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Después de la tormenta

Amanecía cuando el tren me dejó en la estación del encantador pueblecito de calles estrechas y sinuosas, pavimentadas con piedras centenarias y resbaladizas en una noche de lluvia fina. No me gustan los cielos sin estrellas. Las nubes me dan la sensación de caminos bloqueados y vistas obstruidas. No es diferente con la verdad, oculta tras capas opacas formadas por pasiones salvajes y las ideas polvorientas de la conciencia. Caminé como un aprendiz de aviador bajo la precaria iluminación de viejas lámparas aún en servicio. Zapatos sobre piedras mojadas formaban una mezcla peligrosa; igual que la inmadurez nos lleva a derrapar por los sutiles callejones de la verdad. Resbalamos por la claridad que no tenemos.

La visión de la clásica bicicleta de Lorenzo, el zapatero amante de los vinos tintos y los libros de filosofía, apoyada en la farola frente al taller era siempre motivo de alegría. El inusual horario de apertura significaba que no estaba seguro de si tendría unos momentos de buena conversación y una taza de café recién hecho hasta que llegara la hora de dirigirme al monasterio para otro periodo de estudio.

Me recibió con una sonrisa sincera y un fuerte abrazo el elegante zapatero, vestido con un pantalón negro de sastre y una camisa blanca de lino; las mangas estaban dobladas por encima del codo para que no le estorbaran al coser bolsos y zapatos. Este era el oficio. El arte estaba en cómo trataba a todo el mundo y en su maestría para elaborar ideas desconcertantes y bellas. La elegancia en el trato personal consistía en la rara mezcla de delicadeza en las palabras sin ningún intento de negociar con la verdad; aunque era celoso en respetar los límites individuales y las sutilezas necesarias para expresar verdades; no todo el mundo está preparado para tratar abiertamente los vínculos existenciales; la forma de acercarse y de hablar es fundamental para no ofender. Un equilibrio improbable pero indispensable. La belleza de sus ideas surgió a través del pensamiento libre, en una mente sin formas estancas, impulsada por un corazón sereno y alegre en la construcción de lo inimaginable. Dentro y fuera del interlocutor.

Se lo comenté al zapatero mientras apoyaba dos humeantes tazas de café sobre el pesado mostrador de madera de su estudio. Lorenzo negó cualquier mérito: “Sólo me atrevo a pensar de otra manera. Las falacias populares son una especie de prisión mental dañina. Fijan conceptos construidos por intereses que casi nunca son justos, ni siquiera casi siempre superficiales. Se repiten tanto que acaban enmarcándose como si fueran la expresión de la verdad. No lo son. Al abdicar del libre pensamiento, las personas permiten que sus elecciones, y en consecuencia sus vidas, sean dirigidas por estas fórmulas manipuladoras. Se pierden y dejan que los mejores días se les escapen de las manos. Si examinas cada una de ellas, no te costará encontrar las mentiras que las sustentan. Sin embargo, pocos se permiten esta simple audacia.

Antes de que pudiera preguntar, me ofreció algunos ejemplos: “No te metas con un equipo ganador, acuñada por algún comentarista de fútbol para criticar los cambios realizados en cierto equipo que perdía un partido tras una racha ganadora, esta frase se ha convertido en un concepto de comportamiento. La he oído innumerables veces en las situaciones más diversas, generalmente pronunciada por personas que temen el cambio o quieren evitar el esfuerzo de la transformación. El universo está en constante expansión; todo cambia constantemente. Lo que no se mueva será engullido por la evolución cósmica. Inexorablemente. Así ocurrió con la máquina de vapor, las carabelas, los carburadores de los coches, las válvulas de los televisores, las antenas en los tejados, los tranvías, los discos de vinilo, los teléfonos fijos; la lista es interminable. Lo mismo ocurre con las personas y las profesiones. Imaginemos a una joven mecanógrafa, con un excelente trabajo a mediados de los 80, creyendo que no tendría que mudarse, porque su sustento estaría garantizado hasta su jubilación. Al fin y al cabo, en aquella época su equipo iba ganando; el mercado laboral estaba lleno de ofertas en su campo. A finales de la década siguiente, estaba en paro sin ninguna posibilidad de encontrar trabajo; su profesión simplemente había desaparecido. Si no se anticipó a los movimientos inherentes al mundo mientras su equipo ganaba, sucumbió a una caída vertiginosa como un pájaro que se niega a volar. Esperar a perder antes de empezar a moverse muestra un aprecio por el estancamiento; caracteriza una pérdida de ritmo con el tiempo; una creencia absurda en la inercia como forma de vida. Una mente aprisionada por la comodidad o el miedo”.

