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El cuarto día de la travesía. La oscuridad es el pabilo de la luz

Todavía era el cuarto día de la travesía y ya había más movimiento de lo que era capaz de imaginar. Todo lo que quería era un poco de sosiego para reflexionar sobre la vida mientras atravesábamos el desierto que parecía sin fin. Al contrario de lo que yo suponía, no existe tedio cuando se hace parte de una caravana. El desierto es un universo peculiar, que late como un cuerpo vivo, cambia a cada instante por la acción del viento en la arena, tiene fuertes contrastes entre el día y la noche, además de abrigar una incontable cantidad de seres en su interior. Aves migratorias y de rapiña, pequeños roedores, reptiles como lagartos y serpientes, además de pequeños invertebrados, algunos muy peligrosos, como arañas y escorpiones. También había oído hablar de felinos, pero me parecían leyendas, pues dudaba de la existencia de esas especies en regiones tan inhóspitas. Aquel día seguía letárgico, conforme mi deseo. Yo alternaba las horas entre la reflexión, mientras observaba el paisaje, las innumerables fotografías que tomaba para registrar el viaje y la lectura de un libro, el cual ya me había habituado a leer sin marearme, a pesar del movimiento del camello. Quería estar preparado para el encuentro con el sabio derviche, “conocedor de muchos secretos del cielo y de la tierra”, que vivía en el oasis. El caravanero seguía en frente, montado a caballo. Durante algunas horas al día, él trotaba cargando su halcón posado sobre los gruesos guantes de cuero que usaba en el brazo izquierdo. Aquel día todavía no había visto a la bella mujer de ojos color lapislázuli.

La caravana, con decenas de integrantes, además de sus propios funcionarios, estaba compuesta no solo de peregrinos como yo, sino también de mercaderes y turistas que iban a visitar parientes quienes residían en el oasis o que tenían curiosidad de conocer el lugar y comprar uno de los famosos tapetes hechos a mano por algún hábil tejedor local. La caravana seguía su curso cuando mi atención fue despertada por un enorme palabreo. Me giré hacia donde muchas personas apuntaban. Me asusté al ver, de lejos, a un imponente leopardo bajando una duna, con la postura de quien reina en el desierto. El caravanero pareció no darle importancia y mantuvo la marcha del grupo. Tomé la cámara fotográfica de la alforja y retardé el paso para encuadrar al felino desde un ángulo más apropiado. Pensé en cómo podría ganar algún dinero con la venta de una foto como aquella a las revistas especializadas, además de cómo mis amigos quedarían impresionados con la experiencia que les relataría.

Dejé que todos siguieran adelante. Saqué algunas fotos que quedaron sin la calidad que deseaba. Algunas movidas, otras borrosas. Consideré algunos factores como la marcha lenta y regular de la caravana, la oportunidad inusitada que se presentaba y no dudé en desmontar del camello para conseguir un mejor encuadre y foco. Yo no tendría dificultad en alcanzar al grupo después de tomar las fotos. Intenté varias fotografías, pero el leopardo siempre en movimiento, parecía no estar dispuesto a colaborar, hasta que desapareció por detrás de una duna. Resignado, retorné al camello que se había distanciado un poco. Al aproximarme, el camello se adelantó algunos pasos más, así que iniciamos un juego que parecía divertido, al menos para él. A medida que yo andaba, él me acompañaba y también paraba cuando yo así lo hacía. Esto comenzó a molestarme pues la caravana se distanciaba y me irritó bastante cuando el camello giró la cabeza y me mostró sus dientes. Llegué a imaginar que reía de mí y lo maldije. El juego para él y la incomodidad para mí duraron más tiempo del que debería. Cuando finalmente pude montar el camello, la caravana ya no estaba a la vista. Como si no bastase, una fuerte y rápida borrasca, típica del desierto, me obligó a parar para protegerme, principalmente los ojos. Cuando finalmente pasó, percibí que tenía un problema adicional; las huellas del grupo habían sido barridas de las arenas del desierto.

