Uncategorized

TAO TE CHING (Trigésimo segundo umbral – El embrión de las alas)

Me encontraba en una enorme plaza de una conocida ciudad. Dos grupos, formados por muchas personas de ambos lados, separados por una delgada línea de policías, se estaban ofendiendo mutuamente de todas las maneras que las palabras podían permitir. Les faltaba poco para llegar al último límite impuesto por la civilización, al borde del colapso, para iniciar una agresión física. Me alejé rápidamente. Bajé por una estrecha calle lateral, donde encontré un improbable café con una bicicleta adornada con flores de todos los colores aparcada fuera. Entré. En contraste con las calles, el ambiente era agradablemente tranquilo. Un anciano de elegantes modales saboreaba tranquilamente una taza de café, como si los ruidos y rugidos del mundo fueran incapaces de perturbar su paz. Tuve la sensación de conocerle, pero no recordaba dónde. Aquel extraño viaje había afectado a mi memoria. Cuando me vio, sonrió y me hizo un gesto para que me sentara a la mesa con él. Acepté de inmediato. Amablemente pidió al camarero dos tazas más. Le conté el alboroto que había en la plaza, no muy lejos de allí. Le pregunté si sabía lo que estaba pasando. El hombre asintió.

Le pregunté qué pensaba de las causas del alboroto. Con el rostro sereno y un tono de voz suave, dijo: “Creen que todo acaba aquí o allí. No es así. Todo desequilibrio reverbera más allá de este o aquel momento hasta que se produce un reequilibrio adecuado. Cuando nos movemos a través de las sombras, incluso en sus escalas más pequeñas de intensidad, ganan poder sobre nosotros. Por eso el Camino es infinito, incluso para quienes lo ignoran o lo niegan. Alimentarse del fruto correspondiente a la semilla exacta plantada no es un castigo, es un aprendizaje. La relación que cada persona tiene consigo misma y con el mundo crea el modelo de enseñanza que agudizará su percepción y sensibilidad, lo que en otras palabras significa conciencia. Cada persona elige el modelo de escuela al que asistirá y se somete a su método”. Frunció el ceño y advirtió: “Todos creen que hacen lo correcto. Sin embargo, ten cuidado con lo que crees. No toda convicción se traduce en verdad, ni todo camino corresponde a una Vía. Caminar en dirección contraria a la luz no te llevará a ninguna parte. Aunque tengan algunos conocimientos, muchos tienen todavía una percepción tenue y una sensibilidad reducida, por lo que es necesario que se internen en las mazmorras de la vida para que puedan comprender la belleza y la grandeza de la luz.”

Le interrumpí para preguntarle cómo sabríamos si la idea que nos mueve es una verdad o una convicción. El hombre explicó: “La verdad conduce a transformaciones intrínsecas y hará que poco a poco nos sintamos en paz, felices, dignos, libres y llenos de amor. Si el sentimiento es de angustia, tristeza, incomprensión, dolor o revuelta, significa que se trata sólo de una convicción, impulsada por intereses creados que nos negamos a admitir, o de tortuosos razonamientos que construimos para justificar errores que nos negamos a confesar en franco diálogo con nuestra propia conciencia. La intolerancia y el odio son los frutos de esta ignorancia. Necesariamente. El conocimiento combinado con un cierto grado de percepción y sensibilidad refinadas nos conduce a la compasión y la paciencia. Habrá serenidad y equilibrio ante la adversidad y las dificultades; las diferencias serán factores de suma, nunca de resta; por tanto, son elementos de luz por la amplitud que permiten. Los desacuerdos son mecanismos de oscuridad por la superficialidad con que se rechaza lo que no se comprende o disgusta. Donde hay gritos, no hay entendimiento. El desequilibrio prevalecerá no sólo en el mundo, sino también en el universo. Aquellos que no se conocen a sí mismos en profundidad aún no son capaces de comprender la vida.

Dije que esta forma de pensar, a pesar de su belleza, no me parecía práctica. Sería como utilizar flores para inocular cañones. El hombre frunció el ceño y dijo: “Hay quien cree que el fin justifica los medios” Hizo una breve pausa para que yo atara cabos antes de continuar con sus argumentos: “Sin flores, los días se resumen en la aridez de un desierto sin fin”. Le pregunté a qué flores se refería. Se pasó una mano por su espesa cabellera gris y me explicó: “Son las virtudes, la auténtica confluencia del amor y la sabiduría. La humildad, la sencillez, la compasión, la honestidad, la bondad, la sabiduría, la dulzura y la pureza son algunos de los ejemplos de estas maravillosas herramientas de viaje que el viajero necesitará para superar las dificultades de la existencia y, en el momento merecido, alcanzar las Tierras Altas. Cada virtud es uno de los pétalos de una flor cósmica llamada Luz”.

