Esta historia tuvo lugar hace muchos años. El cielo era el rosa y el azul de un amanecer sin nubes. Hacía frío. Los animales cantaban en el bosque que cobijaba el monasterio. El Viejo, como llamábamos cariñosamente al monje más anciano de la Orden, estaba sentado en la última mesa de la cantina, junto a la ventana que daba a las montañas. Sonrió al verme. Llené una taza de café y me senté a su lado. Pronto se serviría el desayuno, cuando el silencio del lugar se llenaría con la animada charla de decenas de monjes. Estábamos hablando de las actividades del día cuando noté un cambio en la fisonomía del anciano. Como estaba sentado de espaldas a la puerta, me volví para comprender el motivo de la repentina seriedad de su mirada. Pedro, uno de los monjes más jóvenes de la Orden, muy querido por todos por su intenso amor, acababa de entrar. Su rostro estaba alterado. Me sorprendió. Al contrario de lo que estábamos acostumbrados, le acompañaban densas vibraciones. Estaba muy enfadado. Estuvo unos instantes decidiendo entre una taza de té o una de café, pero no se sirvió ninguna de las dos. Se acercó a la mesa donde estábamos sentados y se sentó con una fanfarronería que no sabíamos que tenía.
En aquellos días, el mundo se iniciaba en el fantástico universo virtual que ofrecía el rápido avance de la informática y sus impensables posibilidades. Aficionado a este nuevo lenguaje, Pedro lo hacía accesible a los demás monjes que, aunque encantados, aún no dominaban tanto la nueva tecnología. Siempre atento y amable, rasgos distintivos de su personalidad, facilitó la vida de todos en el monasterio a través de los sorprendentes caminos digitales.
Sin su amabilidad habitual, Pedro dijo que dejaba la Orden para siempre. El anciano, que le observaba con un tono entre la seriedad y la serenidad, le preguntó si había ocurrido algo capaz de tan drástica actitud. El joven dijo que estaba cansado de que todos en el monasterio se aprovecharan de sus habilidades sin darle el reconocimiento que merecía. Mencionó el hecho de que el anciano le había pedido cuentas el día anterior por una tarea que no había entregado a tiempo, lo que había retrasado el progreso de otras actividades. De hecho, en las últimas semanas, Pedro había estado holgazaneando con sus tareas; cuando se le preguntaba por sus obligaciones, era monosilábico en sus respuestas. El apacible joven se había vuelto distante. No le hicimos mucho caso. Atribuimos el cambio de comportamiento a que estaba enamorado de una chica guapa. Con una boda planeada, le llamaban varias veces al día para responder a las llamadas de su prometida; hablaban durante largos minutos (en aquella época, la señal de los teléfonos móviles no llegaba al monasterio de las montañas). Los monjes interpretaron la actitud del joven como algo natural, ya que aún estaba en una fase de transición y tardaría algún tiempo en adaptarse. Nadie se enfadó con el chico.
El anciano llevaba unos días observándolo atentamente. La tarde anterior, había pedido cuentas a Pedro. Con la delicadeza propia de su personalidad, recordó al joven: ¨Nunca dejes de maravillarte ante las maravillas de la vida. Disfrútalas intensamente. Sin embargo, nunca descuides tus compromisos, porque son los que dan amplitud y profundidad a la vida. Los días sin compromiso hacen que la vida sea superficial; los logros serán superficiales y efímeros; los colores de todas las cosas se desvanecerán pronto¨.
Este era el hecho que, según el joven, había traspasado la línea de lo razonable y motivado su decisión. El joven afirmaba que nadie tenía en cuenta lo que él ofrecía a todo el mundo; cuando no entregaba lo que se le pedía, era reprendido. La relación era injusta; él daba mucho y recibía muy poco. Era hora de poner fin a lo que él llamaba abuso. Me entrometí en la conversación. Sin negar el valor de las habilidades que a los monjes les resultaban tan fáciles, le recordé a Pedro las clases de filosofía, las enseñanzas sobre metafísica, historia y psicoanálisis, entre otras muchas materias que se impartían en el monasterio. Si se permitiera evaluar sin la interferencia de sus emociones, tal vez se daría cuenta de la riqueza que le habían entregado. Cuánto se beneficiaría de aquellas herramientas si supiera utilizarlas para vivir bien. El joven lo negó. Argumentó que todo ese conocimiento estaba disponible en los libros. No sería necesario salir de casa para acceder al contenido que deseaba. Perdía tiempo y dinero yendo al monasterio. Le dije que no olvidara otro tesoro, el que proviene de la socialización en aras de la trascendencia; las conversaciones y debates que nos llevan a una capa no descubierta a través de la lectura; la mirada de los demás siempre tiene el poder de mostrar algo no percibido o incluso comprendido en diferentes profundidades. Pedro afirmó que se trataba de despojos, dado lo mucho que había ofrecido. También dijo que ser reprendido por algo que no había tenido tiempo de hacer era menospreciar lo mucho que había dado a la Orden. Añadió que había sido muy ingenuo cuando se unió a la hermandad. Ahora que había crecido y madurado, ya no permitiría que, según sus propias palabras, siguieran vampirizándolo. Había odio en sus ojos. No le reconocí.
