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El próximo viaje

Me alegré al ver la bicicleta apoyada en el poste frente al taller. Una hermosa mujer, más o menos de mi edad, con el pelo canoso, alta, no demasiado delgada, cuyos ojos marrones con líneas amarillentas expresaban vivacidad y misterio, aunque en aquel momento me transmitían cierta tristeza, cruzó la calle y llegó conmigo a la puerta del taller. Hicimos el mismo gesto con las manos para que el otro fuera delante. Ninguno de los dos se movió. Nos reímos. Insistí, Sofía aceptó mi cortesía, entró y yo la seguí. Así se llamaba una de las hermanas de Lorenzo, el zapatero que amaba los vinos tintos y los libros de filosofía, y cuya maestría consistía en alinear ideas con tanta destreza como cosía bolsos y zapatos. Sonrió a nuestra llegada. Besó cariñosamente las mejillas de su hermana y me dio un fuerte abrazo. Aquel día, el encuentro había sido una casualidad. Había conocido a Sofía unos años antes, en la boda de una sobrina de Lorenzo, hija de otra hermana. No nos habíamos visto desde entonces. Ella me había llamado la atención en aquel momento. Una mujer alegre, con una forma peculiar de pensar y de vivir. Recuerdo que me impresionó su forma de contar historias.  Nos habló de la recolección de trufas, unos hongos muy apreciados en gastronomía. Como son alimentos silvestres que crecen bajo tierra, en las raíces de robles y nogales, encontrarlas es un arte en sí mismo. Requiere experiencia, dedicación y, sobre todo, intuición. Sofía era trufera. Vivía en una granja cerca de un bosque. Todos los años, de agosto a noviembre, con la ayuda de perros adiestrados, salía en busca de estos valiosos hongos que brotan sin previo aviso y al azar como manifestación y amable ofrenda de la indómita naturaleza. Una vez olfateado el manjar, tenían que cavar con sumo cuidado para recolectar la trufa sin dañarla y que el precio no se viera afectado. Los mejores cazadores son honrados por los chefs de los restaurantes más renombrados del planeta, ávidos de este ingrediente que puede añadir un sabor incomparable a sus platos. Existe un rico mercado para el producto, y las trufas de mejor calidad salen a subasta. No hay escuelas para formar truferos; es una habilidad innata. Sofía tenía el don; parecía tener una máquina de hacer trufas. Durante el resto del año, dedicaba parte de su tiempo a viajar; el resto, a escribir novelas que nunca habían sido publicadas. Nunca dejaba que nadie leyera sus textos. Sólo escribía para sí misma las historias que quería oír, como quien se permite ser una criatura de su propia creación. Pocas mujeres me han parecido tan fascinantes. Lo insólito y lo misterioso producen una fascinación increíble. Una belleza exótica en cuerpo y alma. Así era Sofía.

Aquel día sus ojos tristes me desconcertaron. Su belleza estaba empañada. La parte más importante, la que brota de lo más profundo del alma -como las valiosas trufas que germinan en secreto bajo la superficie- había desaparecido. Esperó a que Lorenzo pusiera tres tazas de café sobre la encimera y soltó una frase emblemática: Estoy muy enfadada conmigo misma por hacer sólo cosas que no quiero hacer.

Sacudí la cabeza con incredulidad. No tenía ningún sentido para mí. No podía haber nada malo en una vida tan interesante como la suya; una forma de disfrutar de los días que mucha gente codicia. Como para corroborar mis impresiones, me dijo que le encantaba ser cochera y que disfrutaba viviendo en la finca. Le gustaba la independencia económica que le ofrecía el comercio de la trufa, así como la autonomía de trabajar para sí misma. Además, aprovechaba unos meses al año para viajar, cuando la tranquilidad de la casa era sustituida por el bullicio de los paseos y el tiempo con su familia. Un equilibrio perfecto, decía. El zapatero comentó: “En apariencia, la vida parece estar en equilibrio; en el fondo, no cabe duda de que hay muchos malentendidos. Tendrás que ir al origen del nudo que te ata; te impide disfrutar de lo mejor de ti mismo y de la vida. Este es tu próximo viaje. Sólo desatándolo volverás a sentirte libre. Libertad es fluir a través de los días en la última frontera conocida de tu verdad; sin máscaras, engaños, mentiras ni miedos.”

