Las mañanas en el monasterio son inspiradoras. Las montañas, el bosque que las rodea, el sol que ahuyenta el frío otoñal, cuando se imparten los cursos, y la acogedora arquitectura del centenario edificio de piedra crean una atmósfera de búsqueda intrínseca para ampliar la forma de caminar por la vida con mayor equilibrio y fortaleza. Era una de esas mañanas. Las clases transcurrían con normalidad; se ofrecían conocimientos con la esperanza de que se convirtieran en un precioso instrumento de orientación, que nos permitiera navegar con suavidad y ligereza por los mares de la existencia, incluso frente a aguas agitadas y vientos caóticos. Sin embargo, la formación del piloto del barco no siempre es suave y amable; a veces el proceso de aprendizaje, en el que el saber se convierte en el catalizador del hacer para transformar la forma de ser y de vivir, deja marcas imposibles de borrar.
Como cada tres años, en la Orden Esotérica de los Monjes de la Montaña se eligió una nueva junta directiva. Como la estructura era sencilla y sin complicaciones, se necesitaban pocos cargos. Sólo cuatro, cubiertos bien por nominación, cuando un monje sugería el nombre de otro, bien por candidatura, si alguien se ofrecía voluntario para ocupar un puesto. En ambos casos, se requería la aprobación de la mayoría. El Viejo, como llamábamos cariñosamente al monje más anciano de la hermandad, llevaba mucho tiempo siendo propuesto por aclamación para el cargo de director general. Su afectuoso trato personal, unido a su refinada sabiduría y extrema sencillez, le conferían una enorme capacidad de agregación, algo muy importante para mantener la unidad común de cualquier comunidad. Ese año terminaría un mandato de tres años como secretario administrativo, cuyo trabajo consistía, a grandes rasgos, en hacer funcionar el monasterio. Mis otras funciones eran las de tesorero y coordinador pedagógico. Por tradición, el titular solía nombrar a su sucesor.
Aunque sólo faltaba una semana para la asamblea, aún no había pensado a quién nombraría para sucederme. Sin embargo, se me acercaron dos monjes, en distintos momentos, con ideas innovadoras para aplicar a la administración del monasterio. Como sus carreras profesionales se basaban en la dirección de empresas que, de alguna manera, contribuían a cambiar las relaciones de mercado o de consumo en sus respectivos sectores, no cabía duda de que estaban cualificados para proponer cambios capaces de dinamizar la hermandad. Aunque no pedían nada, entendí que estarían dispuestos a asumir este compromiso. Cuando les pregunté si aceptarían la misión, ambos me dijeron que sería un honor para ellos ser designados. No me sorprendió. No siempre se trata de orgullo y vanidad; hay muchos casos de personas con auténtica vocación y sincero deseo de servir a la comunidad. Me tocaba a mí entender en qué situación se encontraba cada uno de ellos. Me abrumaba la duda que había que resolver ante la responsabilidad que recaía sobre mí.
En una conversación con Kamadewa, un monje indio que actualmente es responsable de la coordinación pedagógica y que, como yo, llegaba al final de un periodo de tres años en el cargo, él también tendría que nombrar a alguien que le sucediera. En una conversación aparentemente informal, cuando hablábamos de Shiur -El viaje del autoconocimiento a través de los textos sagrados-, el curso que yo era responsable de impartir durante ese trienio, el monje me preguntó qué cursos creía yo que debían mantenerse y cuáles habría que sustituir o reformular para el siguiente ciclo de estudios. El tema me fascinó. Expuse mis ideas con entusiasmo. Cuando Kamadewa me preguntó si aceptaba el nombramiento para la sucesión, mi corazón palpitó de alegría. Sustituirle era un gran honor; él había sido mi profesor en Shiur cuando ingresé en la Orden.