Los monjes llegaron para desayunar. Atónitos, se dieron cuenta de la densa atmósfera, pero no entendieron nada. El joven se levantó y se marchó, despidiéndose de todos con una inclinación de cabeza. A solas con el anciano, comenté que estaba sorprendido. Se trataba de otro Pedro, muy distinto del que me había aficionado. El buen monje me explicó: ¨Se trata del mismo joven. En diferentes niveles y tamaños, todos tenemos compartimentos que, dependiendo de las influencias que nos permitamos, se abren, revelando el dragón hasta ahora oculto que vendrá a devorarnos. Son los momentos en los que perdemos el control de lo que somos y nos rendimos a lo desconocido que nos habita. Éstas son las causas de las caídas más comunes¨. Hizo una pausa para añadir: ¨El encanto del dragón reside en convencernos de un poder que no tenemos, en hacernos creer que somos alguien que queremos ser pero que aún no hemos llegado a ser. El orgullo, la vanidad y la codicia son las armas que nos ofrece el dragón; el mundo será señalado como el enemigo a batir. Es una lucha perdida.
Dije que estaba molesto por la ingratitud de Pedro. Desde su ingreso en la Orden, poco después de la muerte de su padre, un monje querido y respetado de la cofradía, había sido acogido con gran afecto y atención por todos en el monasterio. El anciano frunció el ceño y dijo seriamente: ¨Creo que deberías estudiar el Tao Te Ching¨. Quise saber por qué; en aquella época, aún no me habían presentado a Li Tzu, el maestro taoísta. Me explicó: ¨En uno de sus poemas, Lao Tzu enseña que el hombre sabio realiza el trabajo sin apegarse a lo que ha construido. El valor no reside en el acero y el hormigón de un edificio robusto y sólido; la capacidad de sobrevivir a los siglos no lo libera de lo efímero. Por sí solo, no será más que un edificio, a pesar de los refinamientos de la arquitectura y la ingeniería modernas. Lo eterno reside en la capacidad de cobijar a alguien durante las tormentas de la existencia; en la verdad invisible que se experimenta en el espacio interior ofrecido. Aunque la morada no sea reconocida por quienes fueron acogidos en ella, no importa. La ingratitud no ayuda a ninguna de las partes. Nunca llores una partida, el amor deja un perfume que el tiempo nunca borrará. Al final, la oscuridad demuestra su importancia sirviendo de impulso para que los que han caído por el precipicio de la existencia vuelvan a la luz; entonces, como suele ocurrir, el regreso será definitivo. La sabiduría habita en los entresijos de las certezas sutiles¨.
Semanas después, la Orden recibió una notificación para defenderse en un pleito. Pedro estaba cobrando por los servicios informáticos que había prestado. Algunos de los monjes eran abogados de talento, otros magistrados respetados. Por unanimidad, garantizaron que no habría dificultad en demostrar que la demanda del chico era infundada. Una locura, dijeron. Sin embargo, el Viejo se negó a redactar una defensa para rebatir la demanda; les pidió que calcularan el precio medio de mercado del trabajo realizado. Esta cifra fue propuesta ante el tribunal; el acuerdo de Pedro con la oferta puso fin a la reclamación. A excepción del buen monje, que no se inmutó por el suceso, todos en el monasterio estaban muy disgustados con el muchacho.