 Su hermana le dijo que necesitaba ayuda. No podía identificar la causa de su insatisfacción. Había diseñado un estilo de vida único para cumplir todos los requisitos que consideraba necesarios para ser feliz y vivir en paz. Nada ni nadie se interpondría en su camino. Había alcanzado todos los objetivos deseados. Durante muchos años se sintió plena y completa. Ahora ya no. El zapatero frunció el ceño y dijo: “Las ideas y los sentimientos, la forma en que la percepción y la sensibilidad personales elaboran las experiencias vividas, establecen lo que llamamos realidad, que se transforma con un simple cambio de perspectiva. A pesar de las condiciones a menudo adversas, es necesario que la realidad contenga los sustratos capaces de hacer florecer la felicidad, la paz, la dignidad, el amor y la libertad; de lo contrario, significa que aún no hemos comprendido la mejor realidad posible y por eso la desperdiciamos.”

Sofía le pidió que se explicara mejor. Lorenzo puso un ejemplo: “Dos viajeros cruzan un abismo utilizando el único puente que existe. Aunque la experiencia física sea la misma, los resultados no siempre serán los mismos. Dependerá de cómo cada uno observe la travesía, así como de las conclusiones que saque del acontecimiento. Una persona puede quedar encantada por la belleza y la alegría de superar el obstáculo, incluso con los riesgos que conlleva, mientras que la otra, abrumada por el miedo y la tensión que provoca el peligro de una caída inminente, quedará traumatizada. Tanto que, asustados a pesar de haberlo conseguido, la próxima vez preferirán dejarse detener por el abismo; el miedo les convencerá de la mentira de que el estancamiento es un castillo inexpugnable. A uno, la experiencia le proporcionó las alas necesarias para sobrevolar el obstáculo; al otro, le sirvió para levantar un enorme y sólido muro que nunca les dejará salir. Siempre habrá relatos y conclusiones contradictorios de una misma situación. Para uno, el riesgo y lo insólito serán vistos como un reto; para el otro, señalarán un impedimento. Las mismas experiencias producen realidades diferentes. Tomó un sorbo de café y reflexionó: “Toda creación realizada en el universo se refleja en la realidad de la criatura exterior. Inexorablemente”.

Hizo una pequeña puntualización: “Es importante no confundir retos con provocaciones. Los desafíos son oportunidades de crecimiento interno capaces de llevarme más allá de lo que soy; en definitiva, una relación clara, serena y sana que mantengo con mi esencia. Las provocaciones son invitaciones a agigantar la vanidad y el orgullo, la ira y el dolor, capaces de dejarme por debajo de lo que podría llegar a ser; una relación problemática conmigo mismo y, en consecuencia, con el mundo, en un esfuerzo por ocultar mis fragilidades e incompletudes”. Hizo un gesto con las manos para señalar una bifurcación en el camino y reflexionó: “Cualquier situación puede presentarse como un desafío o una provocación. Soy yo quien determina los fundamentos intrínsecos que me moverán o aprisionarán”.

La entrenadora dijo que entendía el concepto. Había trazado cada detalle de la ruta en el viaje que había planeado emprender en esta existencia. Había cruzado mil puentes sin detenerse ante ningún abismo. Había sido feliz durante su viaje; había llegado al destino deseado. Había logrado la independencia económica; tenía la autonomía de no tener jefe ni empleados; ni marido, por lo que no tenía que adaptarse a la rutina y las manías de otra persona. Los romances ocasionales le bastaban. Vivía en la tranquilidad de una granja al borde del bosque con sus libros y los perros que tanto quería. Sus hijos, que se habían marchado pronto de casa para estudiar y trabajar, estaban bien; sus nietos, sanos. Todos los años los visitaba; también viajaba para ver y volver a ver muchos lugares, para ver y hacer amigos. Dentro de los planes que se había fijado, tenía una vida perfecta. Ahora, sin embargo, le costaba hacer cosas que antes eran fuente de pura felicidad. Algo iba mal, pero no sabía qué era.

“¿Qué se olvidó allí?”, le preguntó Lorenzo. Sofía dijo que tal vez no había entendido la pregunta. Su hermano aclaró: “En nuestro afán por llegar a nuestro destino, dejamos atrás valiosos tesoros. La mayoría de las veces, en el momento, no nos damos cuenta de lo importantes que son. Pensamos que podemos prescindir de lo esencial; tenemos poca comprensión de las auténticas prioridades; vamos en busca de logros que, aunque tienen valor, están en una escala secundaria de importancia. Al invertir los valores, los mejores destinos se vuelven inalcanzables. Nada de lo que es esencial puede olvidarse; el alma estará inquieta. Es importante volver atrás y buscar lo que se ha dejado atrás mientras aún hay tiempo”. La hermana dijo que no sabía qué podía haberse dejado atrás. El artesano comentó: “Éste es el nudo que ata tu paz y tu felicidad; éste es el asunto que te hace, en este momento, un lugar incómodo para vivir en ti mismo. Es necesario encontrar la parte abandonada; hasta hace poco no era necesaria, pero ahora pide a gritos ser rescatada”.