De hecho, ya lo había utilizado unas cuantas veces. Aunque las situaciones eran diferentes, los fundamentos eran los mismos, confesé. Lorenzo abundó en el tema: “El fin justifica los medios, concepto utilizado por todos aquellos que quieren eludir la responsabilidad por las formas y criterios utilizados, que saben que no fueron justos, para conseguir un determinado interés; utilizan la frase como escudo de supuesta nobleza para protegerse de la vileza del método. Es un razonamiento tortuoso para explicar errores y fechorías, utilizando la grandeza del objetivo como excusa. Cabe señalar que este concepto surgió en el famoso tratado de filosofía política de la Edad Media, El Príncipe, cuya teoría ofrecía argumentos contra los excesos del Absolutismo, la tiranía de los reyes y la violencia practicada. Maquiavelo, el autor del libro y de la frase, aconsejaba a la realeza gobernar mediante el terror y el miedo, despreciando cualquier sentimiento de respeto por parte del pueblo. Lo que importaba era mantener el poder, el fin; a cualquier precio, los medios. No es de extrañar que el adjetivo maquiavélico se convirtiera en sinónimo de astucia, mala fe y oportunismo”. Frunció el ceño y reflexionó: “¿Cuántas veces negociamos con la verdad para intentar conseguir una pizca de felicidad, un privilegio indebido o un deseo inconfesable? Nos mentimos a nosotros mismos en el vano esfuerzo de creer que el camino equivocado nos llevará al destino correcto; como si fuera posible hacer el bien utilizando el mal. ¿Cuántas veces hemos arremetido bajo la justificación de que hay que decir la verdad, cuando en realidad no se dijo para iluminar o acoger, sino sólo con la intención no disimulada de herir? Renunciamos a la virtud y a la verdad a cambio de placeres mezquinos y efímeros. Desperdiciamos lo bueno para complacernos en lo malo. Se encogió de hombros y concluyó: “Pero lo justificamos. Nuestros objetivos son nobles, así que pueden justificar el egoísmo de nuestras acciones. Necesitamos convencernos de que los demás son malos; el mundo es tonto”.

Estaba disfrutando de la conversación. Le pedí que citara otro ejemplo. Lorenzo fue generoso: “La voz del pueblo es la voz de Dios. Se trata de una absurda manipulación de la opinión pública para acallar las voces discrepantes. Giordano, Copérnico y Galileo tuvieron serios problemas en una época en la que todo el mundo estaba seguro de que el Sol se movía alrededor de la Tierra. Fue la creencia popular, la voz corriente, y la Inquisición, la que se erigió en guardiana de supuestas verdades divinas y absolutas”. A continuación, mostró otras situaciones para demostrar el peligro que entraña dejarse llevar por un concepto tan absurdo; formuló una pregunta que no necesitaba respuesta: “¿Recuerdan cómo, ante la oferta de Pilatos, el pueblo pedía la absolución de un ladrón y asesino y, al mismo tiempo, exigía la muerte de un gran maestro que se contentaba con enseñar el amor, ilustrar a la gente sobre la verdad y hacer el bien allá donde iba?”. Hizo una pausa antes de continuar: “Por no hablar de las innumerables ocasiones en que el pueblo apoyó apasionadamente y llevó al poder a líderes que fomentaron la guerra, la destrucción, la miseria y el hambre en diversas naciones. La historia está llena de hechos. Nada puede ser más engañoso que confundir la voz del pueblo con la de Dios”.