Tuve la oportunidad de preguntar al anciano por qué tenía esa actitud. Volvió a citar el Tao Te Ching: ¨En su poema milenario de rara sabiduría, Lao Tse enseña que, entre otras cosas, los individuos alcanzan la madurez de la existencia guiándose por un refinado sentido de la justicia. Los inmaduros claman por sus derechos; aún necesitan leyes que justifiquen sus decisiones¨. Hizo una pausa antes de continuar: ¨Por lo demás, mientras durase el pleito, y podía durar mucho tiempo, el sentimiento de animosidad permanecería, como es común a cualquier guerra en curso; las heridas seguirían abiertas y, lo que es más grave, se extenderían por el alma. Al poner fin al proceso, permitimos que comience la curación, porque el foco de la enfermedad se ha erradicado con el fin de la disputa. Es el comienzo de la curación.
Comenté que los monjes que trabajaban en esta área decían que no habría mayores dificultades para que la Orden saliera victoriosa de la batalla legal con Pedro. El anciano hizo una salvedad: ¨Sin duda, fueron unánimes al decir que las posibilidades de éxito serían enormes. Sin embargo, no dijeron que serían absolutas. Señalaron que, desde el punto de vista de una minoría de juristas, la demanda del joven sería estimada. Está claro que este punto de vista, aunque es poco probable que sea cierto, movió a Pedro a vernos como usurpadores. Si, en algún aspecto, la ley establece un derecho para alguien, aunque lo consideremos irrazonable o injusto, debemos entregar lo que se nos ha pedido. En otras palabras, Lao Tse nos enseña la misma lección que el Evangelio: al César lo que es del César; a Dios lo que es de Dios. Algunas personas se mueven por los valores del mundo. A otros les mueven los valores del mundo; a otros, los del corazón. Comprender cada petición es comprender las razones que les mueven¨.
Antes de que pudiera hacer más comentarios, continuó explicando: ¨Un auténtico sentido de la justicia es una virtud difícil de alcanzar. Ser justo es una actitud poco frecuente en el planeta, aunque la inmensa mayoría de las personas se consideran justas. Lo piensan cuando reclaman derechos o niegan intereses que van en contra de los suyos. En resumen, en la superficie del entendimiento común, se hace justicia cuando ganamos; se nos agravia cada vez que perdemos. Pocas personas consiguen, con el equilibrio adecuado, libre albedrío y desprovistas de resentimiento e intereses mezquinos, ceder algo ante el mero asentimiento del derecho de otro. En algunos casos, prefieren el conflicto; de este modo, crispan las emociones, prolongan el sufrimiento, trayendo amargura y dificultades a nuestros días.¨ Frunció el ceño y dijo: ¨Al exaltar los logros del mundo, perdemos la conexión con la esencia de la vida. Valoramos lo efímero por encima de lo eterno. A pesar de todo el movimiento y el esfuerzo, los días permanecerán vacíos. Las conquistas otorgadas por la ley no caben en el equipaje; sí la sensación de justicia alcanzada; también la paz y la dignidad construidas.¨
Argumenté que él, el anciano, estaba siendo bastante generoso. El buen monje me corrigió: ¨No, sólo me esfuerzo por conquistar una virtud que no poseo¨. Luego concluyó: ¨Si Pedro comprende que la ayuda que ha prestado en el monasterio tiene un precio, deberíamos pagarlo. Por otra parte, el inestimable contenido que le dimos se lo dimos por amor. Así que no nos debe nada. Ni siquiera podíamos considerar la posibilidad de un intercambio. Los sentimientos que nos impulsaban eran distintos¨. Se encogió de hombros y terminó: ¨Hicimos lo que teníamos que hacer. Si prestan atención, se darán cuenta de que no hemos perdido nada¨. Con sus facciones serenas, los ojos del buen monje reverberaban una luz indescriptible.
Pasaron un par de años. No volvimos a saber nada del joven.
En cuanto terminé la clase de Shiur -El viaje del autoconocimiento a través de los textos sagrados- del que era responsable, me dirigí al refectorio para reponer fuerzas con una taza de café. De camino, me informaron de que Pedro estaba en la puerta. Como ahora yo era el responsable del monasterio, le dije que sólo los monjes estaban autorizados a entrar. Las visitas sólo con cita previa. Al oír las órdenes dadas, el anciano comentó: ¨Las duras palabras del joven aún resuenan en tu corazón¨. Duras e injustas, corregí. El viejo monje intercedió: ¨Le recibiremos. A pesar de cómo se fue, no podemos olvidar todas las facilidades y cosas buenas que nos dio¨. Argumenté que habíamos ofrecido mucho más, sin ningún reconocimiento por su parte. El buen monje preguntó: ¨¿Cuál es la regla exacta para tal medida?¨. El amor, respondí. El anciano me recordó: ¨En aquella época, no era una métrica al alcance de los jóvenes¨. No porque no hubiera amor en él, sino porque no sabía cómo amar. Hay que tener compasión. Si no, se desperdiciará lo mejor de lo aprendido¨.
