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El templo del maestro

Una vez más, surcaba los senderos pavimentados de Arizona rumbo a la casa de Canción Estrellada, el chamán que tenía el don de trasmitir la filosofía de su pueblo a través de la palabra y de la música. Me consideraba privilegiado por tener varios maestros dispuestos a orientarme. El Viejo, Lorenzo, Li Tzu y Canción Estrellada tenían sus peculiaridades y sabidurías propias. De manera interesante, eran profundamente parecidos y al mismo tiempo muy diferentes entre sí. En aquel momento yo enfrentaba un dilema. Los negocios no iban bien; mi agencia de propaganda atravesaba una seria turbulencia financiera. El país pasaba por un período de dificultad en su economía. Mientras algunos clientes se atrasaban con los pagos debido a la crisis, otros habían decidido rescindir los contratos hasta que la situación mejorara. Si no había algún cambio, pronto me vería obligado a demitir funcionarios y, a mediano plazo, cerrar las puertas la agencia. Una corporación multinacional me había hecho una oferta de compra, pero el valor ofrecido era bajo. Insistir en el negocio o vender la empresa; reinventar la agencia o cambiar el ramo de actividad. Mientras manejaba, analizaba la posibilidad de estar viviendo el final de un ciclo de mi vida. Al final, yo había aprendido que todo en la vida se mueve en ciclos de aprendizaje y, consecuentemente, de evolución.

Fue lo que le dije a Canción Estrellada cuando lo vi. Él me recibió con una sonrisa sincera y un fuerte abrazo. Llenamos las tazas con café fresco y fuimos a la agradable terraza de su casa. Me acomodé en una poltrona mientras él, en frente mío, se sentó en la mecedora. Encendió su indefectible pipa con hornillo de piedra roja, como si supiera que la conversación sería larga. Con infinita paciencia escuchó la narración de mis problemas y de los dilemas que me azotaban. ¿Era el fin de un ciclo o el momento de transformación vital dentro del propio ciclo? Yo necesitaba una respuesta y le confesé que, por tener tantas dudas, había ido a buscar las respuestas en el maestro.

El chamán fumó de su pipa, me miró profundamente y dijo: “Para poder ayudarte, necesito que vayas hasta lo alto de la montaña y me traigas una hierba conocida como ‘ojos de águila’. Haremos un té con ella”. Le pregunté si él iría conmigo y la respuesta fue negativa. Mencioné que como no conocía la hierba, sería imposible encontrarla solo. Canción Estrellada explicó: “¿Sabes llegar a mi ‘lugar de poder?” Moví afirmativamente la cabeza. Era el lugar a donde le gustaba ir al chamán para conectarse con el lado invisible de la vida. Yo ya lo había acompañado hasta allá en diversas ocasiones. Él prosiguió: “Al lado del árbol que está a la orilla del peñasco, hay una plantita cuyas flores parecen pequeños ojos. Cuando la veas no tendrás duda. Trae un generoso ramo para el té”. Quise saber cuándo debería partir. El chamán fue firme: “Ya”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “Por ahora, es solo esto”.

Animado, partí de inmediato. Durante el recorrido hasta lo alto de la montaña, pensaba en los poderes que tendría una hierba conocida con el nombre de “ojos de águila”. Los chamanes eran conocidos por su integración con las fuerzas de la naturaleza, por los rituales que alteraban el estado de consciencia y permitían una óptica diversa de la realidad. Yo había participado de algunos con Canción Estrellada. A su vez, las águilas eran famosas por su capacidad de volar más allá de las nubes y desde lo alto, tener una visión diferente y exacta sobre todas las cosas que están en el suelo. La posibilidad de participar de un ritual mágico en manos de un consagrado chamán como lo era Canción Estrellada, me impulsaba a conseguir pronto la hierba. Por más que iba rápido, solo llegué al lugar al final de la tarde. No fue difícil encontrar la hierba al lado del árbol que se equilibraba a la orilla del abismo. Agarré un buen puñado y lo coloqué en la mochila que llevaba terciada. Sin demora, comencé a bajar la montaña; fue cuando la noche me sorprendió. Como el sendero tenía muchas veredas que conducían a diferentes destinos, en lo oscuro – en la prisa, había olvidado llevar una linterna – no estaba en condiciones de usar mi memoria visual, mi única guía, así que tuve que detenerme. Si paraba allí, podría seguir tranquilamente tan pronto como amaneciera; si optaba por seguir y tomaba una vereda errada, estaría perdido; tal vez, durante varios días.

