Uncategorized

Perdidos

Esta historia ocurrió hace mucho tiempo, en la época en que compartía la responsabilidad de una agencia de publicidad con otros tres socios. Estaba molesto. Muy disgustado. El mundo cambia; la vida también. Son reverberaciones inevitables de las correlaciones necesarias entre percepción y sensibilidad. No basta con ver, es necesario sentir para que los días no sean como los engranajes que ajustamos para el correcto funcionamiento de cualquier máquina. Por otra parte, sentir sin ver es descender por un cañón llamado sufrimiento. La sabiduría y el amor son los pilares de la buena vida; tienen que estar uno al lado del otro. En aquellos días, mes tras mes, crecían los desacuerdos entre los socios de la agencia. No era una cuestión financiera, sino de orientación. Internet ganaba cada día más cuerpo, mostrando una fuerza incontenible. Los medios tradicionales, como la televisión, los periódicos y las revistas, aunque siguen siendo mucho más rentables, tienen un futuro nebuloso e incierto. Los expertos hicieron sus predicciones con ligeras variaciones. El motivo de los desacuerdos eran precisamente estas predicciones. El destino de la publicidad y, en consecuencia, cómo debíamos dirigir la agencia, me parecía tan claro que las opiniones contrarias me irritaban profundamente. Cuando llegaron las vacaciones, pensé en aplazarlas, preocupado por resolver estas cuestiones con mis compañeros. También temía que, en mi ausencia, se tomaran decisiones con las que yo estuviera en total desacuerdo. Hace algún tiempo, había planeado hacer el Camino de Santiago en compañía de un amigo de la Orden, Mario, un madrileño. Dijo que estaba perdido y que necesitaba encontrar una dirección para su vida. Le habían aconsejado que hiciera la famosa peregrinación. Me pidió que le acompañara, cosa que acepté encantado. Como no quería faltar a mi compromiso con Mario, viajé a Saint-Jean-Pied-de-Port, nuestro punto de partida, donde habíamos quedado.

Al llegar a la pequeña ciudad francesa, recibí un mensaje de Mario. Se disculpó, pero había renunciado a hacer el Camino de Santiago. Explicó que había encontrado las respuestas que buscaba y que aprovecharía ese tiempo para iniciar la nueva ruta de su existencia. Me dijo que estaba muy contento, me deseó un buen paseo y que encontrara las respuestas que buscaba mientras hacía ese viaje. Durante largos minutos le odié con todas mis fuerzas, hasta el punto de sentirme enfermo. Había dejado Río de Janeiro, donde me habría gustado quedarme para resolver importantes cuestiones profesionales, para honrar el compromiso y la amistad que teníamos, sólo para que me dijeran, después de cruzar el Atlántico, que estaría solo. Irritado, supliqué una compasión que aún estaba lejos de poseer. No buscaba una respuesta, no era yo el que estaba perdido, me repetía a mí mismo. Decidí que yo tampoco iría. Al día siguiente organizaría mi regreso a casa. Cené en la posada donde me alojaba, un establecimiento dedicado a alojar a peregrinos. La comida era sencilla pero muy sabrosa. El comedor tenía una única mesa común. Un grupo de jóvenes charlaba animadamente sobre la ruta que iniciarían al día siguiente. Hablaron de sus expectativas, de las dificultades que esperaban encontrar, de las que no podían prever y de la capacidad de superación que tendrían que descubrir en sí mismos para no sucumbir al Camino. El Camino de Santiago se utiliza como breve metáfora del Camino de la Luz. Cómo hay gente perdida en el mundo, pensé.