De hecho, ya lo había utilizado unas cuantas veces. Aunque las situaciones eran diferentes, los fundamentos eran los mismos, confesé. Lorenzo abundó en el tema: “El fin justifica los medios, concepto utilizado por todos aquellos que quieren eludir la responsabilidad por las formas y criterios utilizados, que saben que no fueron justos, para conseguir un determinado interés; utilizan la frase como escudo de supuesta nobleza para protegerse de la vileza del método. Es un razonamiento tortuoso para explicar errores y fechorías, utilizando la grandeza del objetivo como excusa. Cabe señalar que este concepto surgió en el famoso tratado de filosofía política de la Edad Media, El Príncipe, cuya teoría ofrecía argumentos contra los excesos del Absolutismo, la tiranía de los reyes y la violencia practicada. Maquiavelo, el autor del libro y de la frase, aconsejaba a la realeza gobernar mediante el terror y el miedo, despreciando cualquier sentimiento de respeto por parte del pueblo. Lo que importaba era mantener el poder, el fin; a cualquier precio, los medios. No es de extrañar que el adjetivo maquiavélico se convirtiera en sinónimo de astucia, mala fe y oportunismo”. Frunció el ceño y reflexionó: “¿Cuántas veces negociamos con la verdad para intentar conseguir una pizca de felicidad, un privilegio indebido o un deseo inconfesable? Nos mentimos a nosotros mismos en el vano esfuerzo de creer que el camino equivocado nos llevará al destino correcto; como si fuera posible hacer el bien utilizando el mal. ¿Cuántas veces hemos arremetido bajo la justificación de que hay que decir la verdad, cuando en realidad no se dijo para iluminar o acoger, sino sólo con la intención no disimulada de herir? Renunciamos a la virtud y a la verdad a cambio de placeres mezquinos y efímeros. Desperdiciamos lo bueno para complacernos en lo malo. Se encogió de hombros y concluyó: “Pero lo justificamos. Nuestros objetivos son nobles, así que pueden justificar el egoísmo de nuestras acciones. Necesitamos convencernos de que los demás son malos; el mundo es tonto”.

Estaba disfrutando de la conversación. Le pedí que citara otro ejemplo. Lorenzo fue generoso: “La voz del pueblo es la voz de Dios. Se trata de una absurda manipulación de la opinión pública para acallar las voces discrepantes. Giordano, Copérnico y Galileo tuvieron serios problemas en una época en la que todo el mundo estaba seguro de que el Sol se movía alrededor de la Tierra. Fue la creencia popular, la voz corriente, y la Inquisición, la que se erigió en guardiana de supuestas verdades divinas y absolutas”. A continuación, mostró otras situaciones para demostrar el peligro que entraña dejarse llevar por un concepto tan absurdo; formuló una pregunta que no necesitaba respuesta: “¿Recuerdan cómo, ante la oferta de Pilatos, el pueblo pedía la absolución de un ladrón y asesino y, al mismo tiempo, exigía la muerte de un gran maestro que se contentaba con enseñar el amor, ilustrar a la gente sobre la verdad y hacer el bien allá donde iba?”. Hizo una pausa antes de continuar: “Por no hablar de las innumerables ocasiones en que el pueblo apoyó apasionadamente y llevó al poder a líderes que fomentaron la guerra, la destrucción, la miseria y el hambre en diversas naciones. La historia está llena de hechos. Nada puede ser más engañoso que confundir la voz del pueblo con la de Dios”.