Antes de que pudiera responder, el anciano continuó: ¨Al igual que el miedo, el resentimiento no es un buen consejero. Puede que me equivoque, pero creo que el mayor daño que Pedro se ha hecho es a sí mismo. Escuchémosle, no por mera curiosidad o por el odioso placer de la venganza, sino por humildad y compasión.¨ Luego añadió: ¨En la vida salvaje, tratamos a las personas como si fueran una amenaza o un festín; en la madurez de la vida, miramos a todo el mundo como a un auténtico maestro capaz de proporcionarnos lecciones indispensables.¨ Frunció el ceño y dijo: ¨Eso define quiénes somos y dónde estamos¨.
Pedro fue conducido a la sala de reuniones. Estaba abatido y triste. Cuando estuvo frente al anciano, lo abrazó con fuerza y lloró mucho. El buen monje sostuvo al joven en su hombro durante varios minutos. Luego, sentado, al muchacho le costó mucho hablar. Todavía ahogado por las lágrimas, dijo que tenía mucho que contar, pero que no sabía por dónde empezar. Lo intentó varias veces; cuando se dio cuenta de que quizá no era la mejor manera de contar todo lo que le había pasado desde que salió del monasterio, se echó atrás para intentarlo de otra forma. Hasta que se declaró demasiado emocional para poder elaborar una narración lineal y coherente. Los recuerdos abrumadores se apoderaron de su claridad de pensamiento. Confesó que en su interior había un baúl lleno de emociones y situaciones. El anciano acudió en su ayuda: ¨Si pudieras elegir una sola cosa del interior de ese baúl que resumiera la historia en una sola palabra, ¿cuál sería?¨. Arrepentimiento, respondió Pedro sin dudarlo.
Qué tonto, pensé. Todo ha debido salir mal y ahora vuelve para pedir ayuda. Entonces el joven definió, también con una sola palabra, por qué había vuelto al monasterio. Perdóname, había honestidad en la petición. Fue entonces cuando vi que una lágrima rebelde corría por la mejilla arrugada del anciano; el corazón del muchacho había sido tocado por la verdad, el amor y la justicia. En ese momento empecé a darme cuenta de que la auténtica justicia siempre tiene un importante aspecto educativo. En aquel momento, nadie entendía al anciano; nuestros ojos no tenían el mismo alcance. Yo sólo veía el momento, pero nada termina aquí y ahora; la vida continúa con sus efectos inevitables. Hay que liberarse del tiempo para comprender la verdad. El buen monje dijo al joven: ¨No hay nada que perdonar. El arrepentimiento sincero te libera. En aquel momento, lo hiciste como sabías; ahora tienes que hacerlo de otra manera y mejor. Veo grandeza en ti. La premisa de la humildad, la virtud primordial de la Vía, es el amor por el aprendizaje, la evolución y la belleza a través de la sencillez de la vida.¨
Sí, todo había salido mal. Sí, Pedro necesitaba ayuda. Esto no era necesariamente malo o bueno. Todo dependía de cómo reaccionáramos.
Más tranquilo, el niño nos dijo lo que sabíamos y lo que no. Como ya era huérfano de madre, la muerte de su padre le produjo una triste sensación de desamparo. Fue acogido por los monjes del monasterio, lo que fue fundamental para que encontrara dirección y sentido a su vida. Sin embargo, al final de sus estudios, todos volvieron a sus casas, rutinas y proyectos. Él también tenía que volver a su trabajo; necesitaba y quería terminar la universidad, una etapa fundamental en la persecución de sus sueños. En una de las asignaturas que cursaba conoció a Eva. Se enamoraron. La familia de la chica quedó encantada con el trato cariñoso y amable de Pedro. El chico volvió a sentir la maravillosa sensación de pertenecer a una familia. En pocos meses se casaron. No había duda de que estaban hechos el uno para el otro. Fueron días de intensa pasión. La época de su regreso al monasterio coincidió con la oferta de prácticas que el padre de la chica había conseguido para Pedro, que declinó la invitación para proseguir sus estudios esotéricos. Entonces se le aconsejó al joven que recapacitara, porque una oportunidad así no podía desaprovecharse a cambio de unos conocimientos que poco o nada aportarían a su carrera profesional. Su prometida también le quería cerca. Cuando se enteraron de que los monjes estaban aprovechando su talento en un tema que aún estaba en pañales para la mayoría de la gente, surgió el concepto de explotación indebida, junto con el desperdicio de una oportunidad real de dar un salto importante en su carrera. Influido por estas ideas, Pedro se convence a sí mismo de que ya es quien está aún lejos de ser -es en momentos como éste cuando nos lanzamos por el precipicio de la existencia, en la creencia de que nuestras alas no han nacido; de este modo, autorizamos al dragón a tomar el control. Aun así, se dirigió al monasterio. Sin embargo, no llegó de una pieza. El cuerpo viajó; la mente se quedó. Las insistentes llamadas de Eva le hicieron ver la realidad amoldada a la forma que ella había impuesto y en la que había aprisionado sus pensamientos. Lo que creemos que es verdad es la base de la narración del siguiente capítulo de nuestra historia. Ascenso o caída, no hay nada de lo que sorprenderse. Examinándolo más de cerca, fue una elección.