Al levantarme de la mesa, uno de los chicos me preguntó si yo también caminaría hasta Santiago de Compostela. Respondí que no. Les pedí permiso, les deseé buen viaje y me fui. Esa noche no tuve un sueño tranquilo, los pensamientos contradictorios me robaron la tranquilidad. A la mañana siguiente, después de tomar un café, fui a la recepción de la posada para cerrar mi cuenta. Al verme con la mochila a la espalda y por tratarse de un lugar que acogía a peregrinos, el amable encargado me dio un cuaderno de sólo dos páginas, también conocido como el Pasaporte del Peregrino, que debía sellar al pasar por determinados lugares del camino. Luego me dijo que cuando saliera de la posada, sólo tenía que girar a la izquierda e ir directamente a Santiago. Le di las gracias, pero le pregunté dónde estaba la parada de taxis. Decepcionado, El señor me dijo que girara a la derecha en la salida.

            En la puerta de la posada, miré a la derecha. Me esperaba una fila de taxis. Por alguna razón, miré a la izquierda. Un camino sin fin me llamaba. No podía salir de allí. En aquel momento odiaba tener dudas. Quizá porque tenía miedo de elegir. Una elección que hacemos significa otra elección que dejamos de hacer. El miedo a elegir es el miedo a equivocarse. El miedo a equivocarse es la inadecuación a los riesgos inherentes a la libertad y, lo que es más grave, a la evolución. Aprendemos de los errores, valiosos maestros cuando se encuentran en las entrañas de decisiones equivocadas. Lo sabía, pero seguía sin aceptar esta realidad en mí.

Conocía las cuatro fases de cada ciclo evolutivo: comprender, transmutar, compartir y seguir. Lo que no sabía era que entre las dos primeras etapas, comprender y transmutar, hay dos niveles intermedios importantes, ver y aceptar. No basta con conocer la teoría de la luz para transmutarme en una persona diferente y mejor. Antes de eso, necesito ver y aceptar la oscuridad que me habita, sin la cual los mejores conocimientos no me servirán de nada porque no sabré dónde ni de qué manera los aplicaré. No conocía este detalle.

Esa fracción de segundo en la puerta de la posada fue decisiva para que comprendiera que las elecciones son verdaderos portales que, como tales, nos conducen a diversas esferas de la existencia. Cambian la historia y el destino que nos aguarda. Para cambiar una vida basta con alterar el patrón de elecciones. Por eso no hay que lamentarse. ¿Es malo? Empieza a elegir de otra manera. Todo cambia.

En ese momento estaba a punto de volver a una realidad desagradable, pero que yo entendía como la mejor posible. Para mejorar, la solución era sencilla. Sólo hacía falta que mis socios reconocieran sus errores y me dieran la razón. Entonces sería perfecto. Mi lógica no era simple, sino simplista. Un razonamiento que conduce al sufrimiento. El mundo no cambiará para adaptarse a mis deseos y apariencias. Por otra parte, también estaría mal que me cambiara sólo para complacer a la gente. El arte está en transformarme para vivir mi verdad al mismo ritmo que acepto el mundo tal como es. La única forma de mejorar el mundo es convertirse en un individuo mejor. Todas las quejas deberían meterse en una botella y arrojarse al mar. Con un poco de suerte, la persona que lo tiró lo encontrará un día lejano en la arena de alguna playa. Entonces comprenderá que era el destinatario adecuado capaz de salvar al remitente de sus frustraciones.

Ese es el único poder que tenemos. Pero este es el mayor poder del universo, el poder de la creación a través de la transformación. Sentir que los cambios se mueven en tu interior es el origen de la felicidad.

