Desperté antes que el sol. Me hospedaba en casa de Canción Estrellada, el chamán que tenía el don de sembrar la sabiduría de su pueblo a través de la palabra y de la música, y fui hasta la terraza. Él estaba sentado en una mecedora y tenía los ojos fijos en el Oeste, “la casa del águila”, como solía decir, a la espera del amanecer. Me sirvió una taza de café y continuó colocando humo en el hornillo de piedra roja de su indefectible pipa. Sopló algunas veces y enseguida tomó su tambor de dos caras para entonar una sentida canción en el dialecto nativo que, en traducción no literal, significa “Los ciclos de la vida”, con la cual agradece al Gran Espíritu por las infinitas oportunidades ofrecidas a cada día para renovarse y proseguir en el Largo Sendero Dorado. No mucho tiempo después, aún extasiados en nuestras oraciones y reflexiones, fuimos interrumpidos por la hermana del chamán, acompañada por su hijo menor, que acababa de entrar en la vida adulta. Ella vino a pedirle a su hermano que aconsejara al joven que, aunque muy inteligente, andaba desinteresado en los quehaceres simples de lo cotidiano al considerarse predestinado a realizar algo grandioso. Esto también lo hacía negligente en el trato con los otros pues, a su entender, las personas no eran capaces de comprender su enorme capacidad y su brillante destino. Canción Estrellada apenas cerró los ojos y meneó levemente la cabeza como manera de decir que entendía y que estaba dispuesto a atender el pedido. La hermana sonrió en agradecimiento y se retiró. Quise saber si también debía salir, pero él hizo un gesto con la mano para que me quedara. El chamán cerró los ojos y se mantuvo en silencio. Impaciente, el joven no paraba de moverse en la silla hasta que dijo que aquello era una pérdida de tiempo. Canción Estrellada miró al sobrino con dulzura y comenzó a contar una historia:
“Muchos inviernos atrás, cuando los visones aún eran comunes en las planicies, en una pequeña y próspera aldea que vivía en armonía y paz, había un joven indio inconforme y desilusionado. Desde niño oía historias de valientes guerreros que fueron eternizados como verdaderas leyendas. Soñaba desde pequeño con volverse uno de ellos, creía que había nacido para realizar grandes hazañas y convertirse en un héroe famoso. Había aprendido a luchar, a usar las armas, montar a caballo, rastrear y todas las demás habilidades necesarias para la guerra. La aldea era liderada por un sabio y amoroso anciano que cultivaba una óptima relación con las tribus cercanas, alejando cualquier posibilidad de conflicto. Esto hizo con que la aldea prosperara y todos vivían satisfechos, salvo este joven indio que, por aguardar el clímax de la vida y considerarse un guerrero nato, no tenía ningún interés en nada que se refiriera a la vida en comunidad de la tribu. Creía que los niños eran irritantes y ruidosos, y no se permitía contagiarse con su alegría. Aunque no lo dijera, sentía desprecio por los ancianos pues ellos ya no servían para la guerra. No tenía la debida consideración con todos aquellos involucrados en otras actividades de mantenimiento del bienestar de la aldea, las cuales consideraba trabajos menores. Aunque se vistiese con la ropa confeccionada por las artesanas y comiera del pan que allí era fabricado todos los días, tan sólo para citar algunos ejemplos, no le daba la merecida importancia, pues los consideraba como meros soportes para el gran acontecimiento de su vida, aquel que lo cubriría de gloria”.