Yo tenía como referencia el sol poniente, pues seguíamos hacia el oeste; no para el Oeste como referencia magnética y sí en su dirección. Variaciones mínimas de ángulos son suficientes para llevarte a un lugar distante del destino deseado. Galopé hacia lo alto de una gran duna con la intención de avistar a la caravana, pero sólo encontré otras dunas adelante, que me parecieron todavía más altas. Subí en otra y en otra, pero nada; solamente el sol y el desierto. Tardé en admitir lo ridículo de la situación, típicas de la infancia o de la irresponsabilidad; yo estaba perdido.

El tiempo era escaso para decidir entre esperar, con la esperanza que sintieran mi ausencia y regresaran a buscarme, o correr el riesgo de distanciarme aún más en la aventura de intentar encontrar a la caravana. Recordé una experiencia vivida cuando joven a la salida del estadio Maracaná con mi padre. Habíamos ido a ver una final de campeonato de fútbol cuando me perdí después de una confusión entre las dos hinchadas. Así que percibí que él no estaba a mi lado, aguardé en un bar próximo; aunque fueron pocos minutos de aflicción, me pareció que había sido una eternidad. Mi padre rehízo el trayecto; cuando me encontró dio una gran sonrisa pues percibió que sus consejos habían resuelto el contratiempo. No obstante, yo no tenía amigos o parientes en la caravana que pudiesen extrañarme y alertar al caravanero. Eran decenas de desconocidos que tenían que cuidar de sí y mantener la armonía del grupo. Consideré que podría tardar días para que sintieran mi ausencia; entonces, de nada serviría que mandaran a alguien a buscarme. Era mejor perecer en la lucha que lamentarme. Teniendo el poniente como referencia, seguí en esa dirección, siempre atento a cualquier señal o huellas en la arena que pudieran ayudarme en la búsqueda.

Con el pasar del tiempo, la sensación de infortunio aumentó. Tenía poca agua en la cantimplora y nada de comida en la alforja. Apresuré el paso pues necesitaba ir más rápido que el ritmo de la caravana si quería alcanzarla, sin contar con la necesidad de tener que subir de vez en cuando en enormes dunas para conseguir una visión más amplia. Al inicio de la tarde fue difícil mantener la calma. El desespero comenzó a avecinarse. Me irrité al pensar que una mera fotografía podría motivar mi muerte. Me vino el recuerdo de algunas historias de parecida estupidez. Hice una oración fervorosa rogando por la ayuda de las Tierras Altas. El tiempo voló con el viento, mientras mis palabras parecían disolverse en el sol ardiente del desierto.

Me sentí abandonado por los hombres y por Dios.

En el barrio en que fui criado en la infancia se decía que no se podía reclamar de una mala situación pues podría empeorar. Lo recordé cuando en ese momento complicado vi al leopardo, la causa de mi desgracia, observándome desde lo alto de una duna. A pesar del calor, sentí un frío recorriendo mis entrañas. Me vino a la mente mi mezquindad y ganancia que me llevó a estar en aquella situación, gracias al dinero que ganaría al vender las fotos, o la vanidad y el orgullo de contar a mis conocidos una aventura ilustrada por las fotografías. En ese instante, igual que una tempestad del desierto, un torbellino de pensamientos circuló sin rumbo por mi mente. Sin la debida alineación, causé un enorme daño. Llegué a pensar que un desenlace debido al ataque de una fiera tal vez fuese menos doloroso que la muerte lenta de quien languidece en el sufrimiento. Puede parecer absurdo, pero consideré que aquel animal salvaje podría haber venido por el comando de los cielos para abreviar mi dolor, pero enseguida alejé de mi mente aquella idea ridícula. Entendí que sólo contaba conmigo y que dependía solamente de mí para salir de dicha situación. Nada más justo, ponderé, una vez que estaba allí por libre elección. Recordé que la muerte no es el fin, sino un paso, y todos los días son buenos para morir cuando se vive por amor y con dignidad. Consideré que podría encarar al desierto, y todas las vidas que en él habitan, como un aliado o un adversario. Yo tenía una elección.

