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El Quinto Portal. Los ocho portales del camio

En el medio de la tarde, después de buscar en casi todo el monasterio, encontré al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en el comedor. Estaba entretenido con un pedazo de torta de avena y una taza de café mientras conversaba con el cocinero. Ambos eran hombres bienhumorados y llenos de historias interesantes para contar. Al verme hizo una seña para que me sentara con ellos. Raimundo, un brasilero natural de Ceará, había recorrido el mundo a bordo de una embarcación mercante hasta encontrar sosiego en la cocina del monasterio, localizado en las montañas de los Pirineos. Él era muy querido por todos en la Orden, tanto por su simpatía como por sus dotes culinarios. En ese momento, Raimundo narraba una aventura vivida en Vietnam. En día de descanso, cuando el barco atracó, buscó una iglesia pues sentía un gran vacío en el alma, sin motivo aparente. Por no conocer la ciudad portuaria, anduvo sin rumbo por las calles hasta depararse con un templo budista. Como los portones estaban abiertos entró. Subió las escalinatas y encontró un gran salón. Estaba vacío. El perfume de los inciensos, una música suave que se mezclaba con el sonido del silencio, hacían acogedor aquel lugar. Se sentó y rezó. Como venía de una familia sin hábitos religiosos, no sabía rezar. Así que, a su modo, rezó conducido por la pureza del corazón. Como sentía un deseo inexplicable de conversar sobre cosas no mundanas, se perdió en el tiempo. Al terminar, un monje budista que lo observaba se aproximó y se declaró encantado con el aura clara de Raimundo. Dijo que la pureza de su oración había iluminado el templo y le agradeció por esto. El cocinero confesó sentirse mucho mejor que cuando había entrado. Metió la mano en el bolsillo, sacó algún dinero y se lo entregó al monje. Dijo que era para el mantenimiento del templo, pues consideraba importante que aquel lugar fuese conservado para que otras personas pudieran beneficiarse, así como había sucedido con él. El budista, que nada había pedido, arqueó los labios con una sonrisa y asintió con la cabeza en agradecimiento. Raimundo agregó que aquella donación también tenía la intención de obtener algún merecimiento de lo Alto, pues no entendía casi nada sobre esos asuntos. En ese instante, sin perder la serenidad, el monje budista le devolvió el dinero. Dijo que no podía aceptarlo; que esperaba que Raimundo no se molestara ni lo tomara a mal, pero que allí no era un mercado de trueque; era un templo, un lugar de conexión con lo sagrado que habita en todos nosotros. Le explicó que la caridad era una linda virtud, siempre y cuando estuviera exenta de cualquier interés, ya fuera material o espiritual. Argumentó que le devolvía el dinero para su propio bien, pues la caridad ligada a cualquier recompensa se volvía un impedimento para la jornada cósmica del benefactor.

Lo interrumpí para decir que el monje budista había sido descortés y riguroso. El cocinero ponderó que, aunque se sintió desorientado, aquel hecho lo había ayudado a entender bastante sobre la caridad, una de las vertientes de la misericordia; el perdón es la otra. Mencionó que a partir de aquel suceso inició su entendimiento para relacionarse con Dios, el Universo, el Reino de los Cielos, el Infinito, el Gran Misterio o cualquier otro nombre usado en las variadas tradiciones místicas.

Miré al Viejo en busca de su opinión. Él sonrió y explicó: “La misericordia es una virtud poco entendida en sus variantes. Así como el perdón, la caridad posee varios escalones. Entenderlos es primordial para conocer la misericordia en toda su amplitud”. 

“Muchos practican la caridad como compensación espiritual a sus malos comportamientos; en estos casos es absolutamente vacía. En verdad, están buscando el perdón ante eventuales errores. Otro error. Por tratarse del perdón, no hay nada con que comprarlo ni venderlo. Metafísicamente la idea de negociar el perdón es simplemente absurda”. 

“Otros practican la caridad con el fin de obtener a cambio favores materiales. Una permuta ridícula. Algo como, yo socorro a los necesitados y, en contrapartida, Dios me ayuda. Muchos actúan así como si estuvieran ante un mostrador de favores e intereses. La decepción será enorme”.