Recibió una suma considerable de la Orden como pago por el acuerdo legal. Se casa. Vivió un periodo de euforia extrema, viajes constantes y gastos intensos. Las prácticas no resultaron tan valiosas como parecía. Cuando se licenció, las ofertas de trabajo no ofrecían un salario acorde con la capacidad que él creía tener. Sus ingresos resultaron demasiado escasos para mantener el estilo de vida de su mujer. Surgieron deudas y peleas. El desequilibrio que había mostrado en sus últimos días en el monasterio se agravó. El joven amable y cariñoso se volvió irritable. Se volvió descuidado en el trabajo y no cumplía los plazos. Cuando se le preguntaba, no se disculpaba; reaccionaba con la misma fanfarronería que había mostrado ante los monjes. Era un profesional distinguido y con talento; la empresa debía tener en cuenta todo lo bueno que ya había conseguido. Que esperen. Le despiden. El matrimonio implosionó. El divorcio supuso un alivio, pero también el fin de una importante relación de apoyo familiar. Eva empezó pronto una nueva relación, rompiendo el interés de los padres de la chica por todo lo que tuviera que ver con Pedro. Separado, en paro y en la indigencia, se sentía perdido y abandonado. Todas las teorías para conquistar el mundo no le servían mental y emocionalmente en aquel momento; los pocos conocimientos que había adquirido en el monasterio para conquistarse a sí mismo empezaban a mostrar alguna utilidad. Gracias a ellos, seguía en pie; gracias a ellos, sabía que podía volver a empezar, siempre y cuando buscara el equilibrio y la fuerza que necesitaba en el centro de sí mismo. En aquel momento, debilitado hasta el extremo, necesitaba apoyo y guía para reiniciar su viaje de encuentros, descubrimientos y conquistas intrínsecas. Para volver al monasterio, ya no podía confundir la arrogancia con la dignidad, ni la humildad con la humillación; una lección fundamental para la vida.
No es que el matrimonio fuera algo malo y destructivo. Pedro no hablaba de eso. La familia es un centro riquísimo de convivencia porque es la escuela del amor primordial. El joven hablaba de la voz a la que debía escuchar. Las influencias determinan las rutas y, por tanto, los destinos. O, como me dijo entonces el anciano, abren compartimentos ocultos en nuestro interior. Algunas revelan al sabio desconocido; la mayoría despiertan al dragón dormido. Uno nos eleva, el otro nos devora.
Al principio se abrió una puerta de par en par; sólo entonces se abrió otra. El sabio vino tras el dragón. Sin embargo, no era necesario que así fuera. El sufrimiento sólo es necesario cuando faltan el amor y la sabiduría.
Finalmente, Pedro pidió ser aceptado de nuevo en las filas de la Orden Esotérica de los Monjes de la Montaña. Aunque se le prohibió hacer preguntas en clase o tomar parte activa en los debates. Se contentaba con escuchar y relacionarse con los monjes. Intervine con el rigor que consideré adecuado. Argumenté que, según los principios rectores de la hermandad, nadie sería expulsado permanentemente. Los castigos eternos son infinitamente injustos y van en contra de la nobleza de los valores evolutivos. La solución sería volver a inscribirse y esperar la llamada. Le indiqué que la cola era enorme.
