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Sobre sintonía, alas y equipaje

Hace mucho tiempo, fui invitado por el Viejo, como llamábamos cariñosamente al monje más anciano del monasterio, a acompañarle en una serie de charlas que daría. Sería un viaje de dos meses por varios países. Muy ilusionado, no dudé en aceptar y me programé para aprovechar al máximo la experiencia. En aquel momento, como era responsable de una agencia de publicidad, planifiqué todas las actividades previstas para aquel período y me aseguré de que todo funcionara sin necesidad de mi intervención. Sólo debían llamarme si se producía una situación extremadamente grave que ellos no fueran capaces de resolver. En la práctica, me había programado para un periodo sabático, una especie de equilibrio existencial general que consideraba necesario en aquel momento. Como un espectador que ve la película de su propia vida, quería comprender más y mejor al protagonista de mi historia. No sabía, sin embargo, las sorpresas que la narración me tenía preparadas.

Los primeros días fueron maravillosos, como suele ocurrir al principio de cualquier vacación, cuando cambiamos nuestra rutina y desconectamos de los innumerables compromisos y obligaciones. Fuimos muy bien recibidos allá donde fuimos. Ya habíamos visitado tres ciudades. En todas ellas había comprado recuerdos del viaje. Después de la primera semana, poco a poco, me dejé llevar por viejos conflictos que me entristecían o irritaban. Sin darme cuenta, ya no estaba del todo de viaje. El cuerpo viajaba, el alma seguía prisionera de conflictos recientes y remotos. Fue entonces cuando el anciano pasó por mi habitación para ir a desayunar y me vio envuelto en la dificultad de hacer la maleta, en la que ya no cabían tantas cosas que había comprado. Comentó: «No se puede disfrutar de un viaje sin entender el equipaje». Le dije que no lo entendía. Intentó ayudarme: «El equipaje informa del viaje e identifica al viajero». No dije nada. Bajamos al hotel a desayunar.

Como el tema de la conferencia del Viejo, Armonía y Sintonía, era el mismo en aquel ciclo de conferencias, no tardé en aburrirme. Creía haber entendido todo lo necesario. El aburrimiento trajo de vuelta las preocupaciones habituales y los recuerdos dolorosos recurrentes. ¿Por qué nos atormentan tanto algunas situaciones del pasado? Cuando pensamientos así dominan nuestros días, la alegría se escapa, nos volvemos aburridos, somos mala compañía, sobre todo para nosotros mismos. Aunque creamos que la culpa es del lugar, de las circunstancias o de las personas que nos rodean. El corazón se vuelve sombrío y la mente se nubla. Malhumorado, empecé a meterme con todos y con todo. Sin darme cuenta, comprar se había convertido en el único placer de un viaje que cada día perdía su encanto. Le dije al anciano que, como ya había asistido varias veces a su conferencia, a partir de entonces aprovecharía mejor el tiempo paseando por las ciudades que visitáramos. Me dijo que comprendía mi ausencia de las conferencias.

Le comenté que necesitaba otra maleta. Con su aguda sensibilidad y refinada percepción, se mostró comprensivo: «Comprendo perfectamente tu ausencia de las conferencias. Recuerda que sólo un viajero ingenuo viaja para olvidarse de sí mismo, de sus problemas y dificultades. Nosotros llevamos el equipaje de todos nuestros viajes».

El monje avanzó en la conversación y me advirtió: «Vayas donde vayas. Sé y mantente siempre íntegro. De lo contrario, será un viaje en vano». Le dije que no entendía esta afirmación. Intentó ayudarme desde otro ángulo: «¿Qué opinas de mis conferencias? Le dije que me parecían muy interesantes, pero como eran iguales en todas partes, le confesé que estaba cansado de ellas. Me comentó: «Sé que has entendido el contenido de las conferencias, pero tengo dudas de que las palabras te hayan llegado al corazón». Hizo una pausa y añadió: «La armonía se caracteriza por el arte de vivir desactivando los conflictos o, en una fase más avanzada, ni siquiera permitiendo que surjan. A menudo no puedo evitar que la gente esté molesta o resentida conmigo. A menudo son problemas personales con ellos mismos; poco o nada puedo hacer al respecto. Otras veces, los conflictos son el efecto de mis errores. Si he cometido un error, debo disculparme y, si es posible, reparar el daño causado. En ambos casos es necesario tener humildad para aceptar mis propias dificultades y no exigir a nadie la perfección que no poseo; sencillez para dejar de lado los subterfugios que me alejan de la verdad de lo que soy, y compasión para comprender, y sobre todo sentir, la dificultad del otro para relacionarse con la realidad tal y como la ha construido. Nadie va más allá de lo que ya es capaz de hacer. Comprensión y sentimiento, percepción y sensibilidad. Un sabio sin amor es como un templo que tiene una hermosa fachada, pero el interior está en ruinas.