Insistí en que el mundo era demasiado salvaje. Narré la animosidad de la que acababa de ser testigo. Pregunté si las virtudes no eran demasiado delicadas, o incluso demasiado frágiles, para enfrentarse a obstáculos tan agresivos”. El hombre sonrió, como si esperase la pregunta, y aclaró: “La agresividad, en cualquiera de sus mil caras, envuelve al viajero en sus propias sombras; entonces lo mejor de él se envenenará sin poder comprender la causa de su propia ruina. A veces las sombras te llevarán a disfrutar de gran poder y riqueza, pero te alejarán de tu esencia. Tendrás mansiones y privilegios, pero estarás lejos de la verdad; sin ella no habrá paz ni dignidad; no conocerás la auténtica libertad, la auténtica felicidad ni la sublimación que permite el amor más puro.” Quería saber cómo inocular las sombras. Fue directo: “Las virtudes son los antídotos perfectos”.

Le pregunté si, avanzando por las virtudes, estaría en el Camino. Asintió con la cabeza y añadió: “Las virtudes son el Camino mismo”. Si prefieres un lenguaje más cercano a algunas corrientes religiosas, es la forma en que nos acercamos a Dios”. Le pregunté si no éramos presas frágiles frente a depredadores salvajes. El hombre aclaró: “Siempre hay que detener el mal. Pero dentro de los estrechos límites de la necesidad; todo exceso es oscuro. La mayoría de las veces basta con negar la complicidad y la aquiescencia movidas por el miedo o por intereses poco nobles. Recuerda que la firmeza y el coraje, así como la dulzura y la compasión, son virtudes que deben ir de la mano. La firmeza sin dulzura, el coraje sin compasión pueden descender a la intransigencia y la brutalidad. El fin no justifica los medios; por eso caminar por la senda de la verdad es mucho más difícil que dejarse llevar por convicciones de mera conveniencia, que indican supuestos atajos para quienes no comprenden la belleza y la grandeza del Camino. Ningún atajo conduce a la luz; fuera de la verdad y la virtud, los logros se desmoronan con el tiempo”.

Le comenté que vivir la Vía me hacía sentir como una copa de cristal en una taberna llena de gente tosca y borracha. Sonrió y me explicó: “No te dejes engañar por su apariencia. Aunque delicada, la Vía no puede ser sometida. No hay forma de encerrar un rayo de luz dentro de una caja; del mismo modo, sería un empeño imposible prohibir la fabricación de una idea luminosa en los talleres de la mente o impedir que un buen sentimiento florezca en los jardines del corazón. Nada ni nadie puede detener la alegría y el encanto de un alma por superarse. Basta con tomar la decisión y avanzar en esa dirección. Porque no hay forma de aprisionar lo que no tiene forma ni cuerpo. Es un concepto legítimo capaz de conducirnos, paso a paso, a la expresión última de la libertad. Al fundirse con la Vía, el caminante vive en la última frontera alcanzada por su conciencia, sin hacer daño a nadie, compartiendo en el mundo, día tras día, las semillas de virtud que añade a su bagaje. Experimentar las transformaciones de la propia evolución…” hizo una pausa, como si sintiera el dulce sabor de las palabras, y reveló: “No hay mayor placer”.

El camarero colocó las tazas de café sobre la mesa. El hombre siguió construyendo su arco filosófico: “Los cañones muestran su utilidad y su poder en ausencia de amor. El amor no genera conflictos. Lo hacen los deseos y los intereses viles; también la envidia, la codicia y el orgullo”. Le interrumpí para recordarle que las parejas que se aman se pelean. El hombre señaló mi error: “Nunca se pelean por amor. El desacuerdo surge de los celos o de cualquier otro malentendido. En esos momentos la cuestión central no es el amor, sino una lucha por el dominio y el control en la relación. Miedos inconfesables o comportamientos inaceptables gritan y sofocan el amor auténtico. Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha promovido conflictos y atrocidades en nombre de la luz, cuando en realidad son las sombras las que los impulsan. Es un viejo truco, pero sigue siendo eficaz. Cuando el amor guía las elecciones, nunca habrá mentira ni traición, violencia ni sufrimiento; cuando los hay, significa que se ha vuelto a abusar del amor”.

