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La deconstrucción indispensable

Nunca había pensado en convertirme en editoro. Fue un sabor dulce con un comienzo amargo. Todo empezó en el monasterio, cuando el Viejo, como llamábamos cariñosamente al monje más anciano de la Orden, me invitó a ocuparme de un cuaderno de textos que estábamos publicando. Era una recopilación de los diversos estudios realizados cada año sobre filosofía y metafísica, fruto de nuestras clases, debates y reflexiones. Los nuevos puntos de vista son siempre bienvenidos. Los viejos puntos de vista sobre ciertos temas siguen siendo actuales, aunque hay que entenderlos bien y adaptarlos para utilizarlos como herramientas preciosas en situaciones que vivimos a diario. A menudo los utilizamos fuera de contexto. No siempre nos damos cuenta de lo que sabemos pero no utilizamos. Así que no llegamos a ser todo lo que podríamos ser.

Estaba muy emocionado. Cuando los coordinadores de cada área me entregaron los textos, los leí con atención para ordenarlos en una secuencia que me pareciera lógica, permitiendo a los monjes, a medida que leían, subir por la escalera de la comprensión y la expansión de las ideas, de modo que cada estudio se sumara a otro, permitiéndoles avanzar hasta las fronteras de la comprensión. Como enseñaba el Viejo: «Primero ponte los calcetines y luego los zapatos». Como el libro tenía un límite de páginas, no todos los textos producidos en el monasterio cada ciclo podían caber en la publicación, y tuve la difícil tarea de seleccionar los que formarían parte de cada edición. Aunque causaba celos e insatisfacción, todos entendían las reglas, haciendo sus propias sombras, un buen ejercicio de evolución. Eran educados y amables, incluso cuando sus estudios quedaban excluidos. Si esto era sólo una apariencia o una expresión sincera de su esencia individual no siempre era perceptible para los ojos menos sensibles.

A pesar de su dedicación por hacer un buen trabajo, siempre había sugerencias y críticas por parte de algunos de los monjes. Era habitual que se comentara que los textos estarían mejor ordenados de otra manera o que deberían estar presentes los estudios excluidos. Rara vez conseguimos contentar a todos. Las diferentes perspectivas multiplican las verdades. Esta es la riqueza y también la dificultad de las relaciones.

Han pasado los años. Me he acostumbrado a caminar por esta delicada línea de seleccionar a unos, descuidando a otros. Elegir significa aportar algo a nuestras vidas; también representa la eliminación de lo que se ha dejado de lado; un asunto serio, digno de mucha reflexión. Era frecuente que se excluyeran grandes obras. Cuando esto ocurrió y algunos autores vinieron a hablar conmigo, les recordé el importante ejercicio evolutivo de establecer nuestra alegría en el valor de la acción sin apegarnos al resultado, que no siempre refleja la calidad de la obra o el talento del artista, porque depende de circunstancias ajenas a nuestra voluntad. De alguna manera, todo el mundo simpatizaba con la selección final. En un esfuerzo por ser justo, elaboré criterios objetivos, aunque era indispensable que hubiera trazas de subjetividad. En varias ocasiones, textos escritos por mí fueron retirados de las ediciones. También necesitaba disfrutar del ejercicio de desvincularme del poder y de los resultados. El esmero con el que cuidaba las publicaciones fue en aumento. Con el tiempo llegaron las nuevas tecnologías. Empecé a utilizar un tipo de letra diferente, cambié la maquetación para hacerla más agradable de leer, invité a un amigo artista a diseñar una nueva portada, más elegante y minimalista. Cambié el tipo de papel por otro de mejor calidad, menos propenso al moho y las polillas. Los libros son creaciones que merecen durar siglos. Todo iba bien hasta que, en un momento dado, uno de los monjes, Paul se llamaba, responsable de los estudios teosóficos, se puso en contacto con la imprenta por su cuenta y, sin decírmelo, insertó un texto en la colección de aquel año.