Sofía quiso saber cuál era esa parte. Lorenzo negó con la cabeza: “No tengo ni idea”. Tomó un sorbo de café y dijo: “Sólo sé que existe. De todo lo que nos incomoda, eludimos la responsabilidad; de todo lo que creemos que somos incapaces de lograr, mentimos sobre su importancia. Aceptar nuestros errores es una hermosa plataforma de embarque para un fantástico viaje hacia la plenitud. A medida que maduramos, los tesoros cambian. Lo que antes era secundario, o aparentemente estorbaba, se convierte en oro; no para el bolsillo, sino para enriquecer el alma.  Para encontrar la pieza que falta, hace falta voluntad, porque la voluntad impulsa la vida; el valor de transformarse arrepintiéndose de los errores; y, por último, amor a uno mismo. La búsqueda incesante de lo que es mejor para ti es indispensable”.

Sofía asintió. Sabía de qué hablaba su hermano. Añadió que por eso estaba allí. Era capaz de comprender que había una puerta que le permitiría salir del laberinto existencial que ella misma había creado. Siempre la hay. Pero ella no podía verla. Confesó que necesitaba ayuda. Lorenzo le cogió las manos con cariño y le dijo: “No importa si vivimos en una granja florida lejos del bullicio de la ciudad o si ocupamos un pequeño piso gris lejos de la tranquilidad del campo; en verdad, cada persona vive dentro de sí misma. Todo lo demás no es más que decoración y decorado. La paz y la felicidad son logros personales, sólo posibles cuando desmontamos los malentendidos, la raíz oculta donde brota el hongo de los miedos y los sufrimientos, de la fragilidad y los desequilibrios, ingredientes comunes que aromatizan con sabor amargo nuestra vida cotidiana. Si no construyo un lugar agradable para vivir en mi corazón, no podré disfrutar de las maravillas de la vida. Toda línea recta estará torcida, todo color será oscuro. Nadie vive bien sin una mente clara y un corazón sereno.

Lorenzo quiso saber si su hermana seguía con su rutina de meditar y rezar todos los días. Sofía respondió que lo hacía todas las mañanas. Preguntó: “En esos momentos, ¿tienes algún pensamiento recurrente?”. Dijo que, últimamente, la imagen de sus hijos y nietos le venía siempre con mucha intensidad. Aunque sabía que estaban bien, cada vez estaba más preocupada por su familia. El zapatero preguntó: “Si están bien, ¿por qué estás tan preocupada?”. La hermana dijo que había estado intentando no pensar tanto en ellos, pero que cada vez le resultaba más difícil. No podía explicarse por qué esa idea la invadía tanto en los momentos que reservaba para celebrar la vida consigo misma. Lorenzo le advirtió: “No reprimas ni asfixies, al contrario, abraza. Estás ante una oportunidad de sanar; de comprenderte, de desandar tu camino”. Sofía le pidió más explicaciones. Él aclaró: “Mientras está relegada, el alma habita en el inconsciente. En los pocos momentos en que puede ser escuchada, dialoga con la mente a través de ideas insistentes en un intento de mostrar su incompletud y sus heridas. Cuando la comunicación se hace imposible, envía señales de insatisfacción a través del corazón; nada nos parecerá bien, aunque todo esté bien. Lo único que nos falta es lo que aún no comprendemos. La alegría desaparece con la incapacidad de ver la belleza que nos habita. Los días se complican, los pequeños charcos se vuelven insalvables porque parecen del tamaño de un océano. Nos enfadamos por hacer cosas que no queremos hacer, como dijiste cuando entraste en el taller, incluso cuando son cosas que disfrutamos haciendo.”

Sofía le pidió que continuara. Lorenzo reflexionó: “De todas las historias que has escrito, la más interesante a los ojos del mundo es la vida que te has construido. Un modelo ideal, codiciado por mucha gente, en una mezcla de ingredientes irresistibles como independencia, autonomía y bucolicismo. ¿Qué hay de malo en ello? Absolutamente nada. Excepto lo que dejaste atrás para lograr tu objetivo. Puso su taza de café sobre la encimera, se encogió de hombros y dijo: “Se puede vivir bien solo, pero no se puede vivir bien sin amor. Amar a la gente es lo más sagrado y sublime. Hay amores que pasan y hay amores fundamentales. Cada vida es una historia. No hay dos iguales. En tu caso, me refiero a tus hijos y nietos. Su hermana no estaba de acuerdo. Dijo que los visitaba una vez al año. Aparte de eso, tenían sus propias cosas que hacer. Tenía que ser parsimoniosa para que su presencia no se interpusiera en sus tareas rutinarias. Los quería y era querida por ellos.