“Están los perdidos. Son aquellos que negocian la caridad en el mercado futuro de acciones. Prometen que ayudarán a un orfanato en caso de ganarse la lotería o se vuelvan millonarios en sus negocios; es decir, se imaginan a Dios como un niño ingenuo. Piden mucho y si son atendidos colaborarán con una parte, apenas una parte. Solamente los tontos imaginan que algo así puede volverse un acto de caridad. Nunca serán tomados en serio”.

“Existen los sombríos. Practican la caridad por orgullo o vanidad, ya sea para sentirse más poderosos ante los otros o para ser admirados en sociedad. Siempre encuentran una manera de divulgar la buena acción; a menudo, valiéndose de una falsa humildad. Una limosna que de ninguna manera se caracterizará como caridad por su despreciable motivación. Un acto bajo jamás será considerado una virtud”.

“No olvidemos a los miedosos. Atienden a los necesitados por tener miedo de ser castigados por el Cielo. No lo hacen por amor, sino por temer la pérdida de los bienes materiales que poseen en virtud de un supuesto castigo divino. Serán ignorados. Hay que olvidar la idea de castigo. No existe virtud ni evolución por miedo. Dios nos quiere valientes y conscientes del amor existente en cada una de nuestras elecciones”.

“Incautos todos, practican la caridad con la expectativa de engañarse a sí o a los buenos espíritus sobre los verdaderos sentimientos que animan su corazón. Creen que la cáscara impedirá que la semilla se revele. Se engañan al pensar que en las Tierras Altas alguien se contenta con la apariencia sin prestar atención a la esencia”.

El Viejo hizo una pausa para beber su café. Aproveché para comentar que aunque nunca se me había ocurrido la desfachatez de proponer algún tipo de cambalache a través de la caridad, cada vez que la practiqué fue con la intención de sentirme mejor. El Viejo me miró, sonrió y elogió: “Una bella y noble actitud!” Mi ego vibró, pero por poco tiempo, pues enseguida él ponderó: “Si no fuese por ese motivo, de sentirte mejor, ¿habrías practicado la caridad?” Aunque sin entender la profundidad de la pregunta, confesé que no.

El buen monje argumentó: “Practicar el bien para sentirse mejor, aunque tenga innegable valor, nos coloca más allá del último escalón y más amplio sentido de la caridad. Cuando hacemos eso incurrimos en dos peligros. Uno de ellos es, inconscientemente y en calidad de benefactor, sentirse un nivel por encima del beneficiario por el mero hecho de socorrerlo, como si el poder material significara superioridad espiritual. Son conocidas las historias de ángeles andrajosos pidiendo limosna para conocer el corazón de los hombres. El acto de ayudar para sentirse mejor, en análisis profundo, representaría apenas un buen ejercicio para un ego aún desalineado con el alma en busca del pedazo que le falta, pues procura fuera aquello que adormece dentro”.

“Es común usar la ayuda a alguien para completar algo que nos hace falta dentro de nosotros. Doy amor para recibir amor. El vacío afectivo y el desorden emocional hacen con que las intenciones cambien. Cuando se usa la caridad para satisfacción propia, aunque haya asistencia, no existe benevolencia. En verdad, el benefactor es el beneficiario de la caridad por él practicada. Así, la finalidad termina en sí mismo”.

“El otro peligro ocurre en ocasiones en las cuales el benefactor está desprovisto del mejor entendimiento con relación a la caridad. Son situaciones en las que ocurren algunas decepciones. Es común que el beneficiario no agradezca la ayuda recibida. Por el contrario, que se sienta aún más miserable por no lograr suplir las propias necesidades, por vivir en dependencia. No puede entender el gesto de amor; la ayuda recibida dilata la incomodidad dadas las diferencias existentes; se revela ante las desigualdades y se niega ante la lección de amor recibida. Quien no practica la caridad por amor, perdido en la incomprensión, irá a frustrarse en ese momento. Hay casos en los que el benefactor se desanima ante las dificultades creadas por las sombras para enredar la luz”.