Conocía muy bien esta teoría. Pero entre el saber y el ser hay un puente que aún no se ha cruzado: vivir el saber en el ser. En aquellos días, había ido a Saint-Jean-Pied-de-Port para ayudar a un amigo que ya no necesitaba ayuda. Bueno, debería volver por donde he venido. La vida es sencilla, pensé. Lo que no sabía es que la sencillez no va unida al simplismo. La profundidad separa los conceptos. El simplismo se reduce a una vida sin compromiso con el esfuerzo indispensable para evolucionar. Evolucionar casi nunca tiene un proceso cómodo, a causa de varias vías de escape. El sentimiento de fuerza y bienvenida sólo se instala al final de cada ciclo evolutivo, cuando se comprende el poder conquistado sobre uno mismo. Por otro lado, la sencillez es la virtud de desnudarse ante cada gesto y elección, como método eficaz para permitir a tu esencia la mejora indispensable, sólo posible ante las dificultades de la vida. Las máscaras que llevamos y los personajes que interpretamos obstaculizan el desarrollo del ser, precisamente porque impiden que la esencia se involucre con la verdad esencial para mejorar. Una vida sencilla es imposible para quienes aún no reconocen el valor de la humildad, la virtud de quienes están sinceramente comprometidos con su propia evolución y ya han aceptado la verdad de quienes aún no son. Ni siquiera sospechaba que las virtudes fueran las artes del buen vivir.

Fue cuando, bajo el pórtico de la posada, con un pie en la acera, alguien me tocó el hombro. Era uno de los chicos del animado grupo que se había sentado a la mesa conmigo en la cena. Hizo un gesto con la mano invitándome a acompañarles en la peregrinación. Al notar mi vacilación, me dijo: «No hay camino para quien no sabe adónde va». Ofendido por haber sido comparado con un tonto, al menos en la interpretación permitida por el orgullo que me guiaba, repliqué que sabía adónde iba. No estoy desorientado. Él replicó: «No pareces contento con la elección que has hecho, ¿por qué? Algo va mal cuando nuestras elecciones no tienen el poder de hacernos felices. Luego hizo otra pregunta: «¿Qué significa esa mochila que llevas a la espalda, justo en el umbral del Camino que no quieres recorrer? Se refería a la típica mochila de peregrino que había preparado para el viaje que ya no haría con Mário. Estaba a punto de darle una respuesta grosera, en el momento en que me ofreció una sonrisa amable y me invitó: «Venga con nosotros». Me pregunté qué descubriría que no supiera ya si me convertía en caminante. El chico se encogió de hombros y murmuró: «No tengo ni idea. No hay expertos del mañana».

Me acordé de los expertos que cobraban su propio peso en oro por sus predicciones sobre el futuro de internet en la publicidad y del hecho de que se habían convertido en el motivo de los desacuerdos en la agencia. Si es cierto que la vida nos habla a través de señales, ésta es una de ellas, razoné. Sonreí y cuando mencioné seguirle, me advirtió: «No mires atrás ni intentes adivinar adónde te llevarían otras decisiones, de lo contrario no podrás disfrutar de toda la amplitud de la elección que has hecho». Te quedarás sin ninguno de ellos».

Caminé durante horas junto a aquellos jóvenes alegres y divertidos. Me reí mucho con sus bromas. Ya a media tarde, empezaron a acelerar el paso porque querían llegar pronto a la posada donde pasarían la noche. Quizá porque era mayor, quizá porque me faltaba una mejor preparación física, me estaba quedando atrás. Sentí una mezcla de irritación y decepción por el abandono que me imponían. Otra invitación aceptada en vano, pensé. Al notar las emociones que dominaban mis facciones, uno de los chicos aminoró el paso. Cuando me acerqué, me dijo: «Cada uno debe caminar a su ritmo y nadie tiene la obligación de esperar a nadie. No te lamentes por estar solo para que el viaje no sea agotador. Nadie está abandonado cuando se tiene a sí mismo como compañía. Disfruta de la oportunidad de conocerte mejor y descubrir cuánto de tu belleza es aún desconocido. Esto nos lleva a aceptar a los demás tal como son y aporta ligereza a nuestra vida». A continuación, adelantó el paso. Al cabo de media hora ya no era posible divisarlos.

Por supuesto, consideré la posibilidad de abandonar por varias razones. Uno de ellos era el excesivo peso de la mochila. Llevaba un montón de cosas, gran parte de las cuales contenían buenas dosis de cosas innecesarias. Ropa y objetos que apenas se usarían, algunos incluso muy caros, pero que añadían peso a mi espalda y me dificultaban avanzar. Como consecuencia, el cansancio añadió kilos de desánimo al equipaje. Un poco más adelante, cansado, dejé la pesada mochila en el suelo y me senté bajo un árbol. Aunque sabía que no podía demorarme, pues si no llegaba a la siguiente posada al anochecer, tendría que dormir a la intemperie, una situación que entrañaba incomodidad y peligro.