Entre frustración e irritación, me recosté en una enorme piedra para pasar la noche. Como tampoco había llevado fósforos, no podía encender una hoguera para espantar tanto el frío como a los animales. Grandes felinos y cobras venenosas son comunes en las montañas de Arizona. Sentí mucho miedo y a medida que mi visión se acostumbraba a la oscuridad, permanecí vigilante para percibir cualquier aproximación hostil. Con el pasar del tiempo me di cuenta de que poco o nada podía hacer ante el ataque de un leopardo o de una escurridiza cascabel. Pensé, por otro lado, que como no era presa típica de esos animales, había una enorme posibilidad de que ellos no se importunaran si yo pasaba la noche quieto donde estaba. En ese raciocinio residían mis pensamientos en aquel instante. Me esforcé para mantener un patrón vibracional de confianza, pue esto me ayudaba bastante a protegerme. Lentamente la tensión inicial se fue disolviendo. Tuve la nítida sensación de que todos mis miedos, no solo los relativos a los animales, estaban enmudecidos. Fue como si al silenciar uno de los miedos, me tornara capaz de callar los demás. Cuando percibí, estaba apreciando la bellísima noche estrellada desde lo alto de las montañas. Pensé en los dilemas que me habían llevado hasta allí. Al analizarlos con distanciamiento, me parecían diferentes. Tuve la extraña sensación de que el problema no era tan grave y hasta ventilé algunas soluciones que me parecían simples y agradables. Envuelto en una amorosa serenidad, adormecí. Desperté con los primeros rayos de sol y el recuerdo de los pensamientos que tuve antes de dormir. No obstante, nada como la palabra del maestro y una ceremonia mágica para conocer la mejor decisión. Me apresuré para continuar el descenso.

Al llegar a casa de Canción Estrellada, él me aguardaba en la terraza, sentado en la mecedora. Afligido, saqué el atado de hierbas de la mochila y se lo entregué al chamán. Él se levantó para preparar el té. Cuando regresó con la tetera que contenía las hierbas en infusión, le pregunté si haríamos el ceremonial mágico con los “ojos de águila” allí mismo. Él quiso saber de qué estaba hablando, pues no entendía. Atónito, le dije que creía que aquellas hierbas servirían para algún ritual que permitiera la expansión de consciencia y la obtención de la decisión acertada para mis dudas. El chamán reposó la tetera sobre la mesa y habló con desfachatez: “La infusión de ‘ojos de águila’ es perfecta para acompañarla con galletas de vainilla; desde hace días estaba con antojos¨ y se dirigió a la cocina. Cuando regresó con un paquete de galletas en la mano, me acometió un ataque de furia. Le dije que aquello era una desconsideración, una broma de mal gusto, una falta de respeto. Yo había ido en busca del consejo de un maestro, había atravesado el continente en busca de una solución a mis problemas y él me mandaba a subir la montaña, corriendo el riesgo de ser atacado por predadores, para traerle una hierba que servía apenas para hacer una infusión que acompaña muy bien colaciones de vainilla. ¿Así eran las cosas? ¡No! Definitivamente aquello no era correcto.

Canción Estrellada dio una carcajada, típica de una situación divertida, y dijo: “Tómate el té. Respira hondo, cálmate, solo entonces podremos conversar”. Cuando me llevé la taza de té a la boca, él habló como si fuera un niño travieso: “Y no olvides las galletas de vainilla” y rio nuevamente. Recapitulé y tuve que reír también, derramando sobre la camisa un poco de té.

No demoré en serenarme. En seguida, quiso saber cómo había sido mi noche en la montaña. Mencioné el miedo que había sentido y la manera como lo controlé. El chamán, como si lo supiese, me preguntó si nada más había sucedido. Respondí que no. Como él quedó en silencio, volví a pensar en la noche anterior. Pasado un tiempo recordé cómo la situación proporcionada por la noche en la montaña y debido al peligro, la quietud y la soledad, yo me había permitido una visión diferente con relación a los problemas que enfrentaba. Le conté que hasta había vislumbrado posibilidades sencillas y de agradable solución. Le comenté sobre la extraña sensación de calma que me permeó la noche anterior, a pesar del miedo inicial. No obstante, resalté que la palabra de él, que era mi maestro, sin duda era más importante. También confesé que esperaba que hiciéramos un ritual mágico, el cual nos auxiliara con las respuestas que yo necesitaba.

