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El vigésimo noveno día de travesía. Cuando el desierto te arranca de ti

Desperté cuando Ingrid, la bella astrónoma nórdica de cabellos rojizos, me entregó una taza de café fresco. Se lo agradecí y ella me sonrió con los ojos. Después de lo ocurrido en los dos últimos días, no era difícil percibir que sus ojos tenían un brillo diferente. Una luz típica de quienes se alegran por ver lo que antes no veían. Ingrid dijo que iría a buscar algunas cosas con los de la caravana y salió. Sentado en la arena, hice mi oración diaria y bebí el café sin prisa, mientras observaba el movimiento de la mañana. Una vez terminé, me dirigí a la tienda que servía de refectorio para servirme un poco más de café. Un grupo de hombres conversaba en la entrada. Aunque no eran amigos míos, después de tantos días casi todos nos conocíamos de vista. Los saludé. Uno de ellos era alto y muy fuerte, a pesar de la avanzada edad. La característica que más llamaba la atención en él era su expresión de desconfianza sobre todo y todos. Siempre hacía comentarios sarcásticos, como si el hecho de ridiculizar a los otros lo alimentase de alguna manera. Decían que había trabajado en el servicio de informaciones de un país de la extinta Cortina de Hierro, del bloque soviético existente en la época. Se llamaba Iván. Había algo en él que emanaba peligro. Tal vez era esto lo que me incomodaba; tal vez era una intuición. A menudo confundimos las intuiciones con nuestros deseos y recelos. Saber discernir uno de otro suele evitar sinsabores.

Los hombres reunidos a la entrada de la tienda respondieron a mi saludo de manera educada menos Iván, quien hizo un comentario de doble sentido con relación a Ingrid. Por instinto, sin cualquier resquicio de sabiduría, respondí con acidez. No le iba a permitir que se burlara de mi relación con la astrónoma. Como su presencia ya me generaba incomodidad, su ironía fue suficiente para irritarme, así que respondí con tono de enfrentamiento. Iván se sintió ultrajado, pues todos los viajeros parecían tenerle miedo, situación que a él le agradaba. Para mantener el aura sombría que cultivaba, Iván me amenazó pero no de manera directa, algo común en su comportamiento. Nunca era claro y sus palabras parecían contener un mensaje subliminal. La amenaza fue velada, muy a su estilo de ser. Le dije que si tenía algo en contra mío podríamos resolverlo allí, en aquel instante, pues nada debía ser dejado para después. Sus ojos me apuñalaron con furia. Profirió ofensas y dio un paso en mi dirección. Mantuve la mirada firme, más por orgullo que por valentía.

Fui salvado por la llegada del caravanero, quien se colocó entre los dos, nos miró y no dijo nada. No era necesario pues en el desierto él era la ley. Todos, sin excepción, lo respetaban. Ni siquiera Iván osaba desafiarlo. Ante un silencio incómodo, llené la taza de café y salí no sin antes mirar al caravanero quien tenía una postura de firmeza y serenidad. Cuando miré a Iván percibí el desdén en su expresión, como si me enviara un recado de que yo era muy frágil para él. También sentí que mis actitudes habían sido dardos que hirieron su orgullo y vanidad. Sabía que habría revancha.

Actos y hechos son fábricas vibracionales; ondas energéticas de sombras o de luz que tocan a todos los involucrados. Permanecer inmune a las sombras o aprovechar la luz requiere conocimiento y práctica. No obstante, somos mucho menos de lo que sabemos. Tenemos por hábito reaccionar ante una situación, impulsados por nuestros condicionamientos ancestrales y culturales. Así que reaccionamos por los instintos que nos llevaron hasta allí, guiados por las sombras que todavía no educamos dentro de nosotros. Sombras generan prisiones. Si hubiese colocado en práctica lo que sabía, habría permitido que las virtudes que ya poseía se manifestaran en acción. También habría podido aprovechar la ocasión para germinar otras virtudes aún en semilla. Virtudes son fuentes de luz. Yo lo sabía, pero no podía serlo.