Cuando pensé en levantarme, recordé el peso de mi mochila y decidí esperar un poco más para volver al camino. Hasta que me sorprendió el ruido de un pequeño carro conducido por una joven muy guapa, de piel oscura y pelo negro, con anillos de oro y un vestido de colores. Se paró delante de mí y me preguntó si podía ayudarme. Le expliqué que la dificultad estaba en la pesada mochila. La chica sacudió la cabeza como diciendo que lo entendía y dijo: «Este es el problema de casi todo el mundo. Quieren llevar lo que no deben y no pueden. Lo esencial basta para vivir, todo lo demás sólo tiene valor como elemento añadido al ser. Un verdadero e inestimable equipaje. Convierte las garras en alas. Entonces consiguen atravesar puertas inaccesibles para quienes no pueden abrirlas porque tienen las manos ocupadas en recoger lo que no saben o no pueden utilizar. Me miró con firmeza y me preguntó: «¿Qué llevas a la espalda que hace pesada la caminata?». Sin esperar respuesta, advirtió: «Ése es el enigma de la libertad».

Ante mi asombro, prosiguió: «Ésta es la comprensión y la práctica que ofrecen ligereza a la vida. No sólo me refiero al desapego de las cosas, sino también de las situaciones y las personas. Sirve para los desacuerdos que no podemos quitarnos de la cabeza. Si prestas atención, verás que cada hecho o dificultad te sitúa ante al menos dos portales. Cada uno de ellos te llevará a un viaje diferente. La decisión de seguir adelante siempre será tuya. Cada día nos enfrentamos a numerosos portales de múltiples matices, inexistentes para los ojos codiciosos o para quienes se cierran a las infinitas oportunidades inherentes a la vida. La transformación comienza con una simple elección y se desarrolla a través de ellas».

«Así son con la gente. Los necesitamos a todos, el amor es esencial para la vida. Pero nunca los tendremos a nuestro lado todo el tiempo. Las razones son innumerables. Las apariencias, los deseos y los valores a veces nos unen y a veces nos separan. Respetar la libertad de los demás significa vivir la propia libertad».

Guardé silencio ante esas ideas. La chica me miró esperando mi reacción. Le dije que no había ninguna puerta, sólo un camino que debía afrontar sin demora si quería cenar y tener una cama donde dormir esa noche. Se rió y dijo: «Estás perdido». Le dije que sabía exactamente dónde estaba en el mapa. La mujer sacudió la cabeza y declaró: «Estás perdido en ti mismo. Los más alejados de la verdad son los que creen conocerla.

Le dije que si quería ayudarme, podía llevarme en carro a mi lugar de descanso. Me mostré dispuesto a pagar el viaje. Ella se negó: «Contrariamente a lo que usted cree, eso no le ayudaría». Le pregunté qué podía hacer por mí. La chica fue directa: «Puedo deshacerme de todo el exceso que llevas en la mochila. Le pregunté si me daría mis pertenencias en Santiago de Compostela. Fue sincera: «De ninguna manera. Te estoy haciendo un favor, no exijas nada a cambio».

Argumenté que, para eso, no la necesitaba. Podría dejar los objetos bajo el árbol y seguir adelante. Reflexionó: «Por supuesto. Sin embargo, podrías interponerte en el camino de otros viajeros, que, tentados por la codicia, sucumbirían al peso que cargarían sobre sus espaldas». Dije que no era responsable de la decisión de los demás. La joven me explicó: «Eso es cierto, pero tampoco es verdad. No somos responsables de las decisiones de nadie, sin embargo, cuando hacemos un movimiento en el que somos conscientes de que puede interrumpir el curso de la vida de alguien, si ocurre, nuestro flujo también se interrumpirá. Los caminos son individuales, pero todos se interconectan en la encrucijada de la existencia.

