“La magia de la vida sucede mientras vivimos las cosas banales del día a día”, decía el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monge más antiguo del monasterio. Recuerdo esto al percibir como desperdiciamos tiempo y energía en situaciones que no tiene ninguna importancia en nuetras vidas y, de esta manera, terminamos atrasando el fantástico viaje al permitir que naveguemos en circulos. “Esto no tiene importancia” es un mantra de una única frase que él repetía y enseñaba todo el tiempo. Todos los días hay por lo menos un momento mágico que puede transformar la vida. El secreto para ver y atravesar ese portal reside en tus desiciones y, para ejercerlas a plenitud, no se puede estar distraído o debilitado con lo que no tiene importancia. Las cosas urgentes e innecesarias son trampas del camino.
Cierta vez llegábamos de un largo viaje y había una fila enorme para atravesar la aduana del aeropuerto. Mientras yo observaba irritado el lento movimiento de la fila, el Viejo estaba sereno y parecía encantado con cualquier cosa a su alrededor. Cuando estaba por llegar nuestro turno una pareja, entre abrazos y besos, pasó adelante nuestro haciéndonos esperar un poco más. Miré al Viejo indignado y antes de iniciar mi discurso sobre la falta de educación él dijo bajo, casi en tono de susurro: “Esto no tiene importancia”. Y antes de que yo pudiera extenderme en las palabras para refutar su mantra, un funcionario nos llamó para pasar por el control. Él apenas me miró con su sonrrisa picaresca como si dijera “¿viste?”. “Me gusta ver parejas enamoradas”, justificó, lo que aumentó aún más el grado de mi impaciencia. Percibí que yo, aunque mucho más joven, andaba pesado por cargar las piedras de la irritación. El Viejo, a pesar de la inexorabilidad del tiempo, circulaba satisfecho y contento por el saguán del aeropuerto, y por la vida. Entendí que la sabiduría y el amor dan alas.
En otra ocasión, conmigo al volante, enfrentábamos el embotellamiento del tránsito de una gran ciudad, cuando fui cerrado por otro conductor que no satisfecho, también me ofendió. Contrariado, miré al Viejo sentado en el asiento del pasajero en busca de su complicidad contra aquella falta de civismo. Él apenas me sonrrió y recitó: “Esto no tiene importancia”. Y continuó encantado con el murmullo de aquellos que andan con prisa por la vida. Intenté discrepar pero fui interrumpido por un ligero toque en mi brazo y por su hablar pausado: “De una forma u otra continuamos el viaje”. No satisfecho, argumenté que la prisa de aquel conductor podría haber provocado un accidente. El Viejo se volvió de nuevo hacia mí: “¿Por qué incomodarse y perder tiempo con lo que no ha sucedido?”. Guardé silencio al entender que la falta de tolerancia sólo perturba el viaje.
Un poco más adelante paramos en un semáforo en rojo y un joven se acercó a mi ventana pidiendo limosna; mencionó que tenía hambre. Acostumbrado a los peligros típicos de las metrópolis, como mecanismo de defensa, mantuve el vidrio cerrado y la expresión facial dura. El Viejo le hizo un gesto al joven para que fuera hasta su ventana, le entregó un billete y le ofreció su mejor sonrrisa; recibió otra bella sonrrisa a cambio. Inmediatamente disparé la desgastada retórica de que aquel muchacho tal vez usaría el dinero para comprar drogas y no comida. El Viejo me miró con serenidad y recitó el mantra: “Esto no tiene importancia”. Le alegué al decir que su actitud tal vez estaría alejando al joven de la rutina saludable del trabajo. “Esto no tiene importancia”, volvió a recitar el mantra. No obstante, amplió su punto de vista. “El hambre tiene prisa. Hice mi parte de la mejor manera que me fue posible. Que cada uno haga lo suyo y asuma la responsabilidad por sus desiciones. Nunca sabré si aquel joven usó el dinero para comprar drogas o saciar el hambre. La desición será de él, yo apenas le ofrecí lo mejor de mi y aproveché la oportunidad que la vida nos presentó a los dos en ese momento”. Guardé silencio y entendí que sin compasión el viaje se vuelve imposible.