Levantó su taza de café para brindar por la reunión y dijo: “Esta idea se aplica a todas las relaciones, desde las más íntimas hasta las que engloban a un gran grupo. Donde hay virtud, la agresividad se enfría por falta de poder y sentido. El orgullo y la vanidad desaparecen ante la humildad y la sencillez; la intolerancia, la impaciencia y la crítica mordaz se desmoronan ante la compasión. Comprendemos las imperfecciones de los demás cuando nos mostramos capaces de comprender nuestras propias dificultades. La codicia desaparece ante un comportamiento maduro impulsado por la honestidad, la sabiduría y un sentido equilibrado de la justicia. Aunque no hay maldad en la riqueza, quienes permanecen insatisfechos con lo que tienen serán eternamente pobres. O creen que los bienes concretos ofrecerán las maravillas que sólo se encuentran en las conquistas inmateriales. Basta con vivir días plenos; para ello, nadie necesita someterse a los caprichos de los demás; traicionar la propia verdad es perder una pieza fundamental de uno mismo. Al invertir las prioridades de la vida, nos complicamos en la sencillez del sí y del no que revela quiénes somos y si estamos preparados para seguir adelante. Desear un destino no te lleva allí. Hay que hacer el viaje.

Esperó a que tomara un sorbo de café y continuó: “Si los amos del mundo siguieran este camino, no habría insatisfacción ni conflictos entre las personas”. Volví a interrumpir, quería entender quiénes eran esos señores del mundo. El hombre explicó: “Cada uno es el amo de su propio universo. Pero no comprenden ni creen en este poder inconmensurable que poseen. Buscan otros poderes cuando, en realidad, sólo tienen éste. Porque no basta, es suficiente. Pero todo lo que no vemos es como si no existiera. Así que dejamos que lo mejor de nosotros se vaya por los desagües del miedo, el orgullo, la vanidad, la avaricia y otras sombras. Sufrimos innecesariamente porque no comprendemos lo esencial. La grandeza de la vida no reside en los palacios de los reyes, sino en el equipaje del viajero. Cada uno lleva el peso o la ligereza de lo que ha llegado a ser. No hay lugar para el lamento de las orugas a las que se impide volar”.

Dio un sorbo a su café y añadió: “Los que renuncian al libre pensamiento nunca serán dueños de sus decisiones. Los que no saben decidir en el marco de su conciencia nunca serán dueños de sí mismos”. Apoyó su taza en el platillo y confesó: “No hay forma de ser original aparte de la sencillez. Todo lo demás son máscaras y puestas en escena espectaculares; demasiados privilegios y ningún bagaje. Imperceptible para muchos, el embrión de nuestras alas se guarda en nuestro equipaje”.

Miró por la ventana del café a unas personas que corrían asustadas y dijo: “Mientras no entiendan el concepto, seguirán asustadas o agresivas en incesantes manifestaciones de conflicto, ya sea consigo mismas o con el mundo”. Para contener la insatisfacción que surge de los malentendidos, fueron necesarios los decretos mundanos. Si la gente viviera perfeccionando su esencia, no necesitaría leyes. Todo el mundo sabría lo que hay que hacer. Le pregunté si no era una idea muy ingenua. Me explicó: “Seguiremos necesitando leyes como herramienta de control social durante muchos siglos. Literalmente. Todos los conflictos están causados por intereses y deseos poco profundos en el amor y la sabiduría. Entonces entran en juego los cañones. Las leyes, con sus inevitables poderes coercitivos y punitivos, son auténticos cañones de tinta y papel apuntando en nuestra dirección. El rigor del control social se adapta al desequilibrio del individuo. Es innegablemente necesario mientras no se produzcan los indispensables cambios de conciencia; sólo éstos son reales y duraderos. Todo lo demás es coacción y maquillaje. Los cambios extrínsecos, por venir de fuera hacia dentro, por no tener raíces profundas en la mente y el corazón, no resisten la más mínima intemperie y se derrumban. Son casas de arena. Es una práctica triste que continuará mientras no nos demos cuenta de que los decretos y las manipulaciones de la voluntad nunca tendrán el poder de cambiar una sociedad más allá de su apariencia. Seguiremos estando lejos de la verdad. Sólo las transformaciones individuales tienen el poder de cambiar el mundo. De dentro hacia fuera, nunca al revés. Todo lo demás son vallas de contención social y ceguera absoluta. Para los que no comprenden, el Camino permanecerá cerrado. Porque son incapaces de continuar, los Guardianes de la Puerta no les dejarán pasar. Todas las victorias se derrumbarán ante otro Guardián, el Tiempo”.