Tenía sentido y lo sabía. Pero nunca había puesto en práctica esos conocimientos. Un poco a regañadientes, algo habitual en las transiciones de comportamiento, dejé casi todo el contenido de la mochila en el carro de la joven. Sabía que no volvería a verlos. Había algunos artículos caros, otros con valor afectivo. Había un colorido juego de lápices de colores, hechos con extractos naturales, en una bonita caja de madera. Había pertenecido a mi abuela y lo había guardado para utilizarlo en un momento especial. Me lo había traído pensando que tendría tiempo para dibujar durante el trayecto, algo que me había resultado difícil de conseguir. La idea era utilizarlas como ilustraciones para un libro de cuentos que nunca publiqué. Fue lo último que puse dentro del vagón. En silencio, deseé que llegara a manos de quienes harían buen uso de ella. Como si adivinara mis pensamientos, la chica me enseñó: «Deja que se vaya todo lo que tenga que irse. Lo que es verdaderamente tuyo volverá».

Sin decir una palabra, la vi desaparecer por la carretera. Entonces, animado por la ligereza de la mochila, empecé a caminar. Contrariamente a lo que imaginaba, no quedaba ninguna mala sensación.  En silencio di las gracias a los chicos por haberse adelantado y haberme dejado solo. Sonreí encantado con la magia de la vida. A medida que pasaban los pasos, comprendí que no echaría nada de menos. Pensé en la cantidad de preocupaciones y sufrimientos que cada día podría poner en el carro para que se lo llevara el gitano. Al mismo tiempo que se construían algunas ideas, otras se desmoronaban. A partir de entonces comprendí que todo dependería de cómo elaborara cada experiencia en mi interior. Esto me ayudaría a identificar los portales. Si prestara atención, no pasaría por la incomodidad de los portales oscuros. El fin del sufrimiento llega cuando se comprenden sus causas, pues así sabremos cómo desmontar sus estructuras. Comprender las causas de la alegría también me permitiría reforzar sus pilares. Aceptar que el poder de la huida depende así y sólo de ti, aporta la fuerza de la paz. Nada se pierde, todo se crea transformando, me atrevería a recordar la famosa frase del alquimista francés. Lo escribí en mi alma para no olvidarlo nunca. Lo más importante era que esos hechos me permitirían empezar a comprender el poder que tenía en mis manos y que desconocía. 

Pasaron los días. Era el mismo camino, pero poco a poco, ya no era el mismo que el día de la salida. Como es habitual en las fases de transición, hubo recaídas y reinicios. Madurar lleva algunas temporadas. Noté que mi forma de caminar modificaba la ruta, añadiendo dificultad o ligereza en cada curva. El paisaje también se volvía más bello. ¿O era un reflejo de mi mirada? Cuando tu mirada es buena todo el universo es luz, recordé esta inconmensurable lección contenida en el Sermón de la Montaña. Sí, vivir esta enseñanza es un portal al alcance de cualquier caminante todos los días. En un rito de paso, el ser comprende las maravillas que encierra más allá de sí mismo. Hasta entonces, el caminante está perdido, pero no siempre es consciente de ello.

Casi un mes después de partir, llegué a Santiago de Compostela. Era una de esas mañanas frías con cielo azul. Caminé por las sinuosas calles que conforman el casco histórico de la ciudad y me dirigí a la catedral para esperar la misa del mediodía, el oficio ceremonial que tradicionalmente cierra el camino. Aún faltaban muchas horas. Al llegar, exhaustos por la fatiga física y exultantes por el aliento espiritual, los peregrinos se tumbaron en el enorme patio que tenían delante. Yo también me tumbé, tomando el sol que calentaba mi cuerpo y celebraba con mi alma. Estaba más cerca de mi yo y éste era el gran logro de aquellos días.