En otra ocasión íbamos camino a una ceremonia familiar. Yo estaba ansioso pues encontraría parientes a los que no veía hacía años e imaginaba cuál sería su reacción al recibir la noticia del paso de mi abuela a otro plano, pues ella era una típica matriarca, amorosa y participativa, casi intrusa, en los proyectos individuales de cada hijo o nieto. Hacía mal tiempo y el miedo de no llegar puntuales fue alterando poco a poco mi estado de ánimo. “Con esta tempestad sólo falta que un árbol derrumbado haya cerrado el camino”, y así manifesté todo mi temor. “Esto no tiene importancia”, dijo el Viejo con su habitual suavidad. ¿“Cómo así?”, repliqué. “¡Vinimos de lejos y cuando estamos casi llegando somos sorprendidos con esta lluvia!”, afirmé revelando todo mi nerviosismo. “Por qué preocuparse cuando no podemos interferir? Algunas cosas tienen que suceder, otras simplemente no. Vamos a hacer nuestra parte y a esperar que lo mejor acontezca”; dió una pequeña pausa y concluyó: “Aunque en el momento no entendamos la extensión de la inteligencia cósmica, los dedos de los maestros son largos y se mueven donde todavía no podemos ver. Confía, todo lo que sucede en nuestras vidas es para bien… hasta las catástrofes. Tu lo sabes”.
Yo sabía que él estaba en lo cierto y que sólo debía practicar las enseñanzas que ya poseía. ¿Por qué siempre sabemos más de lo que podemos experimentar? Conocimiento sin práctica no se transforma en sabiduría, es como pan adormecido en la vitrina que no sacia el hambre. No pronunció más palabras.
Disminuí la marcha debido al clima. Llegamos después de la hora acordada, no obstante la ceremonia se atrasó ya que muchas personas enfrentaron la misma lluvia. Saludamos a todos y después, discretamente, nos dirigimos a donde reposaba el cuerpo de mi abuela para encaminar, en silencio, su alma en paz a la otra estación de la vida. Al terminar todo nos despedimos de las personas, algunas bastante emocionadas, otras presentes por obligación social o familiar. Seguimos hacia el aeropuerto, pues tomaríamos el vuelo de regreso en aquel mismo día, alrededor de la media noche. En la carretera le comenté al Viejo que estaba triste por la manera casi impersonal con que algunos parientes me habían tratado. “Esto no tiene importancia”, volvió a repetir el mantra. “No se puede dar lo que no se tiene. Son corazones desiertos de amor”. Y una vez más el Viejo mostraba que en las bifurcaciones del Camino la compasión era el aviso que indicaba el destino del sol.
Sin embargo le comenté que tuve ganas de abrazar más largamente a un primo que había sido criado conmigo, con quien tuve una pelea nunca resuelta, hace tiempo, mucho antes de mi iniciación en la Orden. Tal vez habría sido el momento para perdonarnos. En esa época los dos éramos todavía muy inmaduros y ahora, al mirar atrás, parecíamos otras personas. Solamente el perdón tendría la fuerza para liberarme de la amargura que aún sentía. Encontré los ojos del Viejo por el espejo retrovisor mirándome seriamente. Me reí y le dije que ya sabía lo que me diría: aquello no tenía importancia. El Viejo me tocó el brazo y me reprendió. “No, Yoskhaz. Esto sí tiene importancia. Vamos a volver ahora”. Ante mi espanto, insistió para que retornásemos inmediatamente. “Remendar lazos entre corazones es el sentido de la vida”, me explicó. Le dije que si hacíamos esto perderíamos el vuelo, tendríamos varios gastos que no estaban previstos y otros compromisos se verían perjudicados. En fin, sería una enorme confusión. “Esto no tiene importancia”, volvió a sentenciar el mantra con una sonrrisa picaresca y volvimos.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.