“Los días pasaron y la guerra que lo inmortalizaría en la memoria ancestral de su pueblo no se avecinaba, hecho que lo hacía cada día más impaciente y descuidado con todo y con todos. Cierta mañana, cuando despertó, estaba solo en la aldea. Todos habían partido. Una carta dejada por el anciano que dirigía el Consejo de los Sabios, le explicaba que habían sido avisados por las aldeas próximas sobre un hombre malo y poderoso que venía de lejos prendiendo fuego y diezmando a todas las tribus que encontraba. Por las informaciones recibidas aquella era la próxima aldea a ser atacada y, según la tradición, solamente el mejor de los guerreros podría vencerlo. Tal batalla debía ser librada mano a mano. Cuidadosos, los aldeanos habían dejado todas las armas disponibles además de comida suficiente para muchos días. El joven se alegró; afiló las armas, se pintó para el combate, trazó una estrategia de lucha y permaneció a la espera del agresor. Sin embargo, el enemigo no apareció aquel día. Ni en los días siguientes. Las lunas se alternaban en el cielo y el malhechor no daba la cara. El joven guerrero comenzó a racionar la comida que estaba llegando al fin. Sus vestimentas comenzaron a quedar sucias. Pasadas algunas lunas más, él estaba hambriento y harapiento. Como no podía ir al bosque a coger frutas y cazar para no desamparar la aldea, pasó a alimentarse de la captura de pequeños roedores que por ventura atravesaban el perímetro de la tribu. Llegó a pensar en ir a una aldea próxima en busca de mantenimiento y ropa pero si abandonaba la aldea sería recordado como débil y cobarde, no como el intrépido guerrero que era. Pensó en hacer su propio pan pero no le bastaba recoger el trigo, era preciso limpiarlo, transformarlo en harina, preparar la masa para asar, conocer la temperatura del horno y el tiempo de cocción. Él no sabía cómo hacerlo; nunca se interesó por un trabajo tan sencillo. Dudó en usar el cuero de una tienda para coser algo de ropa, no obstante no dominaba el oficio menor del corte y de la costura. Las necesidades básicas que no podía mantener, sumadas a una espera sin fin, fueron poco a poco debilitándolo físicamente y desmoronando al gran guerrero. Su espíritu, aquel destinado a las grandes hazañas, estaba desequilibrado y frágil por la falta de las pequeñas cosas simples, cotidianas e insignificantes. Extenuado, en los últimos días se limitó a permanecer acostado, con todas las armas a su lado, observando el portón de entrada a la espera del violento invasor. Con la entrada del invierno el frío agravó aún más la situación y hasta los pequeños roedores desaparecieron. El último animal que vio antes de dormir aquella noche fue un cuervo, el mensajero de las dimensiones, posado sobre el tótem de la aldea. Sintió un escalofrío desagradable en la espalda”.
“Fue despertado al día siguiente por la punta de una lanza que tocaba levemente su pecho; era el llamado para el aguardado combate. Para su enorme sorpresa, el invasor era un pequeño adolescente, casi un niño, que mal alcanzaba los doce años de edad, vestido y pintado para la guerra. El guerrero y guardián de la tribu sonrió y le pareció divertido que el temible malhechor no fuese más que un chico disfrazado. Tenía habilidad para dominar al oponente con sólo una de las manos y estaba seguro de la brevedad de la lucha. Sin embargo, cuando intentó levantarse le faltó la fuerza indispensable; el cuerpo debilitado se negaba a obedecer el comando de la mente. Hizo un esfuerzo inconmensurable para ponerse en pie, como si escalara una montaña. Cuando lo logró, tambaleante, intentó atacar. El adolescente sonrió, lo esquivó levemente y el golpe del guerrero fue al viento. Los intentos siguientes fueron meras repeticiones de la misma escena. Cansado y desequilibrado por los ataques infructíferos, el poderoso guerrero cayó al suelo sin haber sido tocado por el invasor. El pequeño malhechor estocó, sin rasgarle la piel, y mantuvo la punta de la lanza apoyada en el cuello del guerrero. Su vida estaba en las manos de un adversario improbable ante un destino impensable y traicionero. En aquel instante, como un relámpago que ilumina el cielo en fracción de segundos, se dio cuenta de la grandeza de las pequeñas cosas, percibió la importancia de cada parte para la armonía del todo. Misericordioso, el verdugo le dijo al guerrero que podría hacer una última oración. Levantó la mirada hacia el cielo, murmuró un sincero pedido de disculpas al Gran Espíritu por haber sido tan injusto con toda su tribu; por la visión turbia y el comportamiento equivocado con todos aquellos que en la simplicidad de sus oficios y artes mantenían el esencial y bello funcionamiento de la vida. Si tuviese una oportunidad, con seguridad, haría diferente y mejor. Sintió una desconocida sensación de paz y cerró los ojos a la espera del golpe final”.