A mediodía, una celebración inolvidable. Durante la misa, una docena de monjes, mediante una cuerda muy gruesa, suspenden tradicionalmente un enorme ahumador de plata casi hasta la bóveda y, con movimientos rítmicos, lo hacen moverse en cruz, incensando la iglesia y a todos los allí presentes. Emocionado, las lágrimas me permitieron un buen llanto. Hacia el final de la misa, sentí que alguien me tocaba el hombro. Era Mario, mi amigo madrileño. Intercambiamos un fuerte abrazo. Al terminar me entregó un dibujo de mi cara muy bien hecho. Alabé el hermoso trabajo y le pregunté qué foto había utilizado como modelo. Mário frunció el ceño y reveló: «Ése es el misterio. Pasaba por aquí, por el patio delante de la catedral, cuando vi a una artista local trabajando en su caballete. Dibuja edificios, paisajes y personas. Vive de la venta de sus obras. Lo increíble es que este dibujo ya estaba hecho y en él te reconocí». Le pregunté cuánto había costado. Mário continuó asombrado: «Lo más increíble es que no quiso cobrarme cuando le dije que conocía al hombre allí dibujado, aunque se trata de su trabajo, fundamental para el sustento de su familia. Sólo me pidió que se lo diera como muestra de gratitud».

Le pedí que me llevara hasta la artista. Era una chica recién salida de la adolescencia. Abrió una enorme sonrisa cuando me vio. Volví a llorar cuando vi la caja con el juego de lápices de colores que había heredado de mi abuela junto al caballete. La joven diseñadora dijo: «La semana pasada vino a misa una gitana y me dio la caja. Me dijo que se la había regalado un vagabundo que había conocido en el camino. Me pidió que hiciera buen uso de ella. Le pregunté cómo era la cara de este hombre y me lo describió». Al ver mis lágrimas, la joven me preguntó si quería que me devolviera la caja. Le dije que de ninguna manera. El dibujo que me había regalado era para mí la máxima expresión de los lápices de colores. Colgaría en la pared de la oficina en la que trabajaba en casa. Me dio un abrazo y nos despedimos.

Fui a comer con Mario. Había venido a saludarme a la Catedral a modo de disculpa por no haber hecho el paseo conmigo. Le expliqué que no era necesario. Hay veces que necesitamos caminar al lado de los amigos, otras veces necesitamos estar solos para comprender un poco más nuestra fuerza y nuestro poder. Me había hecho un bien enorme dejándome hacer ese viaje sólo conmigo. Estaba perdido y no lo sabía. Quien está perdido no está en ningún camino. Nadie se libera antes de comprender que está perdido. Era consciente de que me perdería otras veces y que eso es normal porque forma parte del proceso de autoconocimiento y evolución. Pero también sabía que siempre es posible encontrar un nuevo camino.

Me preguntó qué me parecían los socios de la agencia, ya que hace un mes le había comentado mis preocupaciones. Le expliqué: «Desconozco los rumbos que tomará la empresa, pero participaré en las decisiones basándome en la percepción y la sensibilidad que, al menos por ahora, he alcanzado. Sólo sé que mi destino ya no lo decidirán los especialistas del mañana. Son los profesionales actuales los que se proclaman conocedores de lo desconocido, no como los feriantes tan influyentes en el pasado. No tiene sentido. Mi verdad, en el límite en que la conozco, es mi mapa y mi brújula. Así que cada vez que me pierda, aprenderé más cuando me encuentre».

Durante la comida, Mario sacó a relucir la increíble sincronía de la caja de madera heredada de mi abuela. Sonreí y comenté: «Lo que tú llamas sincronicidad, conozco a una gitana que diría que se trata de la encrucijada donde se encuentran las almas. Los lápices de colores nunca fueron míos y se perdieron de su verdadero dueño, el que mejor uso haría de ellos. Siempre fueron de la joven artista, las guardé hasta el día en que el universo encontró la manera de que llegaran a sus manos».

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

Leave a Comment