Maduré la idea por un buen tiempo. Por más absurdo que pueda parecer, extrañamente el miedo y la culpa fueron dando lugar a una calma absoluta. La manera de lidiar con la muerte cambia el sentido de la vida. La manera de lidiar con la vida cambia la existencia. Substituir la culpa por la responsabilidad de hacer diferente y mejor, de contar conmigo, con mi fuerza y poder, transformó mi ánimo y el sentido del momento, por completo.

El leopardo y yo nos encaramos por minutos que no puedo precisar. Le susurré, como si pudiese oírme, que yo no desistiría de vivir, que lucharía por mi vida y que tenía derecho de estar allí en paz tanto como él, los granos de arena, el sol, las estrellas y los demás animales del desierto pues, así como él, yo era parte esencial del todo.

Tal vez por no estar con hambre, tal vez por estar a procura de una presa más apetitosa, el felino se volteó y comenzó a andar en dirección contraria a la mía. Fue cuando una idea se me ocurrió. Un animal de aquel porte necesita beber agua con alguna regularidad. Yo sabía que, además de los oasis, los desiertos suelen tener fuentes de agua. Consideré la posibilidad de que el leopardo estuviera más con sed que con hambre y que se estuviese dirigiendo a un pozo próximo o algo parecido. De otro lado, yo también sabía que una caravana no tiene cómo llevar toda el agua necesaria para su travesía, especialmente en una jornada de cuarenta días con decenas de personas. Regularmente, el caravanero tendría que desviar la ruta para abastecerse de agua. Estábamos en el cuarto día y podría estar en esa hora. En vez de huir del leopardo, como inicialmente sería lo normal, tomé la firme decisión de acompañarlo a distancia, claro. Al final era un raciocinio, no un delirio.

Seguí al felino de lejos, sin prisa, durante aproximadamente dos horas, con mucha dificultad dada la enorme diferencia de agilidad entre él y el camello, que aún tenía el fardo de cargarme. Una extraña sensación de ánimo abrigó mi corazón. El leopardo pareció no incomodarse con mi presencia, de la cual no tenía cualquier duda él estaba consiente. No obstante, a pesar de mis esfuerzos para no perderlo de vista, al caer de la tarde desapareció. Noté que yo me había alejado sensiblemente del Oeste, mi referencia geográfica inicial. No me lamenté. Todavía no anochecía, pero en el horizonte el cielo crepuscular comenzaba a alterar el azul por el rosa que antecede a las estrellas. Aunque me hubiera perdido de la caravana y tal vez en aquel momento estuviera más distante de ella, traía en mí una certeza diferente, una convicción inalterable de que estaba conectado con todas las cosas a mi alrededor, como si el universo y yo fuésemos uno. No existía miedo, desespero ni frustración. Había serenidad al entender que aquella era la situación por vivir, con todos sus dolores y delicias, lecciones y transformaciones. Ni más ni menos. Por tanto, tenía que estar allí por entero. Mi corazón debía estar donde mi cuerpo estaba.

Consideré mejor parar pues el camello daba señales de cansancio. Me bajé y me senté en la arena. Bebí el último sorbo de agua de la cantimplora y sentí hambre. Pensé en cómo sería bueno si yo tuviese alguna habilidad como cazador para encontrar, por ejemplo, un conejo descuidado de regreso a su madriguera. Inmediatamente domé el pensamiento para no recaer en lamentos inútiles y me sentí feliz por no haberme encontrado con una serpiente, escorpión o cualquier predador. No había pasado ni al menos un minuto cuando mi atención fue volcada hacia un ave que sobrevolaba el desierto en círculos. En un primer momento creí que era un buitre y lo consideré de mal agüero.

En seguida percibí que se trataba de un halcón. Mi corazón palpitaba acelerado. ¿El halcón del caravanero? ¡Bendito sean los halconeros! Sinceramente, no estaba seguro, pero como también decían en el barrio donde fui criado, “quien no tiene nada a perder, tiene todo a ganar”. Anoté mentalmente la dirección en la cual me pareció que el ave había bajado, volví a montarme en el camello y lo seguí.