Una vez listos, el impresor envió un ejemplar a cada monje. Yo estaba en casa cuando recibí el mío. Como ya había leído todos los textos antes de editarlos, me concentre con analizar el aspecto físico del libro. Sonreí de alegría, sin darme cuenta de que había habido un añadido indebido al contenido. Volví a colocar el libro en la estantería y seguí a lo mío. Pocos días después, recibí una llamada de un monje, muy buen amigo mío, elogiando uno de los artículos. Se trataba de un estudio sobre un clásico de la teosofía, La voz del silencio, de Helena Blavatsky, cuyo hermetismo hacía valiosas las explicaciones ofrecidas por estudiosos más familiarizados con el lenguaje cifrado de la autora. Me sorprendió. No recordaba este texto en concreto. Me acerqué al libro. Al empezar a leerlo, tuve la certeza de que me lo habían presentado in absentia. Cuando me puse en contacto con la imprenta, recibí explicaciones. El responsable dijo que había actuado de buena fe porque creía que el añadido se había hecho con mi autorización. Me irritó mucho la intromisión de Paul en un sector que yo coordinaba. Nunca había ocurrido. No estaba bien. La disciplina y el respeto son fundamentales para la evolución.

Como faltaban pocas semanas para el inicio de un nuevo período de estudios en el monasterio, decidí esperar y hablar con el Viejo en persona sobre lo ocurrido. Fueron días horribles de espera. Me sentí indignado y faltado al respeto. El sabor amargo que me acompañaba se acentuó con una serie de mensajes que recibí. Todos elogiaban la forma de escribir de Paul. Aunque había otros artículos de excelente calidad, el texto que incluía un ensayo interpretativo sobre el libro del escritor ruso era el más encantador, según la mayoría de los monjes. Ningún otro fue tan comentado en ese número. Yo no estaba de acuerdo con esa idea errónea. Mi irritación me impedía reconocer valor alguno en aquel texto. Tuve que refrenar mi impulso de no expresar lo absurdo de aquella evidencia. En la intimidad de la soledad, me indigné por todas las circunstancias que rodeaban lo sucedido. Fue una noche de insomnio.

Como mi vuelo se retrasó, no llegué al monasterio hasta la noche. Tras saludar a todos, fui a hablar con el anciano. Necesitaba urgentemente resolver el asunto. Profundamente turbado, necesitaba expulsar un monstruo que me devoraba por dentro. Encontré al buen monje sentado en el balcón con un libro y un hermoso cielo salpicado de estrellas como compañía. Al verme, me ofreció una sonrisa sincera y me invitó a sentarme a su lado. Inmediatamente saqué el tema de Pablo. Expresé mi descontento, respaldándolo con argumentos sensatos. Quería que la insubordinación de Paul se abordara desde el principio del periodo de estudio; no debía permitirse ningún abuso. Una actitud así no podía quedar sin corregir, pues de lo contrario se convertiría en un hábito nefasto al que todos los monjes tendrían el mismo derecho. Habría desorden y confusión. Seguiría el caos; la luz retrocedería. Los límites son indispensables en todas las relaciones por el respeto que establecen. Recordé que, en una ocasión, el propio Paul se había quejado de la intromisión indebida de otro monje, que abordaba los mismos temas teosóficos que él utilizaba en sus clases. Le señalé que no debíamos escribir cartas que no nos gustaría recibir.

Al final, el anciano aclaró que Paul le había llamado directamente la atención sobre el texto porque sólo lo había terminado una vez transcurrido el plazo. Tras leerlo, porque comprendía el valor de esos escritos, autorizó excepcionalmente que se incluyera en la última edición. Como redactor jefe y máximo responsable de la Orden, tenía ese derecho y esa autoridad. Lo sabía. Sin embargo, me dijo que creía que Pablo me había informado del cambio, dejándome a mí la decisión de incluir el texto, ya que era mi trabajo y mi responsabilidad. No sabía que lo había entregado a la imprenta sin avisarme. Admitió que había dos errores. El de Paul y el suyo propio, porque ambos deberían habérmelo dicho. Se disculpó y dijo que hablaría con Paul más tarde. Antes de que pudiera continuar, como yo quería, comentó otros temas. Habló de cómo había notado que los monjes mostraban claros signos de evolución, manifestados en un comportamiento más sereno y, al mismo tiempo, más intenso. La psicoesfera del monasterio iba adquiriendo colores de alegría y delicadeza. Comentó que era un momento de gran luz. Todo el mundo debería aprovecharlo. Fui incapaz de leer entre líneas su comentario.