En justa consecuencia, me sentí mal. Mis sombras estaban al comando; miedo, orgullo o rabia se alternaban a través de ideas y emociones. Todo tan denso dentro de mí que no existía una pequeña brecha por donde entrara un mísero haz de luz. Cuando el desequilibrio se instala en el ser, la nitidez de los pensamientos nobles y la claridad de los buenos sentimientos desaparecen. Todo incomoda. Cuando Ingrid se aproximó para comunicarme que haría la travesía de ese día al lado del buen hombre del té, a quien todos consideraban un sabio, ya que tenía varios asuntos que conversar con él, le respondí de mala manera movido por los celos, en total irrespeto a su libertad. Ella me miró sin entender y se alejó. La razón superficial de mi comportamiento había sido el altercado con Iván; en lo profundo, no sabía lidiar con mis emociones cuando alguien me mostraba hostilidad. Monté en mi camello; nadie me acompañó. Pasados algunos minutos de travesía, el caravanero se aproximó en su blanco corcel, me miró profundamente durante algunos segundos y dijo: “El desierto te arrancó de ti”. Hizo una pausa antes de concluir: “Para que no naufragues en tempestades de agonía, será necesario volver a ti. No hay mejor abrigo”. Golpeó con los calcañares el vientre del caballo, movió las riendas con destreza y desapareció de vista.

Como si el caravanero tuviera la capacidad de leer mi alma, atravesé la primera parte de la marcha ahogado en enorme agonía. Fue como si nada más existiera a mi alrededor. Peor aún, era como si yo no fuese dueño de mí. No lograba pensar en otra cosa que no fueran las posibilidades de multiplicar el conflicto. Posibilidades desastrosas desde cualquier punto de vista. Las sombras – mis propias sombras – tenían total poder sobre mí. Miedo, rabia y orgullo conformaban el triunvirato que me comandaba.

Al medio día no paramos para descansar como de costumbre. Marchamos durante dos horas más hasta llegar a un pequeño pozo para abastecernos de agua. Llegó la orden de acampar. Permaneceríamos allí el resto del día, donde también dormiríamos. Llené mis cantimploras. Enseguida me alejé del grupo. Me senté en la arena y cerré los ojos. Necesitaba pensar, pero no podía. Las ideas confusas colisionaban con las emociones. Todo en mí parecía disperso. Me sentía desanimado. Al abrir los ojos, la bella mujer de ojos color lapislázuli estaba sentada a mi lado. Como si lo adivinara, explicó: “El desánimo surge cuando dejamos secar las fuentes internas de luz; entonces, bebemos de los riachuelos de las sensaciones turbias. Quedamos envenenados y en la oscuridad”.

Le confesé que aquella sensación era más fuerte que yo. Me sentía incapaz de salir de donde estaba. La mujer ponderó: “Nuestra consciencia moldea la realidad. Es necesario que te creas lo suficientemente fuerte para enfrentar cualquier situación en tu vida. De lo contrario, no lo lograrás”. Dije que el argumento era válido pero que me parecía insuficiente. Ella concordó: “Se trata tan solo del primer escalón. No obstante, es esencial para llegar hasta la cima”. Le pregunté cuál era la cima. Ella respondió enseguida: “La prevalencia de las virtudes en forma de acción en vez de los instintos mecánicos de reacción; el sabio sobre el salvaje, ambos habitan en todos nosotros; las sombras transformadas por la luz. La integralidad del ser; la conquista de la plenitud”.

A pesar de tener ese conocimiento admití su ineficacia, al menos para mí, en las relaciones cotidianas. La mujer se mostró generosa: “Sin la debida práctica, la teoría se deshace en las noches del tiempo”. Hizo una pausa y reveló: “Voy a enseñarte un ejercicio. Fue como aprendí a fortalecerme, a reencontrar mi eje y a no perderme de las fuentes de luz en momentos de conflictos, semejantes al cual atraviesas”. Me preguntó si estaba dispuesto. De inmediato respondí que sí. Ella me pidió que me acostara en la arena y cerrara los ojos. Sacó de la mochila que usaba terciada una pequeña flauta. Enseguida comenzó a tocar una suave melodía. Me pidió que intentara desconectarme de todo a mi alrededor, inclusive de los hechos recientes y también de los pretéritos. Esto me ayudaría a trabajar las emociones y las ideas que me dominaban. Yo tenía que dejarme conducir por la música. Era preciso dejar que cada nota entrara en mi cuerpo y, como si fuese una escoba o esponja, limpiar cualquier resquicio de suciedad que me impidiese tener ideas claras y sentimientos ligeros. La canción prosiguió durante algún tiempo hasta que la mujer de ojos azules cesó la música y quiso saber cómo me sentía. Le dije que un poco mejor, pues había logrado, por breves minutos, desconectarme de los hechos que me perturbaban. Pero solo un poco mejor, reiteré. Ella me situó con su voz suave: “No permitas que la ansiedad oscurezca el sendero. Comencemos ahora. La jornada es larga”. 

