El viento frío del otoño circulaba junto a mí por las estrechas y sinuosas calles de piedra del secular pueblo situada en la falda de la montaña que abriga al monasterio. Era mitad de tarde, ya había acabado mis quehaceres y aguardaba un aventón que sólo ocurriría en la noche. Mi cuerpo encogido se protegía de la ventisca que se colaba entre los muros y hendiduras de las encantadoras construcciones, hasta que vi la antigua bicicleta de Lorenzo, el elegante zapatero, amante de los libros y de los vinos, apoyada en el poste en frente a su taller. Arreglar zapatos era su oficio; remendar almas, un don. Satisfecho con mi suerte, pensé que nada podía ser mejor que un café caliente acompañado de una buena conversación en un fin de tarde solitaria. Tan pronto entré a la zapatería fui atropellado por una bella mujer, de edad madura, que salió como un tractor descarriado por la propia irritación. El buen artesano me recibió con su mejor sonrisa y después de sentarnos ante dos tazas humeantes colocadas sobre el balcón del taller, dijo refiriéndose a la mujer que por poco me tira al piso: “Es una acreedora emocional. Una triste y eterna acreedora”, hizo una pausa antes de completar: “Por lo menos es así que se muestra ante todos los que se cruzan por su camino”.
Quise conocer la razón del término. Él explicó: “Los tristes acreedores son aquellos que no pueden reaccionar ante las dificultades que se les imponen. Como sabemos, siempre viviremos situaciones desagradables y por peor que sea, el problema nunca es el problema en sí, sino la dificultad de reaccionar ante la situación. La inercia es perjudicial y surge al no percibir las lecciones escondidas tras los problemas. Es fundamental entender que todos los conflictos traen consigo maestros ocultos para despertar lo mejor de nuestras capacidades. Todos los problemas son herramientas de transformación personal, desde que los enfrentemos con dignidad y sabiduría”.
Dio un sorbo y continuó: “Sin embargo, el triste acreedor prefiere vestir la máscara de la víctima y encontrar un culpable por el propio sufrimiento. Así, de manera inconsciente y paralizado por el miedo de enfrentar la situación, en realidad desea que el otro le resuelva un problema que sólo a él cabe solucionar. Es una actitud cómoda y bastante infantil, pero común en muchos adultos, que lleva al desespero, al odio y hasta la depresión. Ellos son completamente resistentes a cualquier responsabilidad y siempre tienen un elegido sobre el cual derramar la culpa por su decepción, lo que les acarrea grandes sufrimientos. Observa, siempre están peleando con todos, señalando los defectos ajenos y reclamando de las imperfecciones del mundo. “Así, de manera absurda, se adjudican infundados derechos sobre los otros”.
El sabio artesano hizo una breve reseña de aquella historia. La mujer era su ex novia y tenía una hija adolescente oriunda de otra relación afectiva, que vivía con ella desde la separación. La relación entre madre e hija era pésima pues, por vicio, la madre siempre culpaba a la adolescente de todas sus eventuales frustraciones. Todo el tiempo le cobraba el trabajo y el amor dedicado en su educación, como si eso no le correspondiera por pura responsabilidad amorosa y materna. Claro que el peso de esa carga emocional y sicológica alcanzó un nivel insoportable para la joven. Al regreso de un viaje que la mujer hizo con el zapatero y que coincidió con el periodo de vacaciones escolares que la muchacha pasaba todo año con su padre, recibió la noticia de que la joven viviría definitivamente en la casa paterna. Pesó en esa decisión la paz necesaria encontrada en el nuevo hogar, indispensable para desarrollar su potencial y vivir la vida sin conflictos innecesarios. Como si no bastara, en la misma época también llegó el fin de la relación entre la madre y Lorenzo. Ella alegaba que la invitación al viaje hecha por el zapatero había sido fundamental para la elección de la hija, lo que volvió el romance insostenible ya que le atribuía el motivo de lo que llamaba desastre.
“A partir de entonces me volví el perfecto verdugo de sus insatisfacciones. En la cabeza de ella me convertí en su deudor. Como me rehúso a aceptar la cuenta, ella reacciona con sublevación. En diferentes ocasiones, antes de la ruptura, yo había conversado con ella sobre su comportamiento equivocado ante la hija pues, a mi parecer, habían cargos injustos, pero los eternos acreedores tienen entre sus características el habito de no oír nada que esté fuera de sintonía con la ansiedad insensata de que la vida atienda todos sus deseos, siempre dentro del menor esfuerzo posible. Ante esta evidente imposibilidad, eligen a sus deudores, atribuyéndoles el encargo de resolver los problemas cuyas soluciones, en realidad, caben a los propios acreedores”, explicó el zapatero.
