Conocí a Lorenzo, el sabio zapatero, hace muchos y muchos años, en una funeraria. Yo acababa de ingresar a la Orden y fui designado para acompañar al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo del monasterio, al velorio de un gran amigo suyo que había partido. Nos dieron un aventón y durante el viaje por la sinuosa carretera que baja en sentido a la pequeña y elegante ciudad localizada en la falda de la montaña, el monje fue silbando una alegre canción. Parecía feliz. Se me hizo extraño, pero guardé silencio. En el velorio, la capilla parecía pequeña ante tanta gente; la viuda estaba inclinada sobre el cajón, en lágrimas y desconsolada. Lamentaba profundamente su pérdida. A quien iba a darle el pésame le preguntaba cómo haría para entrar en casa y no encontrar más al fallecido allí. Decía que no tendría fuerzas para desocupar el armario o dormir en el cuarto matrimonial. Algunos le daban coraje, otros le aconsejaban que tuviera fe. El ambiente me pareció apropiadamente dramático para un entierro y me relajé. El Viejo, con una sonrisa constante en el rostro, hablaba con todos de manera discreta y descontraída. Era el único que me parecía que estaba a gusto ahí. Me acomodé en un rincón para observar cuando llegó el hermano del difunto. Era Lorenzo, el elegante zapatero, amante de los libros y de los vinos. Su rostro era parecido al de un actor italiano y tenía el porte de un bailarín español. En aquella época su cabello todavía era gris, vestía un pantalón caqui de fina confección y una bonita camisa inmaculadamente blanca, contrastando con los colores oscuros del ambiente. Así como el Viejo, estaba sonriendo y me pareció que estaba feliz. Saludó a todos con discreción, sin alterar la bella sonrisa que le coloreaba el rostro, lo que generó muchas miradas de repudio. Al dirigirse a la viuda, ella rechazó su abrazo. Sin sentirse ofendido, el zapatero sacó una pequeña harmónica del bolsillo del pantalón y pidió educadamente permiso para tocar una canción. En sencillo homenaje, tocaría la canción que más le gustaba oír a su hermano. Una vieja canción irlandesa, de ritmo alegre, cuyos versos hablaban de la belleza de vivir. En cólera, la viuda lo acusó de estar festejando la muerte del marido en actitud de total irrespeto, tanto por los colores claros de la ropa así como por su manera jovial. Oí algunos breves comentarios apoyando a la mujer.
Lorenzo escuchó todo sin pronunciar palabra. Cuando ella se calló él dijo: “Amo a mi hermano. Desde siempre fuimos los mejores amigos. Lo que tu ves como el final de una historia, yo lo veo como el inicio de un largo viaje hacia tierras distantes, donde él podrá vivir días mucho mejores y recoger perfumadas flores, pues en esta existencia cosechó amor por donde pasó. Esta capilla es tan sólo la plataforma de la estación. Respeto, mas no veo motivo de tristeza. Quiero conmemorar el bello hombre que fue, el gran espíritu en el que se transformó, celebrar mi nostalgia con alegría y darle un ‘hasta luego’”. Lorenzo fue interrumpido por los gritos de censura de la viuda y se formó una pequeña confusión. El Viejo rápidamente pasó el brazo sobre los hombros del zapatero, me hizo una señal con la cabeza y salimos de allí.
Fuimos a una taberna no muy distante. Lorenzo pidió el vino predilecto del hermano y brindamos. Es decir, ellos brindaron pues yo me rehusé. Entre asustado y contrariado, condené la postura del monje y del zapatero. Les dije que no habían sido considerados y ni habían mostrado respeto hacia la viuda ni hacia el muerto. El Viejo arqueó los labios con una leve sonrisa, me miró como si fuera un niño y le preguntó al artesano: “¿Tu le explicas”? El zapatero asintió con la cabeza, apuntó su dedo hacia mí y dijo: “Tu vas a morir”.