Como de costumbre, me desperté muy temprano. Cuando llegué a la cantina, encontré al Viejo sentado en una mesa cerca de la ventana, con vistas a las montañas. Me serví una taza de café y me senté a su lado. Me saludó con una sonrisa sincera y, como si hubiera adivinado mis pensamientos, me preguntó a quién nombraría para sustituirme en la administración. Le dije que Frank y Hilton habían acudido a mí. Sabía que tenía la responsabilidad de hacer la mejor elección, ya que una decisión equivocada podría poner en peligro el monasterio. El Anciano me quitó el excesivo peso que yo había depositado sobre sus hombros: “Tu nombramiento debe pasar por el tamiz de la asamblea, por lo que la decisión final corresponde a todos en la Orden. Sin embargo, eso no significa que no tengas que ser cuidadoso en el nombramiento que hagas. La credibilidad de la persona que pronuncia la palabra sale al mundo. Aunque nadie es responsable de los errores cometidos por otros, evite la vergüenza de que rechacen su nombramiento por una buena razón. Recuerda que puedes nombrar a un tercer monje si crees que es más adecuado para el puesto. Nunca reduzcas opciones que puedan ampliarse, de lo contrario podrías quedarte fuera de la mejor de ellas”.
Dije que la cuestión no era la falta de posibilidades, sino la necesidad de definirme por una cuando dos parecían excelentes. Al elegir una, se perdería la otra. El anciano me corrigió: “No se pierde nada cuando se toma la mejor decisión”. Le pregunté cómo saber qué decisión era la correcta. El buen monje me explicó: “La que es fruto de una transformación, porque permite un alcance antes desconocido; o de la correcta maduración de una perspectiva, porque otorga la claridad que elimina toda duda.” Pregunté cómo conseguirlo en ese caso concreto. El anciano susurró como quien cuenta un secreto: “¿Quieres conocer a alguien? Sopla o aprieta.
Antes de que pudiera pedirle más explicaciones, cambió de tema: “Creo que voy a necesitar tu ayuda. Tenemos un grave problema que resolver. Lucas, el actual tesorero, ha malversado una considerable suma de dinero. En principio, este comportamiento viola no sólo las reglas del monasterio, cuyo ámbito de aplicación es siempre colectivo, sino también los principios de una ética refinada, un código de conducta exclusivamente personal”. Le pregunté cuál era el castigo. “La expulsión”, respondió. El anciano prosiguió: “No quiero que Lucas quede expuesto delante de toda la hermandad. Sería una vergüenza innecesaria, un absurdo retroceso a la época en que se juzgaba y ahorcaba a la gente en la plaza pública. La compasión y la delicadeza nunca deben faltar. La justicia debe tener un carácter educativo para que no sea un acto de mera venganza y la nefasta satisfacción de jueces inmaduros ante un público salvaje. Celebraremos un juicio secreto y discreto. Voy a convocar a cuatro monjes para que formen el tribunal”. Hizo una breve pausa antes de continuar: “He pensado invitar a Kamadewa, Hilton, Frank y a ti. En caso de empate, yo emitiré el voto decisivo. ¿Puedo contar contigo? Asentí con la cabeza.
En ese momento me sentí honrado en la Orden. Un probable nombramiento para uno de los cargos más importantes de una hermandad dedicada al conocimiento, el de coordinador pedagógico, por parte de un monje como Kamadewa, cuya formación había comenzado en las líneas poéticas del Bhagavad-Gita y madurado en la facultad de Filosofía de una de las más prestigiosas universidades europeas, como si aquel hombre sencillo, manso y callado fuera el punto de encuentro entre Oriente y Occidente. Por si fuera poco, contaba con la confianza del anciano, poseedor de una fina y rara sabiduría, que me convocaba a una difícil misión. Me di cuenta de que había dado un paso evolutivo importante.
Le pedí más detalles. El Anciano dijo que sólo se revelarían durante la prueba. Volvió a recordarme la necesidad de evitar comentarios y conversaciones sobre el tema para no faltar al indispensable respeto a Lucas. “Incluso los delincuentes, sin eludir la responsabilidad de sus errores, lo merecen. La virtud y la verdad no necesitan aspavientos”. Los monjes empezaron a llegar para desayunar. El anciano se levantó para marcharse y, como si supiera lo que se avecinaba, susurró: “No importa lo que hagan los demás. Ten la cortesía de no herir nunca a nadie. Esto dirá mucho de ti, de lo alineado que estés con la luz o de si aún tropiezas con las tentaciones y te enredas en las restricciones.” No existía tal peligro, pensé con absoluta convicción.