De lo alto de una duna divisé la caravana acampando junto a un pozo natural de agua para abastecerse y pasar la noche. Por necesidad, el caravanero no podía seguir en línea recta por el desierto, entre la ciudad y el oasis. Así suele ser entre el origen y el destino. Él estaba un poco distante del grupo, como siempre lo hacía al colocar el halcón para cazar. Al aproximarme, el caravanero no hizo ninguna objeción. Le conté todo lo ocurrido y le pregunté si había notado mi ausencia. Él sólo sacudió la cabeza negando. Confesé que por momentos me había sentido abandonado por los hombres y por Dios. Me miró sin decir palabra. Quise saber si él creía en Dios. El caravanero me miró profundamente y respondió: “No necesito creer”. Hizo una pausa y deshizo la idea de arrogancia que al inicio me pareció tener, dando lugar a la humildad al añadir: “Yo lo siento”.

Permanecimos sin decir palabra mientras observábamos el vuelo del halcón. Rompí el silencio al decir que yo no tenía una buena fotografía para vender ni una historia para contar, pues nadie creería que invertí la lógica y el instinto al aliarme con el leopardo, como una lúcida locura. Agregué que me sentía extrañamente más fuerte y entero. Aunque contaba tan sólo conmigo, de alguna manera yo sabía que no estaba sólo, tampoco por la mitad, pues lo que me completaba no venía de fuera; estaba dentro de mí.

El caravanero se volteó hacia mí y dijo: “La ganancia y el orgullo le proporcionaron una bella lección. Haga buen uso de ella. La oscuridad puede servir de pabilo para la luz”. Volvió a mirar hacia el desierto y dijo: “Todo el tiempo somos guiados a través de la vida, algunas veces por intuiciones, otras por señales. Ambas tienen como objetivo orientar nuestras elecciones o corregir la ruta. Son los momentos en que nos sentimos amparados y seguros. Esto sucede en la existencia de todos nosotros. Sin embargo, no hay cómo negar la dependencia; entonces, por precisión evolutiva, surgen situaciones bastante complicadas, en las cuales nos sentimos desamparados, sin que surja cualquier ayuda por parte de los buenos espíritus. Así, al tener que lidiar con la desnudez de los hechos somos llevados a enfrentar la desnudez del alma. Tendrá la nítida sensación de que podrá contar tan sólo consigo mismo. Para superar el momento es preciso escucharse y rehacer sus verdades, independiente de las reglas sociales y de los condicionamientos culturales. En lo más íntimo sabrá qué es lo correcto hacer, aunque muchos estén en desacuerdo. ‘Ver de dentro’ es diferente que ‘ver de fuera’. Esta certeza trae la plenitud de aquellos que al buscar su esencia acabaron encontrando lo Absoluto. Entonces, descubrieron que nunca estuvieron solos. Es el inicio de la madurez del ser. Cuando el mundo parece oscuro y nadie acude a nosotros con un farol, significa que ha llegado la hora de encender la propia luz. Lo que parece abandono, en verdad, es la mejor oportunidad”. Miró hacia el desierto por instantes y finalizó: “Conocer el destino es entender el viaje; conocer el Misterio es entenderse a sí mismo. La plenitud surge durante ese movimiento”.

Más tarde, después la cena, me pareció haber visto a la bella mujer de ojos color lapislázuli sentada en lo alto de una pequeña duna, un poco distante del grupo, contemplando las estrellas. Caminé en su dirección, parando por segundos para dar paso a unas personas que llevaban a los animales al bebedero; cuando pasaron la había perdido de vista, ella ya no estaba más allá. Me aproximé al lugar y vi su huella en la arena. Me senté en el mismo lugar y repasé toda la escena, reflexionando. De lejos, percibí que el leopardo aguardaba acostado y sereno en lo alto de una enorme duna la partida de la caravana al día siguiente, para saciar en paz su sed en aquel pozo. Tuve la sensación de que me miraba, en imposible complicidad por el día vivido, por las lecciones permitidas.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

 

 

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