T Amanecía. La conversación merecía otra ronda de café cuando nos interrumpió Lineu, uno de los sobrinos de Lorenzo. Yo ya lo conocía. Era un joven treintañero, recién licenciado en medicina, estudioso, aplicado y sensible. Estábamos convencidos de que con los años se convertiría en un gran médico. Lineu amaba curar. Atendía a todos sus pacientes con el mismo afecto e interés. Era muy apreciado en el hospital donde trabajaba, en la metrópoli vecina, y atendía a la población de la región circundante. El joven tenía profundas ojeras, típicas de alguien que no había dormido por la noche. Su pelo revuelto y su ropa desarreglada demostraban que estaba visiblemente desequilibrado. Sin preguntar, su tío lo envolvió en un cálido abrazo. Con la cara oculta en los anchos hombros del zapatero, oí los sollozos de un llanto desconsolado. Acariciando el pelo de su sobrino, sin prisa y sin mediar palabra, Lorenzo esperó a que las lágrimas se secaran. Luego lo sentó a mi lado mientras preparaba café para tres. Lineu contó su drama. Hacía dos días, un hombre había ingresado en el hospital en estado grave. Su experimentado jefe de equipo estaba ocupado atendiendo a otro paciente en una situación aún más delicada. En ausencia de otro médico más experimentado, el joven se hizo cargo de los cuidados; tras un análisis preliminar, dado que el caso era extremadamente grave, se decidió por un determinado procedimiento. El hombre murió sin demora. Cuando regresó, el jefe del equipo se dio cuenta de que Lineu había tomado la decisión equivocada, contribuyendo a la muerte del paciente. La dirección del hospital suspendió al joven de sus funciones por tiempo indefinido, e incluso hubo riesgo de que fuera despedido. Se le ha desmoralizado a los ojos de la profesión médica. Por no hablar de que muchas personas se enterarían de lo ocurrido, cuando él viviría en la vergüenza y la culpabilidad eternas; no se descartaba la posibilidad de que se convirtiera en demandado en un pleito interpuesto por su familia por error médico. Casi diez años dedicados al estudio de la medicina y todo podía venirse abajo por una decisión equivocada en la agonía de salvar una vida en una noche desastrosa. Se sentía desolado. Sin embargo, sabía que después de la tormenta viene la calma, así que se resignó.

Lorenzo me miró, pero no comentó la última frase de su sobrino. Intentó calmarle, ofreciéndole orientación y perspectivas para los días venideros. Aunque fue cuidadoso con sus palabras para no agravar la desesperación de Lineu, el zapatero necesitaba preparar al joven para los momentos que se avecinaban: “La tormenta no ha terminado; de hecho, acaba de empezar. Creer en el engaño es vivir como un barco a la deriva, a merced de las olas y las corrientes. Sólo el azar puede evitar el naufragio”. Lorenzo explicó: “Ahora, más que nunca, hay que tomar el timón del barco para dirigirlo hacia el puerto seguro que uno elija. Así lo hacen quienes son dueños de sí mismos, se alinean con su propia verdad y se dirigen a través de sus virtudes”.

Frunció el ceño, como solía hacer cuando escalaba tonos de seriedad, y con la misma serenidad en la voz, aclaró: “Sé humilde, sencillo, manso y compasivo; sobre todo, perdónate a ti mismo. Esto te inmunizará contra la vergüenza. Sin embargo, no renuncies al valor, la sabiduría o la firmeza. No transfieras la responsabilidad. No niegues ni ocultes tu error, ni lo expongas innecesariamente, de lo contrario te sentirás debilitado todo el tiempo. Sin embargo, pon límites para que no haya abusos; respétate a ti mismo. Oirás insinuaciones absurdas y palabras mezquinas. Sin dejarte afectar por ellas, porque sabes que oirás más sobre los malentendidos de los que hablan que sobre ti mismo, mira a la otra persona a los ojos, sin afrenta, pero también sin miedo. Responde siempre con calma, claridad y objetividad. No te alargues demasiado con explicaciones innecesarias, como si intentaras justificar lo injustificable; ni seas demasiado breve para que tus respuestas no queden incompletas, como si huyeras de la verdad y de la responsabilidad”.