Dejó vagar sus ojos a través del cristal que nos separaba de la calle y divagó: «La armonía, ya sea con uno mismo o con el mundo, es imposible sin el ejercicio del perdón. Todo el mundo conoce el valor del perdón para acabar con el sufrimiento e impulsar las liberaciones indispensables. Lo que pocos saben es que el perdón es un maestro, por excelencia, en el arte de amar. Muchos interpretan el perdón como un gesto de humillación porque se creen disminuidos al confesar una debilidad o una dificultad. El orgullo les impide percibir la grandeza del gesto y obstaculiza el paso primordial para comprender la transformación necesaria para la evolución. Sin embargo, no basta con pedir disculpas. Recuerda que la disculpa debe ir acompañada del compromiso sincero, ante uno mismo, de hacer las cosas de forma diferente y mejor a partir de ese momento. Además de comprender, es necesario sentir el dolor causado para que el error no se repita. La palabra debe estar impulsada por el verdadero sentimiento que la representa. El desfase entre el significado de la palabra y el sentimiento que la dignifica puede agravar aún más el sufrimiento ajeno por la insensibilidad mostrada. Cuando razón y sentimiento se alinean en un mismo propósito, la reconstrucción del ser se completa en la coherencia del vivir. Rescato lo mejor de mi esencia. Me libero del error para avanzar. Reconquisto la dignidad y la paz. Reavivo mi luz y la uso como faro para mis próximos pasos. Agrego un poco más de verdad en mí».

«Quienes no comprenden la grandeza de una disculpa aún no están preparados para aprender de los errores y posponen el indispensable encuentro con sus amos. Prefieren escapar construyendo tortuosos razonamientos como método para justificar su propia incapacidad. Así, sin darse cuenta, la perpetúan. No comprenden por qué sus vidas se convierten en una fábrica de conflictos. Seguirán viendo dificultades en todo y serán un problema para todos. Son prisioneros obstinados por negarse a armonizar sus conflictos. No son conscientes de la importancia de la armonía».

«Los diálogos son los puentes que nos permiten llegar a los demás. No hay comunicación sin escucha; al mismo tiempo, para que nos escuchen, es necesario tener la voz tranquila y las ideas claras para que comprendan nuestras razones y sentimientos. No hay armonía sin sintonía».

«La sintonía es la capacidad de encontrar la frecuencia posible para escuchar a cada persona y conseguir que nuestra voz sea escuchada por todos. Esto será imposible hasta que descubramos la sintonía que nos permita escuchar nuestra propia voz. Hasta que no aprenda a hablar conmigo mismo no podré hablar con nadie más. Todo en el mundo tiene alguna relación con el contenido que existe dentro de mí. Ya sea para comprender lo que ya no quiero o para entender cómo puedo ir más allá de donde estoy. La falta de armonía impide la armonía. Reina la confusión interna. En ausencia de armonía es imposible llegar a ser plenos debido a la desarmonía que nos causamos a nosotros mismos. Le pedí que me lo explicara mejor. El Anciano lo explicó sucintamente: «Cada individuo necesita aprender a encontrar su propia sintonía para poder dialogar consigo mismo. De lo contrario, sólo habrá ruido y ninguna voz. Recuerda que somos muchos en uno. Quien no sabe hablar consigo mismo es incapaz de comunicarse con los demás. Esta es la razón de los grandes y constantes conflictos. Necesito encontrar mi paz para armonizarme con el mundo.

Dije que nada de esto me era desconocido. Pensé que todo el mundo tiene problemas y a veces nos enfadamos. Nada anormal. El anciano sacudió la cabeza y, como proponiendo un acertijo: «Nadie encuentra su propia sintonía sin descifrar el misterio del equipaje», y no dijo más palabras. Me quedé sin entender la correlación.

Al día siguiente nos fuimos a otra ciudad. Mis maletas, llenas de compras, no aparecieron en la cinta transportadora del aeropuerto. El buen monje se libró de esta incomodidad, pues sólo viajaba con una pequeña maleta. Yo me quedé con mi mochila y la expectativa de que las maletas fueran entregadas sin demora.

Estaba disgustado por la desaparición del equipaje. Había comprado muchas cosas bonitas, algunas para uso personal, otras para regalar a los amigos. De repente, todo había desaparecido como en un espectáculo de ilusionismo. Desanimado por seguir comprando mientras las maletas no llegaban, decidí disfrutar de los días de otra manera. Vagué sin rumbo por las calles. La sensación de pérdida me hizo despertar, aunque aún no era plenamente consciente, de qué posesiones eran mías y de cuáles sólo tenía posesión. ¿Qué importancia tiene tener aquello que puedo perder sin tener ningún control sobre ello? Esa fue la pregunta que me hice. Como quien sale a pasear justo después de un breve verano, me dejé sorprender por la luz del sol. Observé los detalles y tallas de los edificios, los rostros de la gente, la belleza de los colores, la magia de los aromas, los sabores insólitos y el encanto de las palabras que me llegaban desde el momento en que me disponía a escuchar a la gente. Sin darme cuenta, al permitirme estar completamente conmigo mismo y experimentar la disponibilidad de las cosas que hay en el mundo, sin ninguna ansiedad por poseerlas, mejoré la escucha de mi propia voz. Empecé a darme cuenta de la enorme importancia de estar en sintonía con todas mis voces para construir lo que puedo llegar a ser.