No pude retomar el tema serio, como hubiera querido. Me fui a la cama con la sensación de no haber recibido la atención que merecía y, lo que es más, con la certeza de que el ultraje que había sufrido no había sido tratado con el rigor que merecía. Me sentía desacreditado. La insatisfacción crecía; el sueño no llegaba. A la mañana siguiente, cuando llegué al comedor, vi a Paul rodeado de otros monjes. Les agradecía los numerosos elogios que había recibido por su texto. Le pidieron que hiciera lo mismo con El libro perdido de Dzyan, del mismo autor, por su lenguaje ocultista. Paul dijo que tenía el texto casi listo. Cuando me vio, pidió a los demás que le disculparan y se dirigió a mí para disculparse por lo que consideraba un malentendido e incluso una falta de delicadeza por su parte. Afirmó creer que, por estar fuera de los criterios establecidos, el Viejo me informaría de la inclusión del texto. Le dije que me sorprendía que ni siquiera hubiera intentado hablar conmigo y que hubiera entregado el texto a la imprenta en lugar de enviármelo. Me sentí desacreditado. Paul argumentó que, al tratarse de una situación excepcional, prefería dirigirse al Viejo. En cuanto al impresor, quería ahorrarme la molestia, ya que había sido autorizado a incluir el texto en esa edición. Acepté sus disculpas, más por formalidad que por persuasión.

Paul me dijo que estaba terminando otro texto, prometiendo entregármelo a tiempo para los análisis pertinentes, según los criterios establecidos. Me limité a asentir. Unos días más tarde, creí haberlo superado. Asistía a un curso por la mañana, mientras impartía otro en días alternos. Las tardes estaban reservadas a la lectura, la reflexión y el debate. Algunas noches, antes de cenar, nos reuníamos en el salón para asistir a breves charlas impartidas por el anciano. Eran quizá los momentos más esperados de los ciclos de estudio. El buen monje, a pesar de su avanzada edad, o tal vez a causa de ella, siempre tuvo una visión innovadora de todas las cosas. Tenía el don de la transformación. Por alguna razón desconocida, aquel año no había habido conferencias.

Todo cambió cuando Paul me envió el nuevo texto para que lo analizara. A mí me correspondía decidir si se incluiría en la edición del año siguiente. Sin duda, era de una calidad innegable; muy bien escrito y con un contenido brillante. Sin embargo, decidí excluirlo de la publicación. El comportamiento de Paul el año anterior no había sido correcto; necesitaba reflexionar más profundamente sobre su actitud. Dejar su trabajo fuera no era un castigo, sino la lección adecuada, me dije, justificando mi decisión. No se lo dije a nadie; sólo lo sabrían cuando anunciara los textos seleccionados. Aunque no tenía que racionalizarlo, me encantaba la agradable sensación de poder a la que me había acostumbrado.

No hay mentira más devastadora que la que te dices a ti mismo. Sin entender por qué, mi alegría desapareció. La ligereza de los días se fue sin decir adiós. Aunque me controlaba en el trato personal, manteniendo una cortesía superficial, ya no había gentileza ni delicadeza, algo fundamental para la profundidad de las relaciones. Algo se había vuelto extraño en mi interior, como si una tenue tensión se hubiera instalado en mis entrañas. La impaciencia y la falta de concentración se convirtieron en vecinas parlanchinas. Me invadió la ansiedad, porque sabía las explicaciones que me pedirían cuando se enteraran de que había excluido el nuevo, excelente y esperado texto de Paul. Se me ocurrieron varios argumentos. Había otros textos interesantes sobre temas no tratados en ediciones anteriores, lo cual no era ninguna mentira. Durante las noches de insomnio, me asaltaba una verdad que me conmovía de verdad. Por la mañana, la desechaba; nunca faltarán retorcidos razonamientos para ello. Empecé a vivir preparándome para el inevitable conflicto. «Quien teme la verdad aún no es digno de la libertad», me citaba la memorable frase de un sabio antepasado, utilizándola fuera de contexto. Tenía que engañarme a mí mismo. Sin admitirlo, temía la verdad. Me había convertido en mi propio verdugo, a pesar de mis esfuerzos por asignar este papel a Paul. Sin darme cuenta, me había convertido también en el carcelero de la celda en la que me había encerrado.

