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Una loca carrera hacia ninguna parte

Esperé a que la joven camarera me sirviera el café. Le di las gracias. Solo, instalada en un cómodo sillón del Cafuné, una cafetería en la que me encanta estar, ya sea por la calidad del café o por el ambiente tranquilo, con buen jazz como música de fondo, a bajo volumen, incapaz de desconcentrarme, pero con el poder de animar el pensamiento, abrí un libro de Divaldo Franco y Joanna de Ângelis, autores que siempre me estimulan a profundas reflexiones. Antes de terminar la primera página, mi atención fue desviada por una voz desafinada, como una tormenta repentina, disonante de la calma de un cielo azul y de los vientos suaves del lugar. No era una disputa ni un desacuerdo, sino sólo una forma alterada de hablar que, con el tiempo, se ha convertido en un hábito cada vez más común en la sociedad contemporánea: la impostura que revela una autoridad autoconferida que proviene de un poder nunca conquistado. Al girarme, reconocí a Mariano. Habíamos estudiado juntos toda la secundaria. Luego él había decidido estudiar en un colegio distinto al que yo había elegido. Así que llevábamos casi cuarenta años separados. Compartimos muchas anécdotas divertidas típicas de nuestra juventud. Le invité a sentarse a la mesa conmigo. Intenté recordar aquellos días intransigentes del pasado, pero él no lo permitió. Se empeñó en corregir el rumbo de la conversación, mostrándome cómo se había convertido en una persona importante, sin tiempo ni relación con las aventuras intrascendentes de su infancia. Contó algunos de sus logros profesionales y habló de los económicos. Estuvo cerca de autoridades y famosos. Subrayó: «No es que crea que estas cosas representen ninguna ventaja, porque me gusta mucho la gente sencilla y las alegrías ordinarias». Luego añadió: «Pero la vida me llevó a estas relaciones. Era inevitable», dijo como disculpándose por la importancia social que había alcanzado. Si era así, ante tantos temas que podían conformar un buen encuentro, después de tantos años, ¿por qué había decidido hacer hincapié en las situaciones que, según él, carecían de valor? En ese momento me di cuenta de que no era el momento de hablar, sino de escuchar.

Había un personaje evidente incrustado en otro. Estaba el hombre que ansiaba las glorias mundanas oculto en el papel del que afirmaba no dar ninguna importancia a lo que él mismo perseguía. Como si existiera un personaje secundario para suavizar la apariencia del protagonista. Como si ese personaje tuviera la función de colorear al protagonista con colores agradables. La contradicción de una apariencia que quería ocultar otra, eran partes desparejadas de una misma persona, en enorme confusión de identidad, cuya verdad estaba aprisionada en las profundidades olvidadas en el núcleo del ser. Quedaba por entender quién era Mariano detrás de tanta ropa que le impedía reconocerse, si es que podía mirarse sin maquillaje. Por supuesto, no se daba cuenta de ello. Al menos no conscientemente. Para acallar las manifestaciones procedentes del inconsciente, que pedían a gritos fuerza y equilibrio, cuando se daba cuenta de la fragilidad y la confusión que se cernían ante una existencia sin aplomo, utilizaba una postura de arrogancia apenas disfrazada de sencillez, como quien no quiere que se dilapide la autoridad que ama.

El aplomo es la fuerza que sostiene el equilibrio. El aplomo de una existencia se sustenta en la coherencia de la verdad vivida según los principios y valores que tu conciencia entiende como nobles y valiosos. A menudo, los deseos viles y los intereses menores nos roban el aplomo. Lo que queda es la sensación de inseguridad, fragilidad y desequilibrio existencial que trataremos de ocultarnos a través de una apariencia distinta a nuestra realidad interior. Este es el detonante que pone en marcha una de las enfermedades del alma, la ansiedad.

El poder de la verdadera autoridad de una persona sobre sí misma es sereno y humilde, otorgado por la fuerza y el