Era la última semana del trimestre. Fui a la biblioteca a prepararme para las dos clases que le quedaban a Shiur; me encantaba el curso. Quería dejar a los alumnos con el mismo encanto que Kamadewa me había dado cuando era mi profesor. Casi a tiempo para la clase, me citaron en el despacho del anciano. Cuando llegué, todos los presentes en la sala me estaban esperando. Comprendí que el juicio tendría lugar en ese momento. Les pedí que lo aplazaran hasta después de mi clase. El anciano se negó. Explicó que la espera tenía el mal propósito de reducir la angustia y la vergüenza de Lucas. Una decisión, cualquiera que fuese, permitiría empezar de nuevo y, en caso necesario, la indispensable regeneración. “En este caso concreto, esperar será cruel e innecesario; la indecisión y la duda agotan el espíritu arrojando el alma al limbo de la incertidumbre. Sería como esperar un tren sin saber si pasará”, me explicó. El anciano me dijo que ya había pedido a otro monje que impartiera la clase en mi lugar.
No me gustó que me sustituyeran sin consultarme. Sin embargo, no tenía sentido esperar sólo unas horas. Aunque estaba molesto, no discutí; intenté darme cuenta de que mi presencia allí era más importante en una jerarquía de prioridades. A continuación, el anciano resumió los hechos. Lucas había manipulado las cifras contables para malversar una suma considerable de las cuentas de la Orden. A continuación, concedió al monje el sagrado derecho de defensa. Su explicación fue que, como propietario de una fábrica con casi quinientos empleados, necesitaba saldar algunas deudas a riesgo de ser declarado en quiebra. Si la familia de cada empleado tenía una media de cuatro personas, dos mil se verían afectadas por el fin de la empresa. Las líneas de crédito bancarias se habían agotado. Tardaron en modernizarse, pero con la compra de nueva maquinaria llegaron a ser competitivos en el mercado. La idea era reembolsar la Orden en unos meses, un año como máximo, garantizó. Sabía que lo que había hecho no estaba bien, pero admitía que en aquel momento no podía hacerlo mejor. No quería dejar el monasterio bajo cargos tan deshonrosos. Pidió disculpas y, lo que no es menos importante, quiso que se le diera la oportunidad de demostrar que decía la verdad. Admitió que este argumento no era suficiente; se necesitaba más. Si no había sido honesto antes, suplicó que se le diera la oportunidad de serlo a partir de ahora. Pidió una oportunidad.
Era el momento de que cada uno de los cuatro jueces presentara su voto debidamente razonado. “Sí” por “sí” o “no” por “no” apoyan decisiones cargadas de orgullo y arrogancia; la sabiduría exige las mejores razones. El anciano pidió la palabra a Frank. El monje tenía el don de la oratoria y la persuasión. Con facilidad, dijo que se había roto un eslabón importante. La confianza. Una cadena rota no sostiene nada. Sostuvo que ninguna relación puede sostenerse sin credibilidad. Es imposible convivir con alguien que nos ha hecho daño de forma solapada; el día de mañana estaría lleno de dudas e incertidumbres. Nos recordó que las relaciones necesitan claridad para ser sanas. Aunque no había antecedentes de préstamos en la Orden, no se descartaba la introducción de esta nueva forma de acogida como una de las innovaciones indispensables. Lucas ni siquiera había intentado hablar. Había dado prioridad a sus propios intereses, sin tener en cuenta las graves consecuencias que ese perjuicio podía acarrear al monasterio. Recordó que, como se había aprendido en los estudios, nunca se llega al destino correcto tomando el camino equivocado. Lo sentía por Lucas, reconocía los buenos servicios que había prestado durante tantos años, pero no debíamos sentar precedentes ni consentir un error tan grave. De lo contrario, a partir de entonces, la ética se difuminaría y habría demasiada permisividad. Su voto fue a favor de la expulsión.
Era mi turno. Los argumentos de Frank me impresionaron. Eran irreprochables. Es más, aunque nunca tuvimos problemas, no simpatizaba con Lucas. Me parecía vanidoso, siempre poniéndose en el punto de mira, en contra de las buenas enseñanzas que habíamos recibido sobre cómo lograr una vida plena. En aquel momento estaba seguro de que no aportaría nada bueno al monasterio. Fue una lectura personal de la que no dije nada. Mientras hablaba, suscribí las palabras de Frank. Añadí que flexibilizar la ética era sofispar sobre el bien y el mal, confundir lo correcto y lo incorrecto, mezclar el sí y el no, perdiendo la capacidad de hacer el mejor uso de este precioso poder. Continué diciendo que no se trataba sólo de un tropiezo moral; las acciones de Lucas invadían una esfera de comportamiento más grave; en teoría, había habido un delito de malversación, aunque consideraba innecesario llevar el asunto a los tribunales. Todo el mundo comete errores, pero hay límites que deben defenderse para evitar retrocesos; la permisividad conduce al descontrol y a la destrucción. Finalmente, seguí el voto de Frank.