“Hacerlo por la alegría del otro debe ser un gesto de amor. Hacerlo por amor es como plantar flores para tornar más bonito y agradable el sendero de desconocidos caminantes, sin que nada se sepa sobre el sembrador”.

“Que la alegría ante la alegría del otro sea siempre un contentamiento, jamás una dependencia. Recuerda que la alegría está en lo más íntimo del ser. Compartir lo mejor que tenemos nos hace sagrados. Sagrados con el otro; con-sagrados. No obstante, no se debe olvidar que para que la semilla germine necesita de suelo fértil. No siempre lo encontraremos; mas no por eso debemos desistir o lamentarnos. El amor reside en dar. Empéñate en compartir; recibir es efecto que no se debe esperar. No es típico del amor. El amor nada espera, nunca cobra y jamás se lamenta”.

“Otra equivocación común es imaginar que la caridad apenas es posible a través de contribuciones financieras. Tonto engaño. La caridad emocional tiene valor inconmensurablemente más alto que la ayuda material. Sin duda, el mundo precisa de una mejor distribución de renta para una convivencia más humana. No obstante, la humanidad carece más de abrazos y comprensión que de cheques. Esta es la maravillosa misericordia accesible a todos. Nadie es tan pobre que no pueda disponer de un poco de compasión, paciencia y cariño para alguien que esté desamparado. Muchas veces dentro de la propia casa. Sí, la caridad afectiva se inicia en la familia. Antes de salvar al mundo, el individuo debe apagar el incendio que arde en su casa”.

“La historia relata que las personas que cambiaron el destino del mundo, aquellas que han sostenido espiritualmente el planeta, en su mayoría, nunca tuvieron más que unas pocas monedas en el bolsillo”.

Lo interrumpí para decir que la caridad era muy compleja. El Viejo concordó parcialmente: “Compleja por su simplicidad”. Enseguida, el monje me hizo recordar un importante detalle: “En el sermón proferido en la montaña el Maestro mencionó que la mano izquierda no debe saber lo que hace la derecha. Esta lección trae en sí varias enseñanzas”.

“Él decía que no debemos divulgar cualquier ayuda practicada. Esto sería como promover un baile para las sombras del orgullo y de la vanidad. Otra razón tiene que ver con el beneficiario, pues en lo posible no debe saber quién fue el benefactor. Así no habrá deudas de cualquier especie, obligaciones de agradecimiento ni sensación de desigualdad entre los involucrados. Recuerda que la caridad, ante todo, es un acto de amor. El amor apenas se completa en su incondicionalidad, sin necesidad de juicios, reconocimiento o contraprestaciones. De lo contrario, es un amor aún inmaduro; o no es amor”. 

Bebió un sorbo más de café y prosiguió: “En profundidad, cuando el Maestro dice que ‘la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha’ alerta al propio benefactor a no exaltar el hecho para sí. Al final, la caridad tampoco puede volverse una fiesta para el ego, debe ser solitaria, lejos de la mirada pública. Hay que tener humildad y compasión. La caridad es un gesto natural de amor practicado por un alma pura y desprovista de cualquier interés, salvo el bien ajeno. Se practica la caridad porque se tiene amor en el corazón y el amor existe para sostener los pilares del propio templo: tu consciencia. La caridad debe ser como semillas lanzadas al viento que florecen en tierras desconocidas. Personas que tal vez nunca encontraremos, lugares a los que tal vez jamás volveremos. Cualquier otro propósito se perderá por inadecuación. El andariego hace el bien y prosigue; no mira atrás”. 

“El físico alemán Albert Einstein decía que el mundo de los hechos no siempre conduce al mundo de los valores. Es decir, hacer el bien por sí solo no hace a un hombre bueno. No basta que exista la fruta para conocer el árbol; es necesario sentir el sabor, pues no todos los frutos de bella apariencia son dulces. Por tanto, es preciso profundizar en la esencia. Allí está el gusto y la miel. Se practica el bien por muchos motivos, no todos virtuosos. El hombre bueno practica el bien sin algún esfuerzo o interés, pues tiene consciencia de que hacer el bien no trae en sí cualquier mérito; hacer el bien no cansa; no causa tedio.  Se trata de un ejercicio indispensable a un ser que transborda de amor. Significa un alma que ya despertó en sí la sabiduría sobre la utilidad del amor”. 

