Aquel año, período durante el cual paso un mes en el monasterio para estudiar y reflexionar, coincidió con la llegada de un gran número de miembros, hecho que me obligó a compartir cuarto con otro monje, como denominamos a todos los iniciados en la Orden. Ambos teníamos hábitos muy diferentes, entre ellos los horarios de dormir y levantarnos. Yo me acostaba más temprano y me levantaba mucho antes que él. Por más que tuviéramos cuidado, luces y ruidos nos incomodaban mutuamente, a veces al uno, a veces al otro, dependiendo del horario. Esto, poco a poco, fue desgastando nuestra convivencia. Paralelamente, en la víspera de mi viaje al monasterio había tenido una gran discusión con los socios de mi empresa pues no concordaba con la manera en que administraban sus departamentos. Había llegado molesto a las montañas. Como si no bastase, pocos días antes había discutido con mi novia por teléfono por un comentario que había hecho en una red social, el cual no me había gustado.
Cierta noche, con dificultades para dormir, me sentí incómodo con la lámpara de cabecera de mi compañero de cuarto, prendida para auxiliarlo en su lectura, y con los ruidos que hacía tanto para ir al baño como para comer o beber alguna cosa. Acabé reprendiéndolo de manera ruda. Tuvimos una desagradable discusión que llegó a tonos altos, por lo que monjes de otros cuartos tuvieron que intervenir para que no llegáramos a otra instancia. Al día siguiente, después de los oficios matutinos, busqué al Viejo, el monje más antiguo de la Orden, para conversar. Lo encontré distraído y feliz, podando los rosales del jardín interno del monasterio. Le dije que estaba en un mal momento y que necesitaba conversar. El guardó el alicate en el bolsillo de la túnica de algodón, me ofreció una sonrisa repleta de compasión y dijo: “Te estaba esperando. Es muy bueno que hayas venido”. Miró hacia el cielo y sugirió: “Creo que pronto comenzará a llover. Vamos a conversar en otro lugar”.
Pasamos por el refectorio, llenamos dos tazas con café y nos acomodamos en la oficina del monje. Tan pronto nos sentamos comencé a reclamar de mi compañero; resalté las diferencias de comportamiento que nos separaban y le solicité que me cambiara de cuarto. El Viejo me miró con bondad y negó el pedido: “La convivencia con personas que piensan igual a nosotros y tienen los mismos gustos es muy agradable, pero está destinada a los débiles. Las diferencias son importantes pues nos desequilibran. La búsqueda por un nuevo punto de equilibrio, además de ayudarnos a caminar, nos permite entender la virtud de la adaptabilidad, un nivel de armonía que debe ser encontrado a través de movimientos suaves, pero firmes. Esto conduce al individuo a otro nivel de comprensión pues le ofrece una nueva manera de pensar y actuar, hasta entonces desconocida. No debemos ser como los camaleones que se camuflan conforme el ambiente, sino permitirnos la posibilidad de ser y vivir de forma diferente. En grados distintos, siempre trae transformaciones evolutivas. La necesidad de adaptación dentro de una nueva realidad, muchas veces impuestas por casualidad, como por ejemplo la convivencia armoniosa con tu compañero de cuarto, puede ser más enriquecedora que todo el estudio que tendrás en la Orden este mes”. Hizo una pausa y concluyó: “Debemos prestar atención a las lecciones que pueden existir con relación a aquel pariente pesado o con el extraño colega de trabajo. Las diferencias suelen ocultar valiosos maestros”.
A disgusto le dije que acataría la sugestión pero que dudaba de las ganancias de la misión. Agregué que estaba atravesando mi infierno astral dadas las múltiples situaciones desagradables y desgastantes de los últimos días. No en vano, aclaré, mi mapa astrológico indicaba un movimiento retrógrado de Plutón hacia Saturno con convergencia en Marte. El Viejo bebió un sorbo de café y dijo seriamente: “Conoces el profundo respeto que tengo por la astrología; sin embargo, no puedes culpar a los astros por tu situación. El desequilibrio no está en los planetas o en las estrellas, sino en tus emociones”. Discordé de inmediato. Añadí que ya era un iniciado esotérico y que estaba aplicado en mis estudios filosóficos y metafísicos. Esto me hacía una persona centrada que está por encima de esos comportamientos vulgares y mundanos. El Viejo arqueó los labios con una ligera sonrisa, como quien está ante un niño que cree dominar todos los secretos de la matemática por el simple hecho de haber aprendido las cuatro operaciones básicas, y explicó con paciencia: “Como sabes, el esoterismo se fundamenta en tres pilares: acción, sabiduría y amor, virtudes que agrupan a todas las demás y que, a su vez, se entrelazan y se complementan. Conocer la virtud no la convierte en una realidad para sí. Es decir, ver la puerta no significa haberla atravesado. Ese paso puede ser dado mañana o, a menudo, demorar siglos. Depende tan sólo del andariego. La serenidad es la prueba externa del equilibrio interno. Cada vez que la irritación nos domina, significa que perdimos la batalla. La puerta aún no fue atravesada”.