Con un simple movimiento de cabeza, el anciano pidió a Hilton que explicara sus razones. Empezó hablando de la dificultad de encontrar el núcleo de la justicia, no sólo en todas las situaciones, sino sobre todo dentro de cada uno de nosotros. Analizar una situación sólo a través de sus aspectos objetivos era negar la subjetividad de la vida. Hay que corregir cualquier error; hay que detener el mal. No tenía ninguna duda al respecto. Sin embargo, eliminar todos los atributos que conforman a un individuo sería como imaginar un río sin orillas vagando en la inmensidad del vacío. Somos la elaboración de nuestras experiencias. Cuando tomamos malas decisiones, tomamos malas decisiones. Sin embargo, destruir el laboratorio intrínseco -donde cada uno, en el nivel de su percepción y sensibilidad, leerá las situaciones que vive- es despreciar el alma; es renunciar a la curación; es negar la evolución a través de la forja del error, único método pedagógico disponible. Sería renunciar a lo más valioso que existe: el amor, síntesis última de las virtudes y la verdad. Aunque viviéramos en rascacielos de acero, viajáramos en aviones a reacción y utilizáramos ordenadores ultramodernos, seguiríamos siendo salvajes.
continuó Hilton. Se preguntó si sólo analizábamos el hecho aislado, sin tener en cuenta al hombre; sus virtudes y buenas acciones practicadas a lo largo de tantos años. Se preguntó si habría auténtica justicia si diéramos la espalda a las sutilezas de la verdad, con los múltiples aspectos que la revelan. Dijo que no le parecía justo separar lo objetivo de lo subjetivo, el hecho del hombre, el error de las virtudes. No podía cerrar los ojos al bien practicado durante tanto tiempo, dejándose enamorar por el mal a la primera invitación. Lucas era una persona de innumerables virtudes, y no se podía impedir que esas virtudes entraran en aquella sala. La luz no es una concesión, sino un logro. Decía que el mérito y la dedicación siempre serán atributos valiosos. Pensó que esas virtudes, el mérito y la dedicación, tienen dos requisitos previos: la disponibilidad, que habla del tiempo, y la voluntad, que muestra el corazón. No es raro que tengamos disponibilidad pero nos falte voluntad; otras veces ocurre lo contrario: falta tiempo pero sobra voluntad. Para algunos, todo son excusas; para otros, nada les detiene. No cabía duda de que Lucas formaba parte de este último pelotón. Varias veces le vio llegar a extremos para realizar tareas o colaborar con otros monjes. Había empatía y solidaridad en el corazón de aquel hombre, virtudes que son raras de encontrar; la forma en que trataba a la gente siempre será un factor para unir o separar a una comunidad. Lucas era un admirable constructor de buenas relaciones, aunque muchos se sintieran incómodos; afirmaban que Lucas presumía o era vanidoso, cuando en realidad sólo ocultaban su propia incapacidad para amar más y mejor. Es más, creía que el monje pensaba más en el personal y en sus familias que en sí mismo. Lucas era así.
Añadió que el deseo de Lucas de reconstruir lo que había destruido también parecía sincero; no podía despreciarse. Negar una oportunidad cuando un individuo demuestra voluntad y comprensión para levantarse de la destrucción es dudar de lo sagrado que habita y nos transforma a todos. Por las razones expuestas, pero también porque se lo merecía, consideró que Lucas se había ganado el derecho a una nueva oportunidad. Votó a favor de la absolución, con la condición de que se fijara un plazo razonable para que reembolsara a la Orden.
