La derrota o la victoria, independiente del aparente júbilo o tragedia, se definen según la amplitud de tu mirada. Es una elección del alma. Algunas veces la victoria sólo es permitida en la derrota”. ¿Cómo así? Le confesé que no había entendido. El monje mantuvo su enorme paciencia para que yo comprendiese lo obvio: “Ganar no siempre es vencer, pues existen dos aspectos verdaderos y ocultos en esta frase. El primero es que no se alcanza la victoria ganando a cualquier costo. Hay que recorrer el inevitable camino de la dignidad o nada tendrá valor. El otro, nace de la lógica invertida: perder no siempre significa derrota. Mientras el desesperado llora por la tragedia, el sabio agradece por las alas”.
Ante mi espanto, puso un ejemplo para ayudarme: “Para el enfermo la proximidad de la muerte puede ofrecerle la infinita dimensión de la vida. Cuando esto sucede la felicidad y la paz son indescriptibles. Se pierde el cuerpo y se gana el alma”. “¿Cuántas veces el distanciamiento de la persona amada fue la oportunidad para aproximarse y conocerse a sí mismo? Se pierde al otro y se gana a sí mismo”. “La pérdida del empleo que significaba la ilusión de la estabilidad puede proporcionar el desarrollo de dones y talentos, rescatar el sueño escondido y permitir el despertar de todo el potencial personal y profesional adormecidos. Se pierde un puesto y se gana el mundo”. “Esos son los milagros de la vida. Las transformaciones indispensables que harán florecer lo mejor que nos habita. Por lo tanto, algunas veces es necesaria la fuerte presión de la tierra para que la semilla explote y germine”. Hizo una pequeña pausa, me miró profundamente a los ojos y dijo: “La felicidad y la paz no nunca serán una condición material y sí una decisión filosófica para aprender, transmutar, compartir y seguir”. En este instante el tren se acercó a la estación y ante mi desconcierto, yo aún intentando alinear todas aquellas palabras, el Viejo sorriso de manera picaresca, apuntó hacia el vagón con la quijada y dijo: “Es hora de partir, Yoskhaz. ¿O prefieres quedarte?”
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.