La mujer de ojos azules me preguntó en cuál lugar me sentía mejor acogido y seguro. Le respondí que en casa. Ella me pidió que me imaginara en casa, en un encuentro conmigo mismo. “Siéntate frente a ti. Busca todo el conocimiento adquirido hasta hoy para transmitirte las bases que sustentarán tus próximas actitudes de aquí en adelante. Un comportamiento repleto de virtudes. El miedo, el orgullo, la vanidad, la envidia, el egoísmo, los deseos insensatos y la desesperanza darán lugar al coraje, a la humildad, a la compasión, a la mansedumbre, a la misericordia, a la pureza y a la fe. Un intercambio que provocará una inimaginable transformación en el ser”.

“Antes de tomar cualquier decisión, ten en mente que debes tratar a los otros como te gusta ser tratado, teniendo en cuenta que las dificultades son comunes a todos, incluyéndote. Entiende que no solo la fuerza, sino también la claridad, están en la consciencia, más allá de cualquier circunstancia externa y material. El buen combate comienza dentro de ti y es librado por aquel que usa las virtudes como espada. Las virtudes se manifiestan a través de las elecciones sin las cuales no existe avance en la travesía por el desierto”. Hizo una pausa antes de cerrar la primera etapa: “Firma un compromiso contigo mismo y acepta la responsabilidad que conlleva. Así la luz consagra a sus guerreros”.

Sentí mi casa como si fuera un templo sagrado. Fue como si todo el poder de la luz se anclase en mí. De alguna manera, comencé a sentirme diferente y mejor.

Ella prosiguió: “Ahora, en tu pantalla mental, encuentra a alguien en quien confíes, en cuya presencia te sientas cómodo y su sabiduría sea admirada. Puede ser alguien conocido, un gran maestro de la humanidad o un personaje admirable de la literatura, cuya saga y el enorme conocimiento tengan como pilar principal el amor”. De inmediato, pensé en el Viejo, el monje más antiguo del monasterio, por su serenidad y sabiduría. La mujer continuó: “Imagínate sentado a su lado, sosteniendo una conversación amigable en la cual le expones tus problemas y oyendo los consejos de ese maestro. Escucha las palabras, comprende los conceptos, descubre los velos de la ilusión”.

“Después de ese encuentro, busca a esa persona que te incomoda o asusta. Míralo a los ojos, sin rabia ni resentimiento. Si sientes miedo no retrocedas, el miedo es normal; tan solo permite que tu coraje se manifieste y, poco a poco, ocupe el lugar del miedo. Jamás seas agresivo; solo los cobardes son violentos. Sé manso, pero firme; la mansedumbre es una virtud permitida a los mejores guerreros. Deshazte de tu orgullo y vanidad. No cargues los celos en el bolsillo, tampoco la envidia escondida en la manga. Mantente puro para estar entero. Ser puro no significa ser tonto; ser puro es estar libre de subterfugios. Imagina todas las actitudes posibles por parte de esa persona. Niégate a reaccionar por impulso o por instinto ante cada circunstancia; esto es algo que siempre haz hecho y no te ha traído nada bueno. En vez de reaccionar ante el comportamiento de esa persona, actúa de manera que no aceptes las reglas de un juego obsoleto. No te permitas jugar con las reglas de las sombras. A partir de ahora serán las reglas de la luz. Recuerda: nadie logra caminar por las noches del desierto. En ese escenario, imagina cómo reaccionarás ante la provocación o la ofensa proferida; considera todas las posibilidades; sé creativo y piensa en algo nunca imaginado. Sin olvidar que ahora actuarás con las herramientas con las cuales te has comprometido, las de la luz”.

Esa etapa llevó un tiempo que no puedo precisar. Ante cada posibilidad mi tendencia era reaccionar en el mismo tono, a “devolver la misma moneda”. Era preciso rehacer los conceptos y la debida acción futura; hacer diferente y mejor; permitirme la otra cara. La tan incomprendida otra faz, la faz de la luz. No fue fácil, pero fue transformador. La mujer de ojos azules esperó con infinita paciencia a que me declarara listo. 