Aprender a escuchar nos hace perfeccionar nuestra voz. Cuando mejoro mi diálogo interno, mejoro mi comunicación con las personas, mis conexiones con las estrellas, dignifico las relaciones, pacifico los conflictos, me libero de viejas prisiones y sigo hacia vuelos inimaginables. Encuentro la felicidad en dejar de ser quien era y encantarme con la posibilidad de transformarme en todo lo que puedo ser. Pienso mejor y amo más. Un logro que se consolida en la conciencia de un verdadero poder intrínseco y se realiza a través de una nueva realidad. El mundo es el mismo y las personas son las mismas. Sin embargo, todo cambia.

Aquella tarde, sentado solo en una cafetería, disfrutando del movimiento del mundo, se me ocurrió una pregunta. ¿Volar hacia vuelos inimaginables sería sólo poesía o era una realidad posible? De ser así, para volar necesitaría alas. ¿Dónde estarían? No sabía la respuesta.

Al final del tercer día, viviendo esta nueva rutina, un poco más compenetrado y con un mejor diálogo interno, se desató una tormenta torrencial. Decidí volver andando al hotel. Fue divertido caminar bajo la lluvia, algo que no había hecho en muchos años. Cuando llegué, recibí la noticia de que mis maletas estaban a mi disposición en el aeropuerto. Me sorprendió la casi indiferencia que me causó el hecho. Aunque en aquel instante no comprendía la totalidad de los fundamentos, algo se estaba transformando. A la mañana siguiente fui a buscarlos. Regresé al hotel en metro. En el vagón, sentada a mi lado, había una señora con expresión triste. Cuando empecé a hablar con ella, me enteré de que tenía un pequeño puesto donde vendía diversos artículos en un mercado popular de la ciudad. Su tristeza se debía a que la fuerte lluvia de la noche anterior se había llevado todas sus pequeñas existencias, que guardaba en un almacén cercano al mercado. Como no tenía dinero para reponer las pérdidas, no sabía cómo ni cuándo volvería a trabajar.

No lo dudé ni una fracción de segundo. Corazón y mente, en sintonía, me permitieron la plena armonía de aquel vuelo. Le expliqué a la señora que las maletas que llevaba estaban llenas de objetos adquiridos para diversos fines. Eran cosas de buena calidad. Sin embargo, nada en la maleta me daría mayor alegría que verla reiniciar su negocio. Al principio se negó, porque temía que en el mercado la gente sospechara del origen lícito de aquellas mercancías. Me ofrecí a acompañarla y a darle las explicaciones que fueran necesarias. La ayudé a montar y guardar el pequeño puesto. Me quedé a su lado hasta que se hizo la primera venta. Fue el punto de partida de un nuevo ciclo. Para ella y para mí. Cuando vi la luz de una sonrisa en su rostro, giré sobre mis talones y me marché sin decir una palabra ni mirar atrás. Estoy seguro de que en sus oraciones tengo el más puro de los agradecimientos. He aprendido que ese será siempre el mejor recuerdo de cualquier viaje.

Fue entonces cuando comprendí el significado del equipaje.

Revoloteé por las calles de la ciudad como un pájaro que aprende a volar fuera de su jaula, encantado de descubrir que los barrotes no son las últimas fronteras de la realidad. A última hora de la tarde me dirigí al lugar del simposio. El anciano era el último en hablar y estaba a punto de cerrar cuando llegué. El buen monje estaba haciendo una aclaración para el público, pero tuve la clara sensación de que era una continuación de nuestra conversación: «Mejorar la sintonía es indispensable para la armonía. Del mismo modo, el equipaje determinará las direcciones del viaje». Hizo una pausa para terminar: «Para cambiar el viaje es necesario cambiar el equipaje». Aunque se trataba del mismo tema, el anciano no daba dos veces las mismas conferencias.

En ese momento tuve la respuesta a la pregunta que me intrigaba. Volar hacia lo inimaginable no es sólo poesía, sino una realidad sincera. ¿Las alas? Bueno, están en mi equipaje.

Desde entonces hago como el Viejo. Viajo con una pequeña maleta que contiene sólo lo necesario. Las cosas importantes, valiosas e indispensables, un poco cada día, las meto en los bolsillos de mi mente y en los cajones de mi corazón. Yo soy mi equipaje.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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