Lorenzo negó con la cabeza: “No tengo ninguna duda. Conozco el amor que se siente. Sin embargo, las visitas breves no estructuran buenas relaciones, como tampoco bastan unas pocas líneas para escribir una gran novela. El amor requiere convivencia e intimidad para que arraigue. De lo contrario, las relaciones seguirán siendo frágiles y superficiales. Esto es lo que tu alma echa de menos y pide a gritos. Hablo del amor profundo, que sólo es posible cuando compartimos alegrías y retos; compromisos y responsabilidades; logros y pérdidas. El amor sucede en las banalidades, seriedades, conflictos y complicidades de la vida cotidiana”. Tomó otro sorbo de café antes de continuar: “Un amor que no se tuvo en cuenta cuando diseñaste tu estilo de vida.  Es hora de ir a buscarlo. Esta es la puerta del laberinto. Este es el próximo viaje.

Una lágrima sincera corrió por la mejilla de Sofía. Sabía de lo que hablaba su hermano; decía la verdad. Sin prisa y sin mediar palabra, vació su taza de café. Las ideas buscaban estantes más adecuados en su mente, los sentimientos se ordenaban en los cajones de su corazón para que, a partir de ese momento, pudieran ser utilizados con mayor facilidad. Fue Sofia quien rompió el silencio. Dijo que no entendía cómo no se le había pasado antes. Lorenzo explicó: “Somos como un complejo rompecabezas formado por mil piezas; la ausencia de una sola pone en peligro el conjunto. Hubo un tiempo en que esa pieza parecía estar integrada en el todo. Pero no lo estaba”. Sofía dijo que había vivido una existencia al revés. Lorenzo no permitió que su hermana cayera en la trampa de la culpa: “Menos, no hay necesidad de maltratarse. Trátate bien, sé amable contigo misma. Siempre. Sin ver todo el rompecabezas, es imposible darse cuenta de que falta una pieza. Nadie puede. La madurez nos permite, poco a poco, visualizar zonas cada vez más amplias de nuestra propia construcción. De diferentes maneras, esto ocurre en la vida de todos. Sin excepción. No hay necesidad de maldecir tu carrera. De hecho, tu historia es hermosa. Lo que tienes que hacer es encontrar la manera de recuperar el amor olvidado. Sin dramas ni remordimientos. La madurez es un paso importante en el viaje que, para continuar hacia el destino, requiere una revisión de la ruta.”

Desconcertada, Sofía pidió otro trago de café. Necesitaba pensar. Saboreó la bebida mientras resolvía los detalles prácticos del próximo viaje. La cosecha de trufas sólo duraría cuatro meses; alquilaría un piso en el barrio donde vivían sus hijos y nietos en la ciudad para poder estar cerca de ellos el resto del año. Se implicaría más en la vida cotidiana de la familia. Por un momento, temió que el cambio no fuera bien recibido; no estaban acostumbrados a su presencia constante e intensa. Aunque había amor, la convivencia requeriría habilidad para que, en la convergencia de personalidades y temperamentos diferentes, prevaleciera la armonía. Temía no ser capaz de afrontar este reto. Lorenzo la tranquilizó: “No te preocupes, aunque al principio pueda haber cierta incomodidad, e incluso pequeñas riñas, estas situaciones son naturales cuando la convivencia se convierte en parte de la rutina. Sale lo peor de cada uno, pero también lo mejor. El amor es a veces fruta dulce al alcance de la mano, a veces hongos raros escondidos en las raíces profundas de algunos árboles”. Guiñó un ojo a su hermana como quien revela un secreto y concluyó: “Eres una trufa, sabrás la mejor manera de encontrarlo”.

El rostro de Sofía estaba bañado en lágrimas. Sobrecogida por la emoción, intentó dar las gracias al zapatero, pero sus labios no pudieron pronunciar palabra. No le hacía falta. Se dieron un largo abrazo. Ella susurró a su hermano, en tono de confesión, pero también de descubrimiento, que no todos los tesoros están enterrados en lo más profundo del bosque; los más valiosos permanecen olvidados en las profundidades del alma. También le dijo que aprovecharía sus ratos muertos en la ciudad, cuando sus nietos estuvieran en la escuela y sus hijos en el trabajo, para escribir una nueva novela. Esta vez dejaría que todos la leyeran; sería, sin duda, su mejor historia. Cuando se despidió, había recuperado toda su belleza. Así nos sentimos cuando subimos a la plataforma de embarque. La vida se expande con cada viaje.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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