Llegó el turno de Kamadewa. Con sus maneras tranquilas, el monje indio habló poco y con extrema claridad. Empezó con una importante salvedad, que era también una enseñanza. Dijo que Frank y yo habíamos expuesto buenos argumentos. Sin duda, no se llega al destino correcto recorriendo el camino equivocado, no se negocia con el mal, entre otras afirmaciones llenas de valiosos conocimientos. Sin embargo, toda retórica perfecta colocada en el estante equivocado invierte el significado de la verdad, desorienta la razón e impulsa a tomar decisiones equivocadas. La verdad requiere la virtud para existir. La palabra no debe hacer flaco favor a la luz. Los errores llevan en sí la semilla de la verdad; si están bien elaborados, las experiencias desastrosas inician auténticas transformaciones evolutivas. Lucas había mostrado su voluntad de renacer. La forja de la luz es el despertar de una conciencia cansada de vivir dominada por sus propias sombras. Votó lo mismo que Hilton.
El juicio estaba empatado. Le tocaba decidir al Viejo: “Recorro los días como si cada acontecimiento fuera una escuela que me enseña algo que aún no sé, y un taller en el que necesito utilizar el conocimiento como herramienta de luz. Si no servimos para iluminar el mundo, el tiempo no sirve de nada”. En mi opinión, Lucas se enfrentó a una lección rigurosa pero necesaria y productiva. Le costó superar una adversidad complicada. Esta vez, no tomó la mejor decisión… pero en otras ocasiones, demostró ser un compañero como pocos. Juzgar la obra por el detalle es condenar la belleza del conjunto por una pequeña parte dañada. Ya sea por sus muchas buenas acciones o por las cualidades que ya ha demostrado poseer, no me permitiré negarle la oportunidad de reconstruir su propia destrucción. Si la voluntad es sincera, es suficiente. De lo contrario, sería incoherente con la verdad tal y como yo la entiendo; las virtudes tendrían poco valor. Voto por la absolución y establezco un plazo de dos años para que Lucas repare el daño causado.”
Insatisfecho, reflexioné que la mera devolución de la cantidad robada no contenía sanción alguna por el error cometido, sería una mera devolución de algo indebidamente apropiado. El anciano me miró con compasión, notando mi dificultad para caminar, luego miró con misericordia a Lucas, que expresaba el dolor de un alma llevada a esa situación por sus propios errores, y dijo: “Ya ha habido mucho sufrimiento. ¿Necesitas más?”. Agradeció a todos su participación, se levantó y se marchó. La sesión había terminado. Aunque no pude leerlo con exactitud, en aquel momento sentí la amarga sensación de haber dejado escapar el amor. Entonces Kamadewa y Hilton también se marcharon. Sólo quedamos Frank y yo, como dos alumnos desconcertados que necesitaban comprender la lección que se les ofrecía.
Necesitaba silencio y quietud para asimilar los acontecimientos. Decidí ir a mi habitación a estudiar. Cuando se nos apaga la luz, nos ponemos muy mal; una emoción densa tiende a arraigar en el corazón, contaminando la mente con ideas agrias y destructivas. El alma queda intoxicada, el cuerpo agotado. Necesitaba invertir esta situación. Una buena solución es volver a la esencia, el templo de la verdad y las virtudes, la fuente de la fuerza y el equilibrio. Aprender, perdonar y renacer. Sin embargo, aunque indispensable, este proceso casi nunca es inmediato; para que cada experiencia lleve a una transmutación de lo que fui a lo que soy y luego a lo que seré, hacen falta muchos viajes de descubrimiento, encuentros y conquistas conmigo mismo. En lugar de ocuparme de eso, esa noche me quedé despierto hasta altas horas de la madrugada perfeccionando la lección del día siguiente; sería la última de ese periodo de estudio. Quería terminarlo con una lección memorable. Revisé textos y añadí elementos inusuales. Me levanté entusiasmado por las buenas perspectivas, fingiendo no ver el lío en el que estaba metido.