Finalmente, ella sugirió: “Ahora regresa a tu lugar sagrado para encontrarte de nuevo contigo mismo. Analiza toda la trayectoria. Mira para dentro sin olvidar mirar para fuera; sé bueno contigo y ofréceles a los otros algo que ellos no tengan o no conozcan. El desierto será siempre un perfecto reflejo del andariego. Entiende las propias razones y también recuerda que el otro, así como tú, también vive en la frontera de la propia consciencia. A menudo, cada uno carga una parte de la verdad Analiza si fuiste digno en tu comportamiento al ofrecer aquello que te gustaría recibir; si tu actitud fue la de un individuo libre de preconceptos, condicionamientos y dependencias; si hubo esfuerzo en sembrar una idea de amor; si estás feliz con tus decisiones y finalmente, en paz contigo mismo”. Hizo una pausa y concluyó: “Entonces, estarás listo para el buen combate”. Ponderé sobre lo imponderable; yo no sabía cómo actuar ante una actitud imprevista. Ella me tranquilizó: “El mayor peligro es que actúes fuera de la luz. El poder que te ilumina es también aquel que te protege”. 

La mujer de ojos color lapislázuli se levantó y salió.

Más tarde, cuando me encontré con Ingrid le pedí disculpas por el comportamiento que había tenido en la mañana. La astrónoma fue cariñosa y dijo que todos tienen sus malos ratos y que yo era una persona muy importante para ella. Ingrid tenía el don de hacer de su corazón un buen lugar para habitar. Todos se sentían bien a su lado. Exigir su presencia con exclusividad no era una actitud digna de personas libres al querer aprisionar la libertad ajena. Nunca será un gesto de amor imponerle condiciones al amor. Al final, ningún privilegio es justo; si no somos justos en todas nuestras relaciones no nos sentiremos felices ni en paz. Sonreí. Nunca me había dado cuenta de cómo situaciones aparentemente banales del día a día pueden enseñarnos tanto con relación a la plenitud.

Por la noche, a la hora de la cena, me dirigí a la tienda donde estaba el comedor. Llené un cuenco con sopa de arveja y, como de costumbre, fui a sentarme solo. En el trayecto me encontré con Iván. Estábamos a solas. Él me provocó al hacer nuevas insinuaciones con relación a Ingrid; enseguida, volvió a ofenderme. La primera emoción fue de rabia; las sombras impresionan por su enorme velocidad. No obstante, esa vez estaba preparado, así que dominé la rabia antes de que se apoderara de mí. La rabia, así como cualquier emoción sombría, genera energía. Sin embargo, cabe a mí direccionar esa fuerza en otro sentido y aprovecharla para el bien. Por tanto, envolverla con alguna virtud para que se transforme en luz y así usar la energía, ahora modificada, para mejores finalidades.

Usé la compasión para alterar la frecuencia de mi rabia y en aquel instante descubrí un amor que yo mismo no conocía. Sentí una gran fuerza a partir del momento en que me mantuve irreductible en mi compromiso ante la luz. Allí comencé a entender un poco más sobre la fe y cómo mover la luz a través de mí.

No quería fallar en el primer combate. En verdad, percibí que la batalla sucedería no con Iván, sino primordialmente dentro de mí. Yo solo podría ayudar a Iván con relación a sus sombras si era capaz de superar las mías. La compasión utilizada para modificar la rabia apenas fue accesible cuando admití que las dificultades de Iván son familiares a las dificultades que tuve o que tengo. Los grados y los tipos pueden ser diferentes, pero el parentesco es inevitable.

Mirándolo a los ojos, era consciente de que no podía haber algún resquicio de soberbia o superioridad. La humildad es la virtud primordial sin la cual ningún avance será posible. Le dije con honestidad que había algo en él que yo admiraba. Me miró con sorpresa. Le dije que él transmitía a todos a su alrededor una fuerza inconmensurable y muy importante por su poder de construir y proteger. No obstante, dada su agresividad, aquella fuerza generaba miedo y por tanto, repulsión. Ponderé que si aquella fuerza fuese mejor direccionada, pasaría a generar respeto y admiración; por tanto, proximidad. Una impresionante fuerza nata que debía ser trabajada de manera diferente. Le propuse ayudarlo; consideré que él, sin duda alguna, también tenía mucho que enseñarme.

