El viento parecía estar a favor. Hinchadas, las velas blancas con la cruz roja de los templarios impulsaban la nave con rapidez. Justo detrás, dos rápidas carabelas formaban la escuadra. Los marineros charlaban mientras se ocupaban de sus asuntos. En cubierta, un hombre apoyado en la pared miraba al infinito como si pudiera ver más allá del alcance de sus ojos. Me acerqué y me puse a su lado. La sensación del viento en la cara y el sabor salado del mar en los labios fueron importantes para anclarme en aquel tramo del viaje. No los de los barcos, sino los míos en particular. No dijimos una palabra durante un rato hasta que pregunté adónde íbamos. El capitán dijo: «A las Indias». Hizo una pausa, se encogió de hombros y consideró: «O a cualquier otro lugar al que nos lleve el océano». Comenté que debía de ser malo viajar sin tener ni idea del destino. El hombre reflexionó: «¿Alguien conoce su propio destino? Sólo los tontos creen que lo saben». Tuve que darle la razón, y continuó: «Vivir es como aventurarse en mares desconocidos. Comprender el océano es como comprender el Infinito».
Le dije que no entendía, y el capitán me explicó: «En la primera fase de la existencia, aprendemos a leer el mundo a través de los cinco sentidos básicos. El tacto, el gusto, el olfato, el sonido y la vista son las formas en que leemos todas las cosas. Es una etapa sensible, propicia a las nociones elementales de grande y pequeño, dulce y agrio. En un segundo momento, empezamos a utilizar palabras para describir y definir el mundo que nos rodea, porque necesitamos aprisionar el conocimiento para deleitarnos con el poder que representa. Esta es la fase intelectiva, en la que muchas personas se sienten orgullosas de sí mismas por creer que comprenden el mundo. Y lo que es más grave, creen que eso les otorga el conocimiento de la vida y del Absoluto».
Sin apartar la vista del horizonte, argumentó: «¿Cómo se puede describir algo que no tiene fin? Lo que no se puede ver, oír ni tocar causa confusión entre la gente. Sin embargo, los falsos profetas se engañan a sí mismos cuando creen tener respuestas a todas las preguntas. Confían en el poder del intelecto para explicar más allá de su capacidad. Como no conocen el significado del Infinito, se mienten a sí mismos. De este modo, engañan a todo el mundo. Las palabras no pueden describir una forma sin forma». Sonrió como quien se divierte con la travesura de un niño y comentó: «Toman las Escrituras, hinchan el pecho con orgullo y repiten las letras escritas diciendo que somos imagen y semejanza de Dios». Hizo una pausa para continuar: «Se creen sabios porque se atribuyen tal conocimiento, así que juran conocer el rostro de aquel que está más allá de cualquier cuerpo físico. Nos parecemos a Dios, no en el color ni en la apariencia, sino en la esencia que me anima y en el potencial para construir la obra. Me acerco a Dios en imagen y semejanza a medida que desarrollo en mí cada una de sus múltiples virtudes. Sólo las tengo en forma de semilla. Hacerlas florecer es el bagaje del viajero».
El capitán señaló al mar y dijo: «En la comodidad de sus castillos, la realeza me pregunta cómo son los océanos. Me piden que los embotelle para poder conocerlos. El océano no cabe en la botella, el pequeño contenido del limitado recipiente no refleja la dimensión de lo inconmensurable. Del mismo modo, los incautos intentan comprender lo que está más allá de su capacidad. Por ahora, acepta la infinitud del océano y navega hacia el oeste. Perfecciona tu equipaje, haciéndolo cada día más ligero. Es suficiente. No busques en el mundo lo que no existe. Si vas hacia él, no encontrarás caras. Si lo sigues, no verás ninguna huella. El destino es el enigma del navegante; comprender el destino es la dificilísima tarea de conocerse a uno mismo. Entonces lo finito se funde con lo infinito.
El capitán señaló el sol en el oeste y quiso saber: «Dicen que terribles monstruos nos esperan en las últimas fronteras de los océanos, pero el sol es el único dragón, la luz que persigo cada día sin poder alcanzarla nunca. Las estrellas son mis guías, pero tampoco puedo tocarlas. Esto me enseña la sutileza de las verdaderas riquezas. Me hacen comprender que la felicidad no reside en las celebraciones deslumbrantes, las fiestas organizadas por los reyes, las negociaciones de los dux de Venecia o el ruido de los fuegos artificiales. La felicidad surge cuando intensifico la Luz que hay en mí. En la superficie, la Luz no tiene brillo ni ruido. Las virtudes no son ni llamativas ni ruidosas. Contrariamente a lo que podría pensarse, no se puede llegar a la Luz sin sumergirse en el abismo donde se esconden las sombras en mí. Cuando me enfrento a ellas, me encuentro cara a cara con la verdad; entonces me elevo. Cuando encuentre mi alma, encontraré también el alma del mundo».
Se encogió de hombros y murmuró: «Hay muchos engaños. Para desentrañarlos, es necesario diferenciar entre sentimiento y sufrimiento; comprender que la compasión no es lástima; conocer la intensidad de la verdadera Luz para no confundirla con el resplandor efímero de las sombras. Sólo descubres el poder del amor cuando te cansas de esperar amor y sales al mundo a ofrecer el mismo amor que siempre has soñado recibir.»
«Todos estos engaños son las raíces de la verdad… Un hombre sabio florece cuando es capaz de encontrar al maestro que se esconde tras sus propios errores. Iluminar la oscuridad del mundo sólo es posible cuando comprendes la razón de tu propio sufrimiento y aprendes a desmantelarlo».
Me miró y dijo: «El Océano es mi Camino. No hay principio ni fin. Ése es el espíritu del Océano». Le pregunté si había algo de verdad. Volvió los ojos al horizonte y susurró: «Hay equipaje». Hizo una pausa como si estuviera eligiendo las palabras adecuadas y luego aclaró: «El equipaje define el viaje. Para cambiar de ruta, hay que cambiar de equipaje». Hizo una breve pausa y filosofó: «El equipaje determina el destino, los vientos y las corrientes. No puedes cruzar el océano con el equipaje equivocado». Quise saber a qué se refería. El capitán concluyó: «Yo soy mi equipaje».
El navegante hizo un gesto con la mano; el sol se convirtió en un mandala. Cerré los ojos y me dejé llevar.
Poema catorce
Lo que no se puede ver, oír o tocar
Causa confusión entre la gente.
Las palabras no pueden describir una forma sin forma.
Si vas hacia ella, no verás ningún rostro,
Siguiéndolo, no encontrarás ningún rastro.
En la superficie no tiene brillo,
En las profundidades no hay nada oscuro.
Estos engaños son las raíces de la verdad.
No hay principio ni fin.
Este es el espíritu del Tao.
Gentilmente traducido por Leandro Pena.