El Viejo tenía razón. La caridad es acto de puro amor. Puro de subterfugios, de motivaciones, excusas e intenciones inconfesables. Es preciso vivir el amor en sí para practicar la caridad en el mundo. 

Como creí que el asunto había finalizado, me levanté para buscar un rincón en el cual reflexionar sobre aquellas palabras. Sin embargo, Raimundo comentó que más profundo era el entendimiento y la práctica de otra vertiente de la misericordia: el perdón. El Viejo concordó: “El perdón es la caridad espiritual”.

Volví a acomodarme en la silla y a llenar mi taza con café. Comenté que el perdón no era una virtud difícil de ser practicada. Raimundo intercambió miradas con el Viejo y me preguntó si yo ya había perdonado a todas las personas que algún día me habían herido. Respondí que sí. Ya no les deseaba mal ni alimentaba algún resentimiento. A algunas todavía no las trataba, ya que el error había sido de ellas. Por lo tanto, les correspondía, una vez se arrepintieran, buscarme. Agregué que yo las recibiría de buena manera. Los dos volvieron a mirarse en complicidad de ideas. Yo había caído en una trampa muy común, la ilusión del perdón.

El Viejo explicó: “Así como la caridad, el perdón tiene algunos niveles de entendimiento. Algunos más suaves, otros más severos, todas las heridas son prisiones espirituales.  La más cruel hace surgir el deseo de venganza como engaño de superación con relación al mal sufrido. Es la mazmorra creada por el ápice del odio en situaciones emocionales mal resueltas. Vale resaltar que la resolución del perdón no está en el otro, sino en sí mismo. No importa lo que haya sucedido, nada más debe pasar para que brote el perdón. Sí, el perdón puede nacer de modo espontáneo y unilateral”. 

Colocó un pedazo más de torta en el plato y continuó: “El perdón es sabio ya que si continúo dependiendo de la buena voluntad del otro para la solución del conflicto, le concedo el poder sobre mi vida. La cura del resentimiento, que tanto dolor causa, sólo es posible a través del perdón, pues de lo contrario quedaremos suspendidos por tiempo indefinido hasta que el supuesto detractor alcance la consciencia para revisar sus errores, pedir disculpas y reparar el mal. Esto puede demorar milenios y dejarnos presos en la celda del resentimiento, incompletos de espíritu por tanta dependencia emocional”. 

Si él me pide disculpas, lo perdono, se justifican. Nada entienden sobre el perdón. Para que el perdón sea verdadero no exige cualquier condición. El perdón es un gesto de amor. Para los sabios el perdón es una pista de despegue para vuelos inimaginables”.

“Peor aún, mucha de la rabia que se siente puede no haber surgido por causa de un error ajeno. El mero hecho de que alguien no desee mi deseo puede volverse resentimiento si estoy desequilibrado. El mundo tiene derecho a pensar y escoger diferente de lo que pienso y escojo; nadie está obligado a concordar conmigo o a atender mis deseos, pero solemos olvidarlo. La no aceptación de la libertad ajena es la causa más común de impedimento de la propia libertad. La incomprensión con relación a las elecciones ajenas, aún las legítimas, son fuentes de muchos resentimientos. Los resentimientos son las rejas creadas por un ego primitivo, salvaje y bestializado”.

“El entendimiento y la práctica del perdón como un acto de amor incondicional es la autorización concedida a sí mismo para ser libre, digno, feliz y vivir en paz. Perdonarse para ser pleno”. 