Tomó un sorbo de café y continuó: “Date cuenta de que esta batalla, para ganarla en el mundo, primero hay que ganarla dentro de ti. Acepte que hizo lo que pudo, dada la ausencia de médicos más experimentados y el poco tiempo disponible debido a la gravedad del paciente. Tomaste la decisión que creíste correcta en ese momento. Cometiste un error, pero no por descuido o imprudencia. Cometiste un error, como sólo cometen los que toman decisiones. Comprométete firmemente contigo mismo a convertir tu error en una herramienta para aprender y mejorar; ésta es la oración perfecta del perdón que exonera y elimina la culpa. Si tienes oportunidad, pide perdón a la familia del fallecido. Sé sincero con tus sentimientos; nunca finjas afecto. No te corresponde tocar temas legales, pero si surgen, déjales libertad para actuar como consideren oportuno. Un día se darán cuenta de que esto no tiene nada que ver con el dinero”.

Luego señaló: “En la naturaleza, después de la tormenta viene la calma. Siempre llega. No hay necesidad de moverse; sólo hay que sentarse en un rincón a esperar la inevitable mañana soleada. Así de sencillo. Sin embargo, en la vida, si nos quedamos sentados esperando las buenas noticias, es poco probable que lleguen. La mayoría de las veces, limitarse a esperar días mejores, sin moverse, tiende a prolongar la tormenta durante un periodo de tiempo interminable. Hay que afrontar la tormenta con las virtudes adecuadas, sin miedo ni quejas. Recordemos que, de algún modo, no siempre comprensible, fuimos nosotros quienes la convocamos. No tiene sentido huir, te alcanzará. Afronta la tormenta sin orgullo, vanidad, mentiras ni subterfugios. Sé virtuoso, la dignidad nos enseña a bailar bajo la lluvia”.

Y reflexionó: “En la vida, es otra historia. La bonanza no llama a la puerta tras noches lluviosas y sin estrellas. Hay que ir a buscar la calma, ahuyentar las nubes, buscar la claridad del verano, los colores de la primavera. No hay que confundir los fenómenos de la naturaleza con las leyes de la vida. Para poner fin a la tormenta, hay que construir hoy las mañanas soleadas de mañana.

Hubo un largo silencio en el taller, hasta que Lineu movió la cabeza diciendo que entendía las palabras de su tío. Quería saber, en la práctica, cómo actuar a partir de entonces. Lorenzo fue didáctico: “No esperes indefinidamente la decisión del hospital; fija un plazo que te parezca razonable. Después, busca otra clínica o consulta en la que trabajar. Has estudiado y te has preparado mucho para llegar hasta aquí. Nada tiene el poder de vencernos si no se lo permitimos. No te hagas esto a ti mismo. Recuerda que no sólo tus errores, sino también tus muchos aciertos merecen ser sopesados en la balanza. Confía en lo que sabes; confía en tu don de curación; confía en ti mismo. Aprende de los errores y sé agradecido; hay mucho que ganar en percepción y sensibilidad si sabes cómo afrontar esta experiencia. Esta es la razón de las tormentas. Entonces la vida te habrá moldeado hasta convertirte en un médico que ni la mejor universidad del mundo podría formar”.

Y concluyó: “Por encima de todo, nunca te abandones a ti mismo; nunca te alejes de ti. Al contrario, acércate a tu verdad y a tus virtudes; son fuentes inagotables de fuerza y equilibrio. Si te enfrentas al error como a un enemigo, te vencerá. Trátalo como a un maestro; aprovecha la oportunidad, evoluciona con la lección y sigue adelante”.

El joven agachó la cabeza durante un tiempo que no puedo precisar. Nadie dijo una palabra. Cuando levantó la cara, sus ojos tenían un brillo que no había existido cuando entró en el taller. También había lágrimas, no de desesperación como cuando llegó, sino de esperanza y fe regeneradas. Lorenzo concluyó: “El poder del movimiento está en tus manos. Como un dúo de ballet perfecto, la vida evoluciona al compás exacto del siguiente paso del bailarín. En sinfonías inimaginables, así sucede la danza de la bonanza”.

Lineu se despidió, no sin antes darle a su tío un beso agradecido en la mejilla. Tenía que irse, le esperaba una vida por reconstruir. El momento adecuado para empezar de nuevo siempre es ahora, dijo el joven médico. Le vi salir del taller. La tormenta no había hecho más que empezar, pero no me cabía duda de que en aquel momento el sol empezaba a despejar las nubes.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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