El chamán tomó un sorbo de té y dijo con naturalidad: “Tú ya hiciste el ritual mágico”. Desconcertado, dije que no había entendido. Él explicó: “Un ritual mágico no es nada más que una ceremonia de transformación, de cambio íntimo. Un cambio de visión definitivo. Dejar de ser quién eres para ser otro; ser el mismo, pero diferente y mejor. Una decisión personal por elecciones hasta entonces impensadas o reprimidas, pero que a partir de aquel momento se vuelven irreversibles. Eso siempre es posible cuando nos permitimos ver más allá del velo de la ilusión proporcionado por las sombras personales. En tu caso, el miedo te impedía ver claramente. Cuando lo controlaste, pudiste ver lo que no podías ver hasta ese momento”. Comió una galleta y prosiguió: “Nadie necesita de un chamán o de un maestro para alcanzar ese nivel o tener una visión más afinada con relación a la realidad. Es más, nadie puede hacer eso por ti. Es preciso estar solo, así como en la pasada noche, para conversar consigo mismo. Será necesario acallar los gritos de las sombras, como lo hiciste con el miedo.  Estar provisto de buenos conocimientos es importante para auxiliar a la mente a construir buenas ideas; además de dejar florecer los buenos sentimientos para transformar las ideas en sabiduría, a través de las elecciones que tendrás en adelante. Sabiduría es el conocimiento elevado aplicado en el día a día”.

“La noche pasada, al encontrarte contigo, obtuviste las respuestas a las dudas que te atormentaban. Esto es transformación, es una conversación con la verdad; con tu verdad. Aunque no sea definitiva, está acorde con el nivel de consciencia y capacidad amorosa alcanzados hasta ahora; eso sucederá otras veces. Fue un ritual de transformación solitario -como debe ser un ritual de transformación- pues es un encuentro personal e íntimo. Esto es un verdadero ritual mágico, siempre al alcance de cualquier persona y no de un monopolio de falsos magos y gurús oportunistas, que fingen ser detentores de secretos círculos de conocimiento y poder, con la intención de sacar provecho. La verdad, aunque profunda, es simple y es accesible a todos. No existen privilegiados a los ojos del Universo; nadie está dotado de poderes especiales, salvo aquellos que cada uno tiene sobre sí mismo. Cualquier fuerza de dominación sobre otra persona es una manifestación sombría, indebida y contraria a la luz”.

“Esto diferencia a un maestro de un gurú. El maestro indica un camino a ser recorrido, nunca la solución encontrada; muestra posibilidades subjetivas, nunca ofrece una respuesta objetiva; él te hace pensar. El gurú entrega la respuesta lista, lo que aparentemente evita esfuerzo y exime de responsabilidad ante la decisión; esto genera mucha dependencia y ningún avance. El gurú vive de la dominación ajena. El maestro siembra libertad, suya y de toda la gente”.

Comenté que ya había sido testigo de algunos rituales de invocación e integración con fuerzas de la naturaleza guiados por él. El chamán ilustró: “Sí, es verdad. Son rituales importantes, de mucho valor y tienen su aplicación. Sin embargo, ninguno es más importante que aquel que te lleva al encuentro contigo mismo. Para esto, cualquier rincón sirve, todos los días son buenos. Basta quietud y soledad, para ir conociéndose más y más a cada día. Magia es transformación, apenas esto. Una ceremonia mágica no tiene nada de extraordinario, salvo la transformación interna que provoca; nada tiene de sofisticado, salvo el encuentro con el verdadero y definitivo maestro. Cada uno es el maestro de sí mismo”.

Cuestioné si yo podía prescindir de los maestros y aprender todo solo. El chamán fue didáctico: “Sí, es posible. No obstante, los sabios de la humanidad suelen valerse de aquellos que los antecedieron. Sin embargo, se permiten ir más allá”. Bebió un sorbo más de té y prosiguió: “Las luces del mundo me ayudan a encender mi propia luz. Así mismo, es fundamental no caminar todo el tiempo orientado por la iluminación ajena. No debe haber dependencia o vicio, pues la luz del otro puede no estar disponible mañana. Es indispensable que tengamos luz propia. Solo así podremos recorrer el Camino como se debe: con los propios pies”.

Le pregunté si él quería conocer las soluciones que había encontrado a mis problemas. Canción Estrellada negó: “No es necesario. Si las soluciones pacificaron tu alma son perfectas para ti en este momento de la existencia. Oír las soluciones que encontraste es tener la tentación de influenciarlas con mi verdad. Correría el riesgo de errar por mis ojos. Erra y atina, pero siempre orientado por tu maestro. Búscalo en tu verdadero templo, el corazón. Los errores son inevitables; ellos sucederán, pero también ayudarán en tu evolución. Los errores son poderosos auxiliares de los verdaderos maestros. El error es un método eficaz de evolución desde que tú lo envuelvas con amor y tengas el firme propósito de aprender de tus clases”.

En aquel momento entendí que estaba ante un verdadero maestro. Él acababa de presentarme a otro. Aquel que todos cargamos dentro.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

1 comment

Scarlet G noviembre 30, 2019 at 11:24 pm

Excelente 💜👁

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