Temprano, me llamaron al despacho del anciano. Me dijo: “La carretera del monasterio está en pésimas condiciones. Tenemos una cita con el alcalde. No podré ir. La artritis de mis rodillas ha empeorado en los últimos días. Como secretario administrativo, me reemplazarás. No te preocupes por Shiur, Kamadewa impartirá la clase en tu lugar”. Respiré hondo para controlar mi irritación. Eso no era lo que me interesaba. Me encantaba ese curso. Cuando me había unido a la Orden, había transformado mi vida. Lo único que quería era transmitir el encanto que había sentido entonces. No quería perderme la última clase. Le pedí que eligiera a otro monje para conocer al alcalde. El anciano dijo que no: “Todos están ocupados con sus propios asuntos”. Le dije que no me importaba tanto el camino como el curso. Dejando a un lado la cortesía, recordé lo irrespetuoso que había sido conmigo el día anterior, cuando había puesto a otra persona en mi lugar sin consultarme. Le dije que siempre había cumplido todos mis compromisos. No había razón para que me privara del merecido y saludable placer de terminar aquel ciclo de estudios de la mejor manera posible. No era justo. En un gesto de desafío, dije que yo daría la clase. Si querían, podían echarme. O expulsarme de la Orden. Ya no me importaba.
Desobediente, me dirigí al aula. Casi derribo a Kamadewa al entrar. Sin crear ningún obstáculo, el monje indio se retiró y me dejó con la clase. La energía que emanamos tiene su fuente en las ideas y emociones que nos dominan en cada momento. El cielo y el infierno habitan en nosotros, por eso elegimos dónde pasar el día. El desequilibrio, ya sea irritación o tristeza, conduce a la fragilidad. La lección fue un fiasco. Confundí algunos conceptos, olvidé otros. Estuve mal. Muy mal.
Al día siguiente, la víspera de la asamblea, antes de que todos se despertaran, me fui a pasear por el bosque. Y a pensar. Los acontecimientos de los últimos días necesitaban encontrar un lugar para vivir en paz dentro de mí. Así es como armamos el rompecabezas de nuestras vidas. Medité para escuchar a mi alma; recé para poder oír a los mentores y guardianes del plano invisible que me ayudaban. Nada parecía encajar; me costaba descifrar y asignar cada pensamiento y sentimiento. No fue hasta el final de la tarde, cuando estaba un poco más calmado, cuando me di cuenta de que sólo la humildad, admitiendo que aún no era quien creía ser, la sencillez, para quitarme las máscaras de mis engaños de grandeza y poder, así como la compasión por mis propias dificultades, podrían devolverme la paz perdida.
El movimiento inicial, la mayoría de las veces, es transferir la responsabilidad, uno de los factores más graves que retrasan nuestro viaje. Es un gran error con el que tropezamos continuamente. En realidad, hagan lo que hagan los demás, nadie tiene la culpa de que yo me sienta mal; de mi angustia, mal genio, ira, tristeza, depresión o dolor. Lo que hacen los demás les pertenece; las emociones, sentimientos, ideas y pensamientos que esas acciones generan en mí son de mi exclusiva responsabilidad. De mí depende escribir y reescribir quién quiero ser cada día. Mientras no lo haga, quién soy seguirá siendo un páramo a merced de invasiones bárbaras. Cualquier emoción densa, cuando me domina, determina mis elecciones y mi comportamiento; pierdo lo mejor que hay en mí. Un indicio de que el piloto del barco está lejos de saber navegar por mares agitados y enfrentarse a vientos caóticos. Las actitudes de los demás no me pertenecen, por lo que mantener sus restos dañinos dentro de mí revela que sigo a la deriva de gustos y sabores que no son los míos. Significa que no me pertenezco, que soy esclavo de lo que piensan o me hacen; muestra lo lejos que estoy de convertirme en dueño de mí mismo. Me conquisto a mí mismo cuando soy capaz de determinar los sentimientos que vivirán en mi corazón y los pensamientos que guiarán mis movimientos; sin rodeos, excusas ni engaños. Así es como me ilumino; no hay otra manera.
Recordé una conversación que tuve con Li Tzu, el maestro taoísta, sobre cómo defenderme de mis emociones densas y de mis ideas destructivas ante una situación desagradable, como forma de no dejar que se apague mi luz. Me había enseñado: “En esos momentos, con el pensamiento, di a la persona que te ha ofendido: el desorden de tu casa no ensuciará la mía”.