Corregí al monje y le dije que yo no había perdido la batalla; por el contrario, que me sentía victorioso pues había puesto en su lugar a mi compañero de cuarto. Le expliqué que yo tenía razón en la discusión. Agregué que me ha había visto obligado a establecer límites y aguardada una disculpa de su parte. El Viejo movió la cabeza en negación e hizo una pregunta retórica: “¿Por qué tanta necesidad en tener la razón?” Sin aguardar respuesta, prosiguió el raciocinio: “Se pelea para tener razón como si fuera posible llevar fortunas de razón en el equipaje del viaje hacia Tierras Altas; o, peor aún, se lucha por vencer en una discusión como si esta efímera victoria, vana ilusión del ego exacerbado, ganara intereses y corrección en una absurda libreta de ahorros emocional. Vencer una discusión no tiene ninguna importancia; pacificar las relaciones sí”.
Indagué si no deberíamos manifestar nuestras verdades o establecer límites de convivencia. El Viejo concordó: “Siempre que sea necesario. No obstante, la manera como lo hacemos marca toda la diferencia. La verdad tendrá más oportunidades de prosperar cuando es expresada de manera serena, clara, sincera y amorosa. La verdad debe ser dicha sólo cuando sirve como herramienta para ayudar a alguien, de lo contrario, debemos callar. La verdad no siempre absuelve; recuerda que muchas veces usamos la verdad con la intención de herir o simplemente castigar. La verdad cumple su objetivo cuando anima e ilumina el corazón ajeno; por tanto, debe estar revestida de alguna forma de amor. Tenemos que tratar la verdad con sabiduría, de lo contrario nos dirigiremos a oídos sordos o, más grave aún, interpretaremos el famoso personaje de moralizador del mundo, capataces de la sociedad. Es más, cada parte siempre entenderá según su exacto límite de expansión de consciencia y capacidad amorosa. Ni un milímetro a más. Por lo tanto, insistir es tontería; imponer es violencia. Sin embargo, mantente siempre de corazón abierto cuando regresen en busca de ayuda, sin tasas o impuestos emocionales”. Bebió un sorbo más de café y prosiguió: “De la misma forma, debemos establecer límites a través de las virtudes de la dulzura y de la firmeza, mezcladas con la sensatez, permitidas a cada caso específico, para no usar una bomba atómica con la intención de detener el abuso de los pasos de una frágil hormiga”.
“En realidad, no existe ninguna victoria sobre el otro. La real victoria será siempre sobre sí mismo, al iluminar las sombras internas, en las transformaciones personales que mueven la evolución del ser, en la pacificación de las emociones y relaciones, en la liberación de toda y cualquier forma de dependencia sobre la voluntad ajena. La victoria sobre el otro es una creación del ego enfermo y primitivo, adicto por dominación y aconsejado por el miedo en los rieles de la ignorancia sobre quién somos. El descontrol emocional revela que los pilares básicos de las virtudes aún no están sedimentados en el individuo. En otras palabras, la irritación llevada al despropósito o a la agresividad es la reprobación de las lecciones esenciales”.
Avergonzado, bajé la mirada. El Viejo dijo con voz suave: “No te dejes dominar por la culpa que pesa y paraliza. El error es un buen maestro si así lo reconoces. Acepta la responsabilidad y comprométete contigo mismo a hacer diferente y mejor en adelante. La Ley de las Infinitas Posibilidades es inexorable. Es así que todos caminamos. Este es un proyecto seguro para la construcción de la paz”.
Sonreí en sincero agradecimiento por las dulces palabras. Ya más tranquilo, comenté que la pelea con el compañero de cuarto no era nada comparado con el altercado que había tenido con los socios de la empresa. Aproveché para contarle sobre la crisis de celos que había tenido con mi novia. Mencioné que parecía que todos me desafiaban o que yo no les importaba. El monje se encogió de hombros, como si yo hablase de algo anunciado, y dijo: “Nota que caes en un espiral de sombras y dolor por rehusarte a aceptar la forma de ser de los otros y, lo más importante, de entender quién realmente eres. Es necesario serenar todas las emociones dentro de ti para saber qué hacer con cada una de ellas. En nuestras venas navegan los mejores y peores sentimientos. Lo que hagamos con cada uno de ellos define quiénes somos y en que trecho del viaje estamos”.