Aquella afirmación me provocó malestar y ante lo extraño de toda aquella situación, nada respondí. A Lorenzo no le importó y prosiguió: “Tu expresión facial es la de alguien que acaba de ser maldecido”. Mi silencio corroboraba lo que sentía en aquel momento, aunque fuera consciente de lo obvio de aquella afirmación. Sí, yo iba a morir, sólo no sabía cuándo ni cómo. No obstante me incomodaba pensar en este asunto. Él continuó: “¿Por qué relacionarse tan mal con la única seguridad que tienes en la vida? ¿Ya que la muerte es algo seguro en la vida de todos, por qué motivo la tememos en vez de convertirla en una poderosa aliada? La manera como iluminamos nuestros miedos definen los sufrimientos y las alegrías del Camino”.
Argumenté que la muerte era el fin de la existencia. El zapatero asintió con la cabeza y dijo: “Sí, pero no significa el fin de la vida que continua en viaje fantástico e infinito rumbo a la Luz. La muerte marca el fin de un ciclo e, invariablemente, el inicio de otro. La muerte es apenas el fin del cuerpo físico, ropaje provisional que abriga al espíritu, quien realmente eres, el cual es eterno. Nacemos y morimos muchas veces en repetidos ciclos de lecciones y evolución, hasta que ese proceso de aprendizaje ya no es necesario y migramos definitivamente hacia tierras donde reinan niveles de sabiduría y amor más amplios, los cuales ya estaremos en condiciones de habitar. No hay duda de que ya recorrimos esferas más densas y seguimos hacia otras más sutiles. El fin de una historia siempre será el inicio de otra”.
Comenté que, independiente de eso, deberíamos respetar el padecimiento de aquellos que sufren con la pérdida de un ente querido. Lorenzo abrió los brazos como quien dice que yo no estaba entendiendo nada y dijo: “¿Pérdida? ¿Qué pérdida? ¿Hasta cuándo insistiremos en esa visión trágica cuando en realidad no existe ningún drama? El cuerpo, como todo en este planeta, tiene plazo de validad, un tiempo finito para que podamos cerrar un ciclo de la jornada, evaluar los logros morales alcanzados, la expansión de la consciencia, la ampliación de la capacidad de amar y las batallas que vencimos ante las sombras que nos habitan. A partir de esos puntos podemos trazar nuevos vuelos o rehacer lo que, por ventura, fallamos. Volveremos cuantas veces sea necesario, como muestra de infinita paciencia y amor de aquellos que nos enseñan y de la enorme sabiduría de las Leyes No Escritas, hasta que estemos preparados. Así caminamos”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “Nunca habrá pérdida, tan sólo transformación”.
Discursé sobre la nostalgia que deja la muerte de alguien, como un puñal que hiere profunda y dolorosamente. El zapatero meneó la cabeza, rió y dijo: “Nostalgia, incomprendida nostalgia”. Permaneció en silencio durante breves instantes, como si recordara algo y prosiguió: “La nostalgia es un privilegio de los que aman. Sólo los que aman sienten nostalgia; sólo lo que fue bueno se extraña, y por esto la nostalgia debe ser conmemorada con mucha alegría”. Observó mi reacción por instantes y continuó: “No tiene sentido recordar con tristeza a quien sólo te trajo felicidad y amor. Entender el viaje es aceptar con alegría las partidas y las nuevas llegadas. Negar la lección es llamar para sí el dolor y el sufrimiento; es no percibir las bendiciones de la nostalgia”.
¿Bendiciones de la nostalgia? ¿La nostalgia es una cosa buena? Manifesté que no entendía. Él fue claro: “La nostalgia es maravillosa, pues es la memoria de los mejores momentos de la vida de cada uno de nosotros. La nostalgia escribe las mejores páginas del libro de tu vida. Sólo siente nostalgia quien amó y fue feliz. La alternativa para la nostalgia es la oscuridad del vacío de quien no conoció el amor, se escondió de la vida o no consiguió iluminar el corazón”. Levantó la copa y brindó con el Viejo: “La nostalgia es un regalo para quien amó demasiado. ¡A la salud de todas mis nostalgias!” El monje retribuyó: “Bien aventurados los que sienten nostalgia, pues conocen el amor y la felicidad”.