“Claro que nadie puede soportar tal obligación”, Lorenzo cerró los ojos y pasó la mano para alisar su abundante cabello blanco. Después continuó: “Los tristes acreedores suelen tener una especie de libro contable virtual donde registran todo y cualquier acto que, a su entender, ha realizado el deudor. Cualquier cosa sirve; lo importante es que los absurdos créditos no tienen fin. Después adicionan intereses emocionales creando así una supuesta deuda para justificar el cobro que pasan a ejecutar. Se declaran lesionados en la relación como si el afecto o hasta el favor pudiese ser medido, calculado o cobrado. La victimización creada puede ser cómoda al acreedor en primera instancia, pues establece la disculpa que le alimenta el ego y supuestamente transfiere la propia responsabilidad. No obstante, en realidad es un pantano lodoso que lo deja atrapado, sin condiciones de proseguir en el inevitable viaje de la vida”.
Todo me parecía demasiado obvio y espantado le pregunté al buen artesano si ya había conversado con ella sobre ésto. “Muchas veces”, dijo resignado: “Cuando todavía estábamos juntos intenté ayudarla y anuncié la posibilidad de que la hija viviera en casa del padre al no soportar una deuda que simplemente no existía. A su vez, la muchacha se esforzó bastante para que el ambiente en el hogar materno se armonizara e hizo lo posible para ‘pagar’ la hipotética deuda”. El zapatero me miró a los ojos, meneó la cabeza negando y dijo: “Ocurre que los tristes acreedores nunca permiten saldar la deuda. Ellos necesitan que la deuda sea eterna, pues necesitan alimentar el propio vicio, hasta que aquel que es elegido como deudor entiende que necesita imponer un límite. Entonces ocurre el corte y todo corte sangra”.
Comenté que era absurdo que la madre le atribuyese cualquier culpa a Lorenzo por lo ocurrido. Él rió con ganas y dijo: “Yo sé. Lo que pasa es que al triste acreedor no le importa cualquier coherencia o lógica. La mente humana posee caminos tortuosos e inconexos que engañan al intentar justificar una conclusión que sea siempre agradable y conveniente al ego. En estos casos los argumentos usados siempre son incoherentes o absurdos. Poco importa”. Quise saber cuál era el motivo de la visita. Él balanceó la cabeza como quien dice ‘no hay manera’ y explicó: “La solución más fácil y cómoda para ella fue atribuirme la responsabilidad por la decisión de la hija. Alega que si no hubiera aceptado la invitación para viajar conmigo la joven aún estaría viviendo con ella. La madre se niega a buscar el origen de las fracturas sentimentales ocurridas durante el tiempo en que compartió la vida bajo el mismo techo con la hija. Como si no bastara acusa a la hija de ingratitud, en contrasentido de la sensatez de rescatar lo que se perdió”.
“El error tiene dos vertientes: puede convertirse en una herida difícil de cicatrizar o ser el punto de partida para una vida diferente y mejor. La decisión es siempre tuya. Admitir los errores es doloroso, mas indispensable para la cura. Es necesario coraje para enfrentar el espejo y dignidad al no permitir distorsiones exigidas por el orgullo y la vanidad. Negar los beneficios del conflicto es perder la oportunidad de profundizar en el conocimiento sobre sí mismo, práctica fundamental en el proceso evolutivo, sin el cual nunca encontraremos la anhelada paz. Conócete a tí mismo, pide disculpas con sinceridad, asume la responsabilidad de reparar lo que sea posible, adquiere el compromiso de una nueva postura y sigue en frente. Así caminamos”. Tomó un sorbo de café y concluyó: “Sólo no te quedes parado lamentándote de todo y de todos. Rechazar el esfuerzo para crecer es negarse una nueva oportunidad hacia la plenitud del ser. El arma predilecta de los tristes acreedores es el chantaje emocional. Dirá que eres la causa del dolor. Esto es una invitación para un baile tenebroso. Recházala con vehemencia. Lo más importante, aunque existan errores, es entender que esposas o rejas afectivas son innecesarias. Deudas eternas son un invento de las sombras. La Luz exige evolución, por lo tanto trabaja con el perdón, la responsabilidad y la libertad”, explicó el buen artesano.
Quedé con la curiosidad de saber cómo él se protegía de los tristes acreedores o si en este caso específico se sentía afectado ante la enorme cobranza, ya que se veía tan sereno. El sabio zapatero respondió tranquilamente lo que reflejaba el verdadero espíritu de su corazón: “Las personas sólo tiene sobre nosotros el poder que les concedemos. Nunca permitas que te hurten la preciosa paz”. Hizo una pequeña pausa para que yo reflexionara sobre la profundidad de la frase que acababa de proferir y continuó: “La dependencia emocional es un triste vicio. No podemos permitir que nadie nos haga prisionero de sus insatisfacciones y frustraciones. Nadie tiene la obligación de hacer al otro feliz. Es un carga insoportable. En verdad, cada cual es responsable por la construcción de la propia felicidad, con la argamasa de los sentimientos puros y los ladrillos de las nobles virtudes. Entonces, encantado con la vida, abre las puertas para que el mundo también se deleite con la belleza que trae en el corazón”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.