“El sentimiento se transforma en sufrimiento cuando queda perdido dentro de cada cual, deambulando por los rincones mentales, sin orientación, al crecer como una herida dolorosa cuya incomprensión es atribuida a los otros pero, en verdad, es una enfermedad típica de quien sólo se conoce en parte. Sin entendimiento sobre quién eres por entero no habrá cura; el corazón seguirá sangrando y la mente continuará ciega. Por la incomodidad y el sentirse incompleto, a la menor oportunidad de conflicto, continuarás extrapolando el propio dolor en vano intento de transferirlo a otros, aunque ese movimiento sea inconsciente. Entonces, perdemos el rumbo, el paso y el compás de la existencia. Es el reinado de las sombras”.
“La ignorancia sobre sí mismo es la sombra-mor. De esta derivan el miedo y el egoísmo. Estos dos comandan las hileras de los celos, del orgullo, de la avaricia, de la tristeza, de la dominación, de la vanidad, de la envidia y otras variantes, todas bien conocidas en el mundo. Esas tropas te controlan a través de mecanismos como la rabia, la inmoralidad, el moralismo, la falsa moral, la angustia, la tristeza, las máscaras, la victimización personal, la villanización ajena, los personajes sociales que creamos con el deseo de ser aplaudidos, la transferencia de responsabilidades, la venganza, el deseo, el abandono de los sueños, entre otros. Insatisfecho e incómodo con la molestia interna, el individuo acaba manifestando el sufrimiento de diversas manearas. Violencia, conflictos de diversos niveles, mal humor, impaciencia, dependencias de varios tipos, intolerancia, tristeza y depresión son las múltiples consecuencias conocidas del individuo agotado por las propias sombras”.
Quise saber cómo tratar las sombras. El Viejo respondió prontamente: “Con luz, hijo. Las virtudes son los instrumentos de la luz. La humildad, la compasión, el perdón, la simplicidad, la justicia, la pacificación, la mansedumbre, la generosidad, la gratitud, la ligereza, la voluntad, la honestidad, la sinceridad, la prudencia, la dulzura, la paciencia, la tolerancia, el respeto, el equilibrio, la pureza, el coraje, la firmeza, el buen humor, la esperanza, la fe, además, es claro, del amor. El amor es la mayor de las virtudes por estar presente en todas las demás”. Bebió un poco más de café y añadió: “Cada virtud es un puente en el sendero que conduce a la plenitud. La plenitud se compone de paz, libertad, dignidad, felicidad y del amor en su mayor amplitud. El amor es la herramienta y la propia obra; la luz es el destino infinito”.
Hizo una pausa y me ofreció el mapa: “Conócete a ti mismo y conocerás la verdad; conoce la verdad y esta te libertará”. Le pregunté de qué me libertaría; el monje respondió: “Del sufrimiento que aprisiona”. Quise saber a qué verdad se refería, a lo que él explicó: “Es el próximo paso que se revela cuando estamos en el Camino. Así, la verdad se presenta y se transforma según el avance del andariego”. Le pregunté, todavía, qué era el Camino. El Viejo no se hizo de rogar: “Es el proceso consciente de sublimación de las sombras individuales, su transmutación en luz. Es la evolución personal como método eficaz de la necesidad del universo de expandirse en todos sus planos y dimensiones. Nadie quedará rezagado, pues cada cual es parte inseparable y valiosa del todo. De una manera u otra, tarde o temprano, todos somos instados a progresar”.
Reconocí mi comportamiento conflictivo hacia el mundo y me confesé cansado de ser así, con sucesivos descontroles emocionales. El Viejo comentó: “Cuando perdemos el control es porque algo está errado dentro de nosotros; no obstante, insistimos en culpar a los otros. Es por esto que nos estancamos, sufrimos y peleamos. Cuando agredimos a alguien significa que nos perdemos de nosotros mismos, olvidamos quiénes somos y vagamos perdidos en los rincones oscuros del propio ser”.
El buen monje levantó las cejas y explicó: “El infierno astral no es una lectura que hacemos de la bóveda celeste; es la interpretación errada de nuestras emociones. Cualquier sentimiento, aún los más densos, puede tornarse un valioso instrumento de transformación y de la consecuente evolución. No lo niegues ni lo ignores. No lo sofoques, tampoco lo alimentes. Acógelo con amor y sabiduría, acompáñalo hasta su raíz. Entiende qué virtud se oculta allí y revélala”. El Viejo sonrió, guiñó un ojo, y finalizó: “Entonces la luz!”
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.