Volví al monasterio. Fui al despacho del anciano. En otra escala de gravedad, yo también había infringido las normas de convivencia de la Orden, que exigen orden, disciplina y respeto, sin los cuales las buenas relaciones en cualquier comunidad se agotan porque conducen al caos y, en consecuencia, abren espacio a la discordia; momento que las sombras aprovechan para montar un imperio. El buen monje no sonrió al verme, pero tampoco se alteró. Tenía los rasgos serenos de alguien dispuesto a ayudar. Le dije que debía emplear conmigo el mismo rigor que yo empleaba al juzgar a Lucas. Me había comportado de forma inaceptable, le confesé. El anciano frunció el ceño y dijo: “No es necesario. Has comprendido que rigor no es sinónimo de justicia. Es un paso importante. Aunque aún no haz asimilado todas las enseñanzas ofrecidas en los últimos días, lo que te llevará algún tiempo, ya haz iniciado el proceso al no negar el error, sino aceptarlo como un maestro. Así podrás forjar tu propia luz a partir de tus sombras”.
“Siempre tendrás que elaborar por ti mismo cada experiencia que hayas tenido en el laboratorio de tu alma. Este refinamiento te dará el poder de la vida, para mantener tu luz siempre encendida, independientemente de los acontecimientos del mundo. Fluirás con suavidad y ligereza, equilibrio y fuerza ante todas las situaciones. El sufrimiento se desvanece cuando nos damos cuenta de que la puerta de salida de cualquier laberinto se abre hacia dentro, donde vive el alma, nunca hacia fuera. Aprende a utilizar este gran poder.
Le pedí que me ayudara a aprender la lección correcta de los últimos acontecimientos. Amablemente, el anciano me recordó una conversación reciente: “Si quieres conocer a alguien, sopla o aprieta”. Le pedí que me lo explicara mejor. El buen monje fue generoso: “Soplar significa engrandecer, dar poder, ofrecer espacio para que alguien se sienta enorme hasta el punto de castigar o dañar a alguien por mera molestia, ejercicio de poder o uso inadecuado de la moral y el conocimiento enfermo de orgullo. Dar al orgullo, la vanidad y el egoísmo la oportunidad de manifestarse. Luego observa si el individuo se mantiene honestamente dentro de los límites de la humildad, la sencillez, la compasión, la sabiduría y la pureza. Entonces comprenderás quién te domina, si ya caminas firmemente sobre el eje de tu propia luz o si aún eres vulnerable a tus sombras personales”. Hizo una breve pausa antes de continuar: “Apretar es buscar el mismo resultado con otra ecuación; decir no a las peticiones, contradecir, crear obstáculos, anular un permiso o quitarle algo a alguien. La reacción de la persona te hará darte cuenta de a qué límites ha llegado ya esa alma, en qué recodo del Camino se encuentra”.
Aquel guante era del tamaño de mi mano. Era la teoría de una experiencia recién vivida. Bajé la mirada. El Anciano añadió: “Observa el flujo de la vida. A veces nos sopla, a veces nos aprieta. Este movimiento natural, como el ir y venir de las mareas, nos ayuda a conocer a los que nos rodean. No para censurar, sino para comprender el valor de la compasión. Todos seguimos siendo alumnos de esta maravillosa escuela planetaria, unos con más o menos grados que otros. Sin embargo, lo más importante es aprovechar este mismo flujo para descubrir quiénes somos. Nuestras reacciones dicen mucho de nosotros. Son el equivalente de una autopsia del alma; muestran jardines y desiertos, cicatrices y heridas; se revela el interior que nos negamos a admitir. Cómo me comporto cuando la vida me permite tomar decisiones capaces de influir en las condiciones de los demás; en cambio, cómo reacciono cada vez que me quita algo que no quiero perder indica lo que traigo y lo que falta en mi equipaje”. Arqueó los labios en una sencilla sonrisa y dijo: “Honra a cada uno de estos maestros ocultos cuando los encuentres en el Camino. No hay otros.
En la asamblea, nombré a Hilton para sucederme en la administración del monasterio. Fue una decisión fácil; las elecciones sólo son difíciles si aún no han madurado en el alma. La observación de los acontecimientos me dio esta claridad; por las mismas razones, creo que Frank reconoció las razones por las que se le había pasado por alto; si no las comprendía, las comprendería más tarde. Recibí con serenidad el nombramiento de otro monje como coordinador pedagógico para el siguiente periodo de estudios. Kamadewa fue justo y sensato. Aún no estaba preparado para el puesto y lo sabía. El Viejo, por supuesto, fue aclamado de nuevo como director general. Al final, le vi alejarse con sus pasos lentos pero seguros. La forma en que debemos recorrer el Camino.
Gentilmente traducido por Leandro Pena.