“El perdón no se trata apenas de no querer el mal del otro, sino de desear que todos los involucrados sean envueltos en luz. Inclusive tú. En la luz el mal no sobrevive; allí reina el amor”.  “De lo contrario, al depender de cualquier actitud de otra persona para que se dé el perdón, estaremos en la neutralidad de la existencia. Quedaremos estancados y la vida exige movimiento y virtud. El amor nos conduce hacia el polo positivo del universo. El perdón es el barco que nos permite atravesar de una orilla a otra. El perdón es una de las más sagradas maneras de amar”. 

“El perdón es el ofrecimiento de la otra cara, aquella que las sombras aún desconocen. El lado de la luz”.

“Perdónate y pide perdón siempre que sea necesario; intenta, si es posible, reparar la equivocación practicada. A partir de ahí cuestión terminada; prosigue”. Cuestioné si era así de simple.  El Viejo asintió: “Sí, en verdad, aunque profundo, es muy simple. Si el otro no acepta el perdón, sea el solicitado o el ofrecido, será una cuestión interna suya en la cual no nos corresponde ninguna otra actitud o interferencia. No se puede interferir en las elecciones ajenas, no obstante no permitas que te aprisionen”. 

Raimundo interrumpió para decir que todos los egos irreductibles con relación al perdón deben buscar un terapeuta para tratarse. El buen monje se rio por el modo incisivo en que el cocinero se expresó, mas concordó con él. Discordé.Insistí en que la cuestión no era así de simple. El Viejo mantuvo la posición: “Sí, es simple. Sofisticadamente simple. Sin embargo, debes tener la consciencia de no usar el perdón en vano. Libérate de la culpa que paraliza y acepta el compromiso con la transformación. Asume la sincera responsabilidad ante ti mismo de hacer diferente y mejor la próxima vez. Valoriza el sentido y la intención del gesto para no desvirtuar una actitud tan bonita. Aprovecha el hecho para crecer. No se pide perdón en la práctica de un acto vacío de virtudes, con palabras que no tengan la debida carga de compromiso. Muévete a través de buenos sentimientos e ideas nobles. Tampoco se perdona sin tales principios, pues sería un auto engaño. El perdón para ser verdadero precisa traer en sí varias virtudes que lo construyen: Amor, humildad, simplicidad, compasión, generosidad, delicadeza, sinceridad, honestidad y coraje, mucho coraje. Apenas los fuertes perdonan y piden perdón”.

Guardamos silencio por un tiempo. Raimundo percibió mis pensamientos longincuos y mencionó que pocos se daban cuenta de la grandeza de vivir la misericordia en total amplitud. Concordé. El Viejo profundizó la conversación: “No en vano la misericordia es la quinta Bienaventuranza. No sin motivo es el Quinto Portal del Camino. Por tanto, se hace necesario ultrapasar los cuatro portales anteriores, apenas posible cuando se trae en sí muchas otras virtudes ya sedimentadas en el alma. La misericordia es una de las más sublimes maneras de amar.  También es una de las palabras más lindas por su construcción, que traduce toda la luz contenida en esa virtud. Misericordia es la junción del sufijo ‘miser’ al término latino ‘cordis’, que significan desventura y corazón respectivamente; es decir, misericordia es el acto sagrado de ofrecer amor como bálsamo al sufrimiento de alguien. Aplica también con relación a sí mismo. Amarse como terapia de cura es acto primordial para amar al mundo como indispensable método de expansión del ser”.

El Viejo desocupó la taza de café y finalizó: “Pablo, el apóstol del pueblo, tenía razón cuando escribió en su carta más famosa ‘sin amor nada seré’. Amores la palabra que sintetiza toda la evolución”.

Raimundo se disculpó pues tenía que preparar la cena. Enseguida, el Viejo también se levantó para leer en la biblioteca del monasterio. Me quedé viendo al buen monje alejarse a paso lento, pero firme.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

1 comment

Cecé octubre 23, 2019 at 1:18 am

La verdad es que, como cada uno de tus relatos, llega a mi vida en el momento indicado. Muchas gracias por eso!
Hoy, por primera vez, me decidí a escribir un comentario y hacerlo público. Entendí que es importante hacerte saber que tus escritos vienen siendo, desde hace ya unos años, una guía para esta búsqueda del camino hacia la «perfección del ser»… Gracias también por eso!

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