Estábamos en el séptimo día de la travesía. La caravana hizo un pequeño desvío de ruta para abastecerse de agua en un pozo construido y mantenido por una pequeña comunidad de tuaregs que, aunque fueran de naturaleza nómada, se habían establecido en aquel lugar hacía algún tiempo. Eran personas amistosas que se dedicaban a atender a los viajeros. Además del agua potable extraída de un lecho subterráneo del desierto, ofrecían diversos víveres y negociaban camellos. Las mujeres del grupo eran conocidas por tejer ropa colorida y por el delicioso dulce de támaras que vendían. Después de llenar mi cantimplora, probé el famoso manjar y entendí la razón de llamarlo “la miel del desierto”. Me vi obligado a cerrar los ojos ante tal placer. Como no sabía cuándo tendría una nueva oportunidad de comer aquella maravilla adquirí una gran cantidad, suficiente para varios días, y la acondicioné en la alforja de mi camello. Pronto la caravana retomó su curso. Aquel día me deleité con los dulces, comiendo uno tras otro, hasta terminarlos todos, en incesante complacencia. A medida que comía los dulces sentía sed, viéndome obligando a beber una cantidad de agua mucho mayor de lo normal. Al final de la tarde, cuando la caravana volvió a parar para acampar y pernoctar, me sentía mareado y sin agua en la cantimplora. Empalagado, rechacé la refección ofrecida y me alejé dado el malestar que sentía. Busqué al encargado de las provisiones de la caravana y le solicité agua. De modo educado, me la negó. Argumentó que tenía orden del caravanero de proveer agua sólo dos días después de pasar por el pozo, como una forma para que todos colaboraran con el consumo consciente, equilibrando las difíciles condiciones impuestas. Insistí, mas el hombre se mantuvo firme en su respuesta. Volví a alejarme y en poco tiempo, la sensación de sed aumentó exponencialmente hasta volverse insoportable. La irritación me poseyó como efecto de la crisis de abstinencia. De lejos divisé a otro viajero bebiendo agua, un mercader veterano de muchas travesías. Me aproximé y le pedí un poco, explicándole lo ocurrido. Él me miró durante algunos segundos y dijo que me vendería una cantimplora. Percibí que tenía varias en su alforja. Sin dudarlo, acepté pagarle. Él sonrió de manera extraña. En seguida estableció el precio. Era un valor alto, muy alto.
Argumenté que era absurdo cobrar una fortuna por una pequeña cantidad de agua. El mercader respondió que estaba barato, pues aquel precio no era por el agua, sino por mi vida. “Todos saben que es imposible sobrevivir sin agua. Más frágil es la vida y más necesaria es el agua en una región inhóspita como el desierto”. Le dije que su comportamiento era abusivo y deshumano. Se encogió de hombros y dijo que estaba en libertad para decidir. Sustenté que mi necesidad hurtaba mi libertad de elección y ponderé que no tenía todo el dinero cobrado. El mercader propuso que le pagase con mi camello; comentó que el animal le sería útil para distribuir mejor el peso de las mercancías que transportaba hasta el oasis. Le dije que su propuesta era absurda, pues tendría que seguir el viaje a pie. Le rogué que tuviera piedad; el hombre me aconsejó que le pidiera misericordia al caravanero que tenía agua suficiente para abastecernos a todos. Le imploré en vano al mercader.
Tentado a entregar mi camello, decidí alejarme para intentar colocar en orden la confusión de ideas y emociones que me envolvían. Había perdido la paz; sin paz la felicidad era una ilusión. Así, el amor que pudiera tener por mí o por alguien se hacía tenue. Me sentí el peor de los hombres; una piltrafa. Percibí que tal vez tendría que aceptar condiciones con las cuales no estaba de acuerdo; sin libertad también perdería la dignidad. Maldije la vida.
Intenté calmarme y pensé que probablemente había una oportunidad para negociar. Los pueblos del desierto tenían al comercio como un arte. Volví al mercader y le ofrecí el reloj que usaba de una marca carísima. Él rehusó. Adicioné una buena parte del dinero que tenía. La misma respuesta. Aun entregando todo el dinero nada cambió. Le propuse hacer una transferencia bancaria por el valor de dos camellos cuando regresara a la ciudad; después por diez camellos. La negativa se mantuvo. El mercader se mostró insensible ante mis ofertas y argumentó que “no necesitaba un reloj ahora o dinero después”. En aquel momento él necesitaba mi camello, así como yo deseaba una cantimplora llena de agua.