La amargura fue en aumento. Decidí que si el descontento con mi decisión de excluir el texto de Pablo era demasiado grande, pondría a mi disposición el puesto de editor. El propio Viejo no me había dado el apoyo que necesitaba en un momento en que la disciplina debía ser primordial. Me había dedicado al trabajo con esmero durante años; no era justo lo que estaban haciendo. Que se sintieran libres de poner a otro en mi lugar. Nadie en el monasterio parecía reconocer mis esfuerzos durante tantos años en la preparación de las publicaciones; era una ingratitud hacia quienes habían elevado la calidad de los libros en todos sus aspectos editoriales. Fue una traición. Incluso, y sobre todo, por parte del Viejo. «Voy a demostrarles que lo hago por amor, no por apego. Hay que saber cuándo es el momento de irse», me enfurruñé mientras pasaba las tardes charlando solo, sentado en uno de los bancos de piedra del jardín interior del monasterio. Varias veces noté que el anciano me observaba desde lejos.

Fue entonces cuando me informaron de que habría una conferencia dentro de media hora. Me senté en la última fila de sillas de la gran sala como un niño que envía un mensaje: «Dejadme solo en mi rincón». Estaba disgustado. Sin admitirlo, deseaba inconfesadamente que aquella conferencia fuera una sesión de disculpas, en la que se me pidiera públicamente perdón por los errores que había cometido. Empezando por el Viejo. Luego Paul. Como buen hombre, aceptaría las disculpas, pero entregaría el trabajo. Mi ciclo había llegado a su fin. Me echarían de menos. Sin poder comprenderlo, porque mis pensamientos estaban atascados y mis sentimientos nublados por las sombras, aquella actitud no era más que una estúpida venganza. La venganza está impulsada por el orgullo y el odio, que se manifiestan en diversos grados y de diferentes maneras. Un comportamiento con claras trazas de primarismo e infantilismo. Pero, ¿qué mueve al orgullo aparte del miedo a ser descubierto como frágil? Por eso la irritación, una de las formas iniciales del odio. Por eso la amargura, el regusto del odio.

El anciano sorprendió a todos. Desde el principio, preguntó quién admitía sentir miedo. Casi todos levantaron la mano. Luego pasó a preguntar por el orgullo, la vanidad y la avaricia. Aquí y allá, algunos monjes admitieron la intensa presencia de estas sombras. Contrariamente a lo que muchos creen, no son un signo de atraso. Están muy por delante de quienes las niegan. Sin embargo, algo diferente ocurrió cuando preguntó por la envidia. Nadie levantó la mano.

Con su habitual voz tranquila, el anciano nos mostró la claridad de sus ideas. Sin preámbulos, fue directo al grano: «Cuando negamos las sombras, permitimos que se desaten en nuestro interior. Poco a poco, ganan volumen y poder. Sin previo aviso, se apoderan de la conciencia. La luz se apaga. La ausencia de alegría es uno de los signos del motín. Para mantenernos engañados, las sombras nos convencen de que busquemos momentos de euforia. La euforia es amargura disfrazada de alegría; una falsa sensación de bienestar, impulsada por elementos adormecedores utilizados para enmascarar las emociones que no soportamos sentir. La evasión a través de drogas que anestesian la realidad, el sexo como ilusión de poder, la risa vacía que miente sobre la felicidad, los lugares ruidosos para ahogar la voz del alma, son algunas de las muchas mentiras que se ofrecen. Otra, muy común, es el razonamiento falaz que construimos para justificar el descontrol, los errores y la intolerancia, otra forma de odio disfrazada de razón. Creemos encontrar razones donde nunca las hubo. En nuestra necesidad de olvidar nuestra amargura existencial, disponemos de una estantería interna con fácil acceso al orgullo, la vanidad, los celos y la avaricia, entre otras sombras. Todas ellas son una especie de adormecimiento de la realidad. Son hijas del miedo, que surge de nuestra incapacidad para enfrentarnos a ciertas verdades. La dificultad aumenta cuando la envidia impregna nuestras emociones». Se encogió de hombros y reflexionó: «¿Envidia? Yo no la tengo. Nadie la tiene. Admitimos los celos y la vanidad con cierta facilidad; el orgullo y la avaricia con un poco de dificultad. Casi todo el mundo siente miedo, de ahí el absurdo esfuerzo por justificarlo como necesario. Es bonito cuando encontramos razones para huir de nosotros mismos, porque es la verdad incómoda. Sin embargo, la envidia, la más odiosa de las sombras, no vive en nadie». Arqueó los labios en una leve sonrisa y bromeó: «Es el dinosaurio de las emociones. Se ha extinguido entre nosotros».