Atónito, Iván desvió la mirada, más allá de las dunas o de las estrellas del desierto. Cuando volvió a mirarme, percibí sufrimiento en sus ojos. Detrás de aquel hombrezote existía un niño solitario pidiendo ayuda. Dijo que nadie había conversado con él de aquella manera. Lejos del ruido de la caravana, nos sentamos en la arena.

Iván relató su infancia sufrida y las dificultades para sobrevivir en un país pobre bajo un régimen totalitario, en el cual los derechos y garantías personales eran casi inexistentes. El miedo imperaba; la fuerza bruta era valorizada; entonces, había aprendido a utilizar el miedo para imponerse. Era la única herramienta que él conocía y sabía usar. Se había acostumbrado a ello, como si no existiera otra manera de ser y vivir.

Iván se comportaba como lo había aprendido desde siempre. Agresividad era la manera inconsciente con la cual él se escondía de los otros o admitía, ante sí sus fragilidades, las debilidades morales y emocionales con las cuales no podía lidiar. Él acorralaba a las personas por temer cuestionamientos. La violencia era un escudo para protegerse de cuestiones internas con las cuales no sabía lidiar. Se había vuelto un hombre temido, pero no era feliz. El miedo no le permitía cultivar amigos. Los hombres se aproximaban por intereses oscuros, nunca por sincero afecto. Las mujeres se acercaban cuando deseaban protección, nunca por admiración. Confesó que estaba cansado. Su fuerza era también su debilidad, es decir, su agresividad era una forma de expresar su cobardía. Cobardía de enfrentarse a sí mismo.

Iván me preguntó cómo podía dejar de provocar miedo y causar respeto. Le expliqué que fuerza y violencia son manifestaciones distintas; el amor y las virtudes las diferencian. Usé al caravanero como ejemplo. Era un hombre que emanaba una incuestionable fuerza, así como un alto sentido de justicia que lo orientaba, lo que hacía de él una persona respetada y agradable por la confianza que proporcionaba.

Permanecimos un tiempo en silencio. Iván, con los ojos húmedos confesó que siempre se había sentido fuera de sí, como si en algún momento de la existencia alguien lo hubiese sacado de su centro para interpretar un personaje inventado. Dijo que era hora de reencontrarse consigo mismo, saber quién era de verdad, pues a pesar de su avanzada edad, aún no lo sabía. Sincero, me agradeció por la ayuda. Le dije que nuestra conversación había tenido aquel alcance ya que él estaba listo para el cambio que se anunciaba; yo solo lo había despertado de un sueño demorado. Volvió a agradecerme y agregó que le gustaría que fuéramos amigo. Comentó que tenía mucho para pensar. Se levantó y se retiró. A mis ojos, vi a un niño alejarse.

Yo también tenía mucho en qué pensar. El desierto me había arrancado de mí, pero al volver encontré que algo era diferente. Percibí que, guardadas las debidas diferencias, el miedo y la agresividad usados como herramientas por Iván tenían algo en común conmigo. Durante toda mi existencia había alimentado una enorme vanidad y orgullo por mi creatividad profesional. La había usado ilimitadamente para cercar clientes, despreciar a la competencia y así conseguir ventajosos contratos. Una herramienta que, al ser mal usada, había servido a las sombras por maltratar a mucha gente, permitirme conquistas indebidas y, para empeorar, creerme más grande que los otros, además de volverme dependiente de los elogios y los aplausos. Aunque las sombras de Iván pudiesen estar más visibles para la mayoría de las personas, éstas no eran más inocentes que las mías, y tampoco yo había sido un hombre mejor que él. En el fondo, entre nosotros había más semejanzas que diferencias.

Los iguales se atraen. Las diferencias explican aquello que no entendemos en nosotros.

Una bella lección del desierto había sido agregada a mi ser. Hice una oración; agradecí por los problemas y conflictos, valiosas herramientas de transformación. Era preciso agradecerle también a la bella mujer de ojos color lapislázuli por los ejercicios dados. Cuando abrí los ojos, la vi a lo lejos, en lo alto de una duna. Ella danzaba ante las estrellas. 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

1 comment

Scarlet G febrero 4, 2020 at 6:09 pm

Cada una de estas escrituras ha sido un manual para mi vida , cada vez que me siento lejos de mi …solo se me ocurre buscar YOSKHAZ.COM 🥰 y al leer tan valiosos relatos , me vuelvo a encontrar . GRACIAS MUCHAS GRACIAS .

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