La sed me agobiaba de manera insoportable. Cuando pensé en resistirme ante la absurda propuesta, la resequedad en la garganta pareció sofocarme. El aire que respiraba ardía como fuego. Recapitulé. Resignado, le dije al mercader que aceptaba su absurda oferta. Él, sin dar la mínima importancia a mi opinión, tomó una de las cantimploras de la alforja. Antes de entregármela avisó que al colocarla en mis manos el negocio estaría cerrado, de forma irrevocable.
Con una expresión de contrariedad, meneé la cabeza afirmando estar consciente de los términos. Cuando fui a extender la mano para agarrar la cantimplora, para mi sorpresa, otra cantimplora, mucho más rústica, confeccionada con piel de cabra y repleta de agua, fue arrojada a mis pies. Era el caravanero quien se aproximó sin hacerse notar. Sediento, la recogí de la arena y bebí un sorbo prolongado con una sensación de placer inolvidable. Profesaba alegría tanto por la saciedad como por el rescate de la situación en la que me había envuelto. Sin temer al caravanero, el mercader protestó fundamentando que la tradición del desierto impedía que un hombre interfiriese en los negocios de otro. El caravanero, sin alterarse, respondió en un tono de voz con equilibraba serenidad y firmeza: “También pregona la tradición del desierto que un hombre no puede esclavizar a otro. Entiendo, por la jerarquía de valores, que la una se sobrepone a la otra”. Se volteó hacia mí y ordenó: “Aléjese de aquí y aprenda a cuidar de sí. Sea señor de sus elecciones para no hacerse prisionero de sus deseos”. Antes de que el mercader articulase cualquier palabra, dio media vuelta y se retiró. Sin demora, me dirigí hacia un lugar distante de allí.
Apartado de todos, me acosté sobre la arena blanda y permanecí envuelto con los hechos de aquel día, mientras me deleitaba con el cielo estrellado del desierto. Me quedé dormido allí mismo, abrazado a la cantimplora de cuero de cabra que ahora tenía agua hasta la mitad; una verdadera riqueza para el día siguiente. En medio de la noche me desperté asustado como quien tiene un sueño atribulado. A mi lado estaba sentada la linda mujer de ojos color lapislázuli, con las piernas cruzadas en posición de meditación. Ella me miraba como si velase mis sueños. Le comenté que había sido un día difícil, pero que me había dejado una valiosa lección. Dije que de ahora en adelante sería más moderado con relación a los placeres y a las necesidades y añadí que tal vez no necesitaba de tanto como imaginaba antes. Era preciso revisar mis “innecesidades”. La mujer sonrió y dijo: “La mesura es la flor de la serenidad, cuyas raíces está en la sensatez. Entre menor sea la dependencia, de cualquier tipo o especie, mayor será la tranquilidad del individuo. Entre más moderado con relación a mis necesidades, más libre puedo ser. La libertad preserva la dignidad. Esta nos envuelve en paz y, a su vez, nos permite respirar el aire puro de la felicidad. Así, logramos amar de verdad, despojados de las exigencias mundanas que nos imponemos”.
“La mesura es el arte de la armonía entre las mitades, necesaria para la integridad del ser. Tiene la capacidad de desnudar algunas sombras, como la lujuria, la envidia, los celos y la ganancia, por ejemplo. Al mostrar la insensatez de muchos de los deseos del ego y la importancia de valorizar las necesidades fundamentales del alma, la mesura nos encamina hacia la plenitud, pues retira el enorme peso del tener y nos ofrece la ligereza del ser”. Hizo una pausa antes de concluir: “No se trata de disfrutar menos la vida, sino de aprovechar mejor todas las cosas que hay en la existencia”.
Desvié la mirada hacia las estrellas y pensé en la fortuna inmaterial de la plenitud. Libertad, dignidad, paz, felicidad y amor son las flores de lo sagrado ocultas en el jardín del mundo; encontrarlas es el encanto de la vida y el poder inconmensurable del alma. Si la humildad es la virtud que abre el portal del Camino, la mesura nos equilibra durante su travesía.
No recuerdo en qué momento volví a dormir. Me desperté con los primeros rayos de sol acariciando mi rostro. Todavía estaba agarrado a la cantimplora de cuero de cabra. La caravana comenzaba a moverse para levantar el campamento y pronto seguiría su curso. Como era de esperarse, no había señal de la mujer de ojos color lapislázuli. Tuve dudas sobre si la conversación de aquella noche realmente había acontecido o no pasaba de un buen sueño.