Volvió a hacer una pausa para que todos se hicieran a la idea y dijo: «El orgullo, la vanidad, la codicia y los celos son construcciones edificadas sobre los pilares del miedo. El miedo a sentirse débil, desapercibido, empobrecido, privado, olvidado, pasado por alto o abandonado. Sí, seguimos siendo así. Como no sabemos cómo enfrentarnos al miedo, buscamos mecanismos para mantenerlo oculto. Cuando alguien nos muestra lo ineficaces que son estos mecanismos, también nos muestra lo frágiles que hemos elegido ser. Así que les odiamos por ello. Les odiamos por mostrarnos la realidad sin fantasías, desnuda e incómoda. Los odiamos por hacernos enfrentarnos a la verdad no deseada. Si nos aventuramos a ir a la raíz del odio -o de la intolerancia, la irritación o cualquier otro eufemismo que nos guste utilizar para suavizar la realidad, porque algunas palabras todavía nos dan miedo, sobre todo si se asocian al salvajismo de nuestros pensamientos, emociones y acciones- nos sorprenderemos. Nos encontraremos con la envidia.  El odio germina en el suelo de la envidia, escondido en el subsuelo del inconsciente. El hecho de que alguien se atreva a llegar a un lugar al que nunca nos hemos atrevido a viajar provoca tal malestar que genera la necesidad de una reacción antagónica. Y una reacción agresiva. Alguien ha puesto en tela de juicio la mentira que llevamos al altar. Lo consideramos un ultraje, una ofensa. Todo héroe invertido en el guión de nuestra historia es tratado como si fuera un villano».

Y recordó: «Todo poder más allá de uno mismo sólo puede sustentarse en la virtud y el amor. Cuando se convierte en instrumento de orgullo, vanidad y coacción, muestra una estructura condenada al colapso».

Observó la incomodidad del público ante la compasión y añadió: «La otra posibilidad es aceptar el reto. No hablo de entrar en un duelo estúpido para ver quién es más fuerte, más competente o más sabio. Este condicionamiento que traemos desde los albores de la civilización, y que sigue presente en la más mínima de las actitudes, necesita ser deconstruido urgentemente para dejar espacio al surgimiento de un nuevo individuo, no con ilusiones de fuerza surgidas de la ignorancia de sus fuentes y propósitos, sino de una comprensión exacta de la misma. La intransigencia es una fuerza opuesta a la luz, que se manifiesta en la terquedad de un sujeto que se niega a admitir su debilidad, ni tiene el valor de aceptar sus propios errores. Los intransigentes se aferran obstinadamente a un poder que en realidad nunca existió. Por eso se derrumban.

Las palabras del anciano actuaron como un espejo inoportuno: «La intransigencia se alimenta de odio y venganza. Aún nos cuesta entenderlo así. Somos estrictos con el pretexto de ser justos y de establecer los límites necesarios. Utilizamos los mejores argumentos en un contexto que dista mucho de la verdad. En realidad, queremos que quienes nos ponen en peligro sean sometidos o apartados. El riesgo de mostrar alguna mentira que nos gusta creer. Será más difícil cuando descubramos que la intransigencia está alimentada por la envidia. La envidia de admitir que alguien era capaz de volar cuando nosotros pensábamos que correr era la última frontera. Como si las alas anularan la utilidad de las piernas. Buscaremos, y encontraremos en razonamientos tergiversados, motivos y razones para descalificar el vuelo; argumentaremos sobre sus peligros, desalentaremos el atrevimiento que nos devuelve a nuestros propios miedos y mostraremos la torpeza de las aves. Exigiremos castigos; pediremos que nos corten las alas. La envidia nos moverá a ello. Por supuesto, hablaremos de sabiduría o de justicia; gritaremos sobre la inflexibilidad de las leyes y el rigor de las normas. Tenemos una capacidad infinita para enmascarar la verdad con argumentos falaces». Volvió a encogerse de hombros: «Al fin y al cabo, la envidia no vive en nadie. Ni siquiera en el diablo».