“Se extrañó al oír una voz que le decía que todos merecen nuevas e infinitas oportunidades, de lo contrario el Gran Espíritu no sería el más puro amor y Su jardín no estaría adornado con las flores de la plenitud. Pensó que había muerto y que estaba ante los portones del Gran Misterio. No obstante, aquella tonalidad no era la de un adolescente ni la voz le era desconocida. Temeroso, abrió lentamente los ojos y percibió que quien estaba ante él era el sabio anciano, líder de la aldea. El pequeño invasor estaba a su lado y había guardado la lanza. El guerrero lloró y se confesó arrepentido. El anciano le dijo que no debía sentir vergüenza ni culpa. Él había pedido una nueva oportunidad y había sido atendido, ahora debía actuar con responsabilidad para no volver a desperdiciarla. En este instante toda la tribu entró a la aldea e inmediatamente iniciaron las reformas y los arreglos necesarios después de tanto tiempo de abandono. No había condena en ninguna mirada. Comenzaron también a cuidar del guerrero desvalido. Cuando mejoró se puso a estudiar la filosofía y mitología de su pueblo para transmitírselas a los niños. Se deleitó al darse cuenta de que aprendía mientras enseñaba. Ya que ningún conocimiento es en vano y como conocía el arte del combate y traía en sí esta energía, comenzó también a intercambiar turnos de guardia en la noche con los otros centinelas en los muros de la aldea, para evitar el ataque de animales salvajes. Después de muchos y muchos inviernos aquel guerrero se volvió uno de los ancianos líderes del Consejo de los Sabios y siempre fue recordado con cariño por las generaciones posteriores, aunque nunca hubiese librado una batalla, o por lo menos no de la manera que había imaginado luchar cuando era joven”.
El chamán permaneció en silencio y encendió la pipa nuevamente. El sobrino dijo que nunca había oído una historia más idiota. Confesó que cuando la madre lo había llevado a conversar con el tío desconfiaba de que sería una pérdida de tiempo; ahora estaba seguro de ello. Preguntó si había algo más a ser dicho. Canción Estrellada le ofreció una dulce sonrisa y movió levemente la cabeza. El joven se fue. A solas, procuré en la expresión del chamán los trazos de la contrariedad ante el comportamiento del sobrino pero estaba totalmente sereno. Lo cuestioné al preguntarle si estaba molesto con lo que había sucedido. El chamán negó: “Una semilla de sabiduría, al menos como yo la entiendo, fue lanzada con amor en su corazón; tarde o temprano surgirán las condiciones para que germine si es buena. El tiempo y la paciencia hacen parte de un proceso común a todas las cosas: la madurez. Es la jornada de la madurez del espíritu, de la semilla al fruto, cuando de nuevo se convierte en semilla. Cada cual en su momento, con el enfrentamiento de las batallas que le son propias y justas, no de aquellas que desea”.
Canción Estrellada arqueó los labios en dulce sonrisa y comentó: “Quien no valora las pequeñas cosas nunca estará listo para vivir los grandes momentos de la vida; ser pequeño es un escalón indispensable para volverse grande. Al no reconocer la importancia de toda la gente nos distanciamos de la propia esencia al ignorar quién somos de verdad. La espera por el momento ideal para ser pleno nos hace perder la oportunidad de vivir el don y el sueño; al lamentar el imperfecto amor ofrecido por el mundo desperdiciamos la oportunidad de hacerlo perfecto en nosotros”. Me miró a los ojos y en secreto susurró: “No esperes que los océanos se levanten. La belleza de la vida está en los detalles, en las casi imperceptibles transformaciones ofrecidas por los días comunes”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
2 comments
Excelente
Toda la razon, gracias yoskhaz