Argumenté que entendía perfectamente el sufrimiento de la viuda al no tener más a su lado al compañero de tantos años. Los ojos del buen zapatero se humedecieron y preguntó con algo de emoción: “¿Conoces el origen de la palabra compañero?” Respondí que no. La respuesta vino en seguida: “Significa aquellos que ‘comen del mismo pan’”. Se detuvo durante unos segundos y prosiguió: “Amo profundamente a mi hermano. Fuimos y somos grandes compañeros, pues el cambio de esferas no corta los lazos imperecederos del amor. Sólo tenemos que aprender a tener paciencia hasta el momento del próximo reencuentro. La Ley de la Afinidad es inexorable y nos unirá infinitas veces”.
“Mi hermano enfrentó durante años un carcinoma y sus metástasis agresivas. Los dolores físicos y la incomodidad de la quimioterapia fueron enormes. Él enfrentó todo con bastante dignidad y coraje, sin cualquier lamento. Un poco antes de partir, me confesó que la enfermedad le había traído valiosas lecciones pues entendió algunos valores cuya importancia aún desconocía. Me dijo con una sonrisa sincera en el rostro que la enfermedad refinó su percepción sobre todas las cosas. Él siempre fue un hombre alegre, sin embargo, no recuerdo haberlo visto tan feliz como en aquel día. Su comprensión sobre las Leyes se hizo enorme y esto transformó todo y cualquier sufrimiento en polvo de estrellas. De esta manera, la muerte le fue generosa y como un acto de amor le curó los dolores corporales y liberó el espíritu para volar más allá de la densa materia y vivir otras historias”.
Le pregunté cómo sería en caso de que la muerte fuera súbita por accidente o infarto fulminante, por ejemplo, sin tiempo para despedidas. El artesano respondió: “Nada sería diferente, fuera de la sorpresa de la visita repentina. Hacer de la muerte una aliada es entender que todo y cualquier día es bueno para morir. Aceptar que la muerte es una herramienta de la Inteligencia Cósmica en nuestro proceso de evolución es sentir todo el amor que rebosa en el Universo. La muerte tiene dos significados, uno: habrá llegado la hora de nuevos aprendizajes o, dos: es el momento para urgentes ajustes de ruta. Percibir que ‘todo lo que sucede en nuestras vidas es para nuestro bien’, aleja el drama y amplía la consciencia en el sentido de absorver la correspondiente lección”. Me miró profundamente y dijo: “Por más extraño que pueda parecer, el sufrimiento por la muerte de alguien no revela amor. Al contrario, tan sólo demuestra un profundo egoísmo. Al final, el verdadero amor es un sentimiento generoso y comprensivo, capaz de entender que el momento y las necesidades del otro son diferentes de las tuyas. El amor puro es un acto de profunda sabiduría. Apenas sentimientos mesquinos desean aprisionar a alguien a nuestro lado a cualquier costo, ante cualquier dolor. Vivir exige ligereza, la felicidad clama por desapego y el amor necesita libertad”.
Dije que todo aquel discurso era bonito y sensato, sin embargo los condicionamientos culturales me ataban a antiguos conceptos en el pensar y el actuar. De esa vez fue el Viejo quien habló: “Sí, Yoskhaz. Liberarse de las viejas formas es transmutar sombra en luz, es abandonar la cárcel sin rejas de la consciencia prisionera. Es necesario ir más allá de la realidad estática, pues la sabiduría es dinámica. Si la oruga negara el capullo porque no cree en la metamorfosis, no conocería el poder de sus propias alas”. Me miró con bondad, arqueó los labios en una sonrisa leve y con dulzura finalizó: “La muerte es una aliada importante en nuestro proceso de cura espiritual pues trae en sí dos de las poderosas Leyes No Escritas: La Ley de la Renovación y la Ley de las Infinitas Oportunidades. Así, la muerte es un instrumento del más puro amor dentro de la Gran Sinfonía del Universo y la nostalgia una de sus más bellas sinfonías. ¡Aprovecha y danza con ella!”.
Lorenzo se valió de la oportunidad, sacó la harmónica del bolsillo y tocó la alegre canción celta de la cual su hermano tanto gustaba. Poco a poco, las personas que estaban en la taberna comenzaron a acompañar la cántiga con las palmas. “Estoy seguro de que en este momento, mi hermano canta con nosotros. Él me amaba y, por tanto, está feliz al verme feliz”, comentó Lorenzo. El Viejo meneó la cabeza concordando. Pedí una copa de vino y brindé a la salud, el amor y la vida sin fin.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.