Frunció el ceño y nos recordó: «No todo movimiento significa progreso; ni la fuerza proviene de la luz. La fuerza luminosa requiere ligereza; tiene la suavidad de una sonrisa y la sencillez de una lámpara. Valora tu esencia; te identifica e individualiza, pero no te aferres al personaje que te has construido. Todos hemos sido condicionados a esto. Para ello, es necesario erigir la obra sin aferrarse al edificio. Construirse, pero luego deconstruirse para volver a ponerse de pie. Poco a poco, el personaje irá desapareciendo, dando paso a lo que realmente somos; un edificio más alto, más bello y con menos ladrillos y paredes. De lo contrario, el tiempo lo dejará en ruinas en una destrucción inevitable por negar su lógica. La intransigencia es fuerza sin equilibrio ni amor; por tanto, fuerza de demolición. La deconstrucción es la fuerza voluntaria, suave y virtuosa hacia la luz. La demolición es la fuerza irracional, bruta y oscura que niega la transformación. La diferencia entre deconstrucción y demolición radica en el equilibrio intrínseco. Muestra la distancia entre la luz y las sombras que nos habitan. La fuente del equilibrio perfecto reside en nuestra cercanía a la esencia de lo que somos y en nuestras virtudes adquiridas, auténticos signos de perfección. El equilibrio no puede alcanzarse sin percepción y sensibilidad; sin estar abierto a infinitas deconstrucciones. La magia del equilibrio consiste en añadir amor y sabiduría en dosis iguales al caldero de la conciencia. Sin equilibrio, toda fuerza desciende a formas disfrazadas de contener a quien o a lo que supuestamente nos amenaza. Negamos los signos de la evolución.

Hizo una pausa para que las ideas encontraran su lugar y continuó: «La actitud de los demás nos molesta cuando tiene la capacidad de mostrarnos quiénes no somos, lo lejos que aún no hemos llegado. Nos atrapamos en el necio condicionamiento de vencer a los demás en lugar de superar nuestras propias dificultades. Dejamos que la envidia imperceptible, como una eminencia parda, se apodere de nuestra conciencia. La fuerza se convierte entonces en mera brutalidad, que se manifiesta en rigor, severidad y venganza por la necesidad de medir fuerzas y someter a quien ves como un retador. No hay desafío cuando otra persona sólo quiere vivir sus gustos, sueños, verdades y dones. Si la actitud de alguien pone de manifiesto mis dificultades y errores, no debo oponerme, resistirme o castigarle. Es hora de dar las gracias. Entonces es el momento de deconstruirme para que el tiempo no me deje en la ruina. No es fácil aprender a vivir así; es un reto real y saludable. Creemos que basta con añadir plantas indefinidas a un edificio antiguo. No es de extrañar que se derrumben; lo vemos ocurrir todo el tiempo, pero nos negamos a aprender. La reforma obstaculiza la evolución porque mantiene los restos del atraso; no se puede construir un edificio robusto sobre pilares corroídos. Hay que derribar el edificio para levantar otro. Con cimientos diferentes y mejoras inimaginables. Lo mismo ocurre con la ingeniería del ser para albergar el buen vivir. Es un movimiento sin fin.

Miró a los monjes y formuló una pregunta retórica: «¿Cuándo sabéis que ha llegado el momento de la deconstrucción?». Y concluyó: «Los días amargos señalan el momento del movimiento primordial, previo y necesario al levantamiento de un nuevo edificio. Para no ser destruido, el artista se regenera en la obra de sí mismo como transición indispensable de las sombras a la luz».

Silencio absoluto. Las lágrimas no eran sólo mías. Aquellas palabras, por innumerables razones, sirvieron para mostrar a mucha gente la necesidad de aceptar el inevitable esfuerzo de una reconstrucción sin fin. Era hora de poner fin a los parches que debilitan la estructura existencial de lo que somos, derrumbándose a la menor presión. Cuando estoy debilitado, incluso inconscientemente, permanezco desequilibrado. Cualquier progreso se verá obstaculizado.

En ese momento, vi claramente lo que tenía que hacer de forma diferente y mejor, tanto en el universo como en el mundo. Le di las gracias en silencio. Era el final de una forma de ser y de vivir para que hubiera espacio para otra creación. Me invadió una alegría intensa, extraña y sincera, un encanto propio de quien inicia un nuevo camino en la Senda. Una forma diferente de estar conmigo mismo y de vivir en el mundo.

Vi al Viejo alejarse con sus pasos lentos pero firmes. Sin mirar atrás.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

1 comment

Cecé noviembre 23, 2023 at 8:08 pm

Cuanta CONTUNDENCIA contiene esta enseñanza… GRACIAS INFINITAS por el sacudón!!!!!!

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