El anciano, que nos escuchaba a Pedro y a mí en absoluto silencio y atención, colocó la hoja de inscripción sobre el escritorio junto a un bolígrafo. Resignado, el joven lo rellenó sin decir palabra. Luego me la entregó en las manos. Aunque tristes, sus ojos mostraban que comprendía la decisión. Fue entonces cuando el anciano me preguntó cuáles eran los criterios de admisión en la Orden. Sin entender por qué, ya que él los conocía tan bien como cualquier otro monje, le respondí que había dos. La orden de espera era uno de ellos. El otro era la invitación a cualquier persona que considerásemos dispuesta o en condiciones de colaborar con la enseñanza de todos los del grupo, ante un acontecimiento diferente en el que ya habían elaborado su experiencia. El anciano reflexionó: ¨Creo que Pedro encaja exactamente en esta última hipótesis. Se ven claramente las lecciones que ha aprendido y aprehendido. Es un rico aprendizaje que será de gran utilidad para todos, porque los conocimientos que ha adquirido mediante una observación plena y atenta pueden ayudar a muchos a eliminar definitivamente la necesidad de sufrir, si consiguen identificar cómo se manifiestan el sabio y el dragón en cada uno de nosotros.¨
Se volvió hacia el joven y le dijo: ¨Bienvenido de nuevo al monasterio¨. Se levantó y abrió los brazos para abrazar a Pedro. Con los ojos llorosos y la voz temblorosa, el joven prometió que no daría a nadie motivos para lamentar la oportunidad que se le había brindado en aquel momento. El anciano le dijo que fuera a su escritorio, cogiera la llave de una habitación libre, elaborara un plan de estudio para ese trimestre y empezara inmediatamente. Sin remordimientos ni culpas. Sino en la alegría de su propia reconstrucción.
Desconcertado. Esta palabra me definía en aquel momento, aunque no podía negar mi admiración por la sabiduría y el valor del anciano en una decisión llena de amor y sabiduría. Amor por la compasión y el perdón mostrados en un momento tan difícil, pero también de rara belleza. Sabiduría por reconocer la humildad y sencillez del gesto de Pedro. El buen monje aprovechó el pan nuestro de cada día para recurrir una vez más a la mejor justicia, dentro de los dictados del Sermón de la Montaña, eje del aprendizaje del monasterio. Para muchos, sería la ocasión propicia para abrir los compartimentos del dragón dormido, aprovechando el nefasto placer que encierra la venganza, arrastrándolos a las mazmorras de la existencia; para otros, el momento de hacer surgir a los sabios para hacerse cargo de la cátedra de esta maravillosa y mágica escuela de la vida. El dragón siempre estará al acecho, el sabio siempre estará esperando. Qué puerta abrir será siempre una simple elección.
No dije ni una palabra. Después de que Pedro se marchara, como si hubiera adivinado mis pensamientos, el anciano me explicó sin necesidad de preguntas: ¨Su historia no es diferente de la mía o de la tuya. Pedro fue derrotado por sí mismo; por las influencias que se permitió. No hay otro tipo de caída. Cuando ocurre, se levanta ante nosotros un muro opaco que nos hace creer que ya no existe la luz de la esencia que genuinamente somos. En realidad, sólo hemos perdido el acceso a esta llama poderosa y fundamental. Nos alejamos de lo que realmente somos. Arqueó los labios en una dulce sonrisa y explicó: ¨El muro lo construyen las sombras dominantes en nuestras elecciones; entonces prevalece la oscuridad. Somos incapaces de continuar. Al deconstruir el muro, restablecemos la conexión; el fuego del aprendizaje se establece definitivamente; se produce otra transmutación. Todo cambia. Para los ojos miopes, Pedro ha sufrido una dura derrota; para otros, con una visión más aguda, ha obtenido la mayor de las victorias al iniciar el viaje de vuelta a casa, al núcleo de su ser, el único lugar del universo donde puede descubrir, encontrar y conquistar toda su belleza y su grandeza. Entonces tendrá acceso a todo el equilibrio y la fuerza. Tu luz se unirá a la luz del mundo.
A continuación, se señaló el pecho y, aunque hablaba en voz baja y tranquila, saludó enérgicamente: ¨¡Salve a los campos de batalla! Sagrados sean¨.
Luego se excusó y se marchó, pues tenía que preparar unas notas para la charla de esa tarde en el monasterio. Le vi caminar con sus pasos lentos pero firmes, iluminando todo y a todos con los que se cruzaba.
Gentilmente traducido por Leandro Pena.