Su mirada se volvió distante, como si buscara un viejo recuerdo, y dijo: “Era como cuando el Cielo y la Tierra estaban unidos, bajo la dulzura del rocío”. Al notar un signo de interrogación en mi mirada, se apresuró a aclarar: “Aunque la legislación afecta a todos, ten en cuenta que las personas éticas, equilibradas y maduras no necesitan leyes para tomar sus decisiones con serenidad y rectitud. Presta atención a lo que haces cuando nadie te ve; ése eres tú. Presta atención a lo que piensas y sientes la mayor parte del tiempo; ése también eres tú. Todo lo demás forma parte del personaje que nos gusta interpretar”. Tomó un sorbo de café y explicó: “Unir el Cielo y la Tierra es una imagen poética utilizada por hindúes y budistas. Se trata de alinear el ego con el alma para que se muevan bajo el mismo propósito. El ego es el guerrero interior, el que se ocupa de las necesidades de supervivencia y nos mantiene alerta ante los peligros del mundo; al contrario de lo que muchos creen, es muy valioso. El alma es el sabio que habita en nosotros, encargado de iluminar las sombras que, al menor descuido, nos empujan hacia los precipicios de la existencia.” Le pregunté por el valor del ego. El hombre explicó: “No podemos renunciar a una parte de lo que somos. Sería una tontería. El ego, como gestor de la conciencia, es responsable de nuestras elecciones, una función extremadamente importante. El riesgo reside en el ego inmaduro, que sigue apegado a valores equivocados cuando se trata de construirse a sí mismo y a los verdaderos logros de la vida, los que encajan en el bagaje de lo que hemos llegado a ser. Cuando madure, el ego se guiará por los valores trascendentales del alma; la lucha por la supervivencia no será ajena a la evolución espiritual. Trabajar en la calle no dejará la esencia abandonada en casa; al contrario, será un mecanismo para ir más allá de uno mismo, ofrecer lo mejor en todo lo que se hace, ser virtuoso incluso en los pequeños gestos de la vida cotidiana. De este modo, el guerrero y el sabio se funden en un solo ser. Entonces, al final de la tarde, sentiremos la dulzura del rocío tras un día de logros sincronizados entre el alma y el ego; o si prefieres el lenguaje oriental, entre el Cielo y la Tierra”.

Tomó otro sorbo de café y dijo: “Somos muchos en uno” y me miró para preguntarme si conocía el concepto. Asentí con la cabeza. Una vez más, el interlocutor se refería a la aldea de la conciencia de la que se había hablado en aquel extraño viaje por las entrañas del Tao Te Ching. Entonces se sintió libre para filosofar: “Lejos de la esencia, para no sufrir tanto, el pueblo creía en los límites”. Antes de que pudiera hacer preguntas, añadió: “Sin comprender quiénes somos de verdad, nos limitamos, nos empequeñecemos y nos deformamos. Decorar una casa la hace bonita, pero no la hace segura. Perfeccionar las estructuras y profundizar en los cimientos, aunque no sea visible a los ojos del transeúnte, da firmeza y fuerza a la obra. No es diferente con nosotros; vivimos en nosotros mismos. Pero pocos están dispuestos a cuidar la esencia, porque la apariencia es más susceptible a las alabanzas del mundo”. Se encogió de hombros y concluyó: “Todos quieren elevarse sobre los abismos de la existencia, pero casi nadie comprende la necesidad de viajar a las profundidades del capullo. Sin esto, no habrá otros. Sin alas, permanecerán aprisionados; el abismo de la ignorancia sobre uno mismo es la más rigurosa de todas las prisiones”.

Quise saber si aquella situación le desanimaba. El hombre asintió con la cabeza y dijo: “Lo que hagan los demás tiene poca importancia; el valor reside en cómo reacciono yo ante cada situación. En el mundo, el Camino es como un río al mar”. Se ajustó las mangas dobladas de su camisa de lino blanco por encima de los codos y concluyó: “Es la dulzura del agua de los ríos lo que permite la vida en el mar. De lo contrario, la salinidad del océano sería tan extrema que sería imposible que existiera vida marina. No es diferente con los fundamentos de la Vía; las virtudes son como la miel que endulza las relaciones en la amargura de los malentendidos. De lo contrario, la dureza, la acidez y la amargura envenenarían por completo todos los corazones. El corazón del mundo dejaría de latir.

Terminamos nuestro café sin decir ni una palabra más. No hacía falta. Entonces me dijo que había una puerta al fondo del café. Sólo tenía que llamar y se abriría. Ya sabía lo que me esperaba. Le di las gracias por la lección y me fui.

Poema treinta y dos

El Tao es infinito

Aunque delicado, no puede ser sometido,

porque no tiene forma.

Si los maestros del mundo siguieran este camino

No habría insatisfacción entre los diez mil seres.

La gente no necesitaría leyes,

Todos sabrían lo que hay que hacer.

Sería como cuando el Cielo y la Tierra se unieron,

Bajo la dulzura del rocío.

Lejos de la esencia,

Para no sufrir tanto,

La gente creía en los límites.

En el mundo, el Tao es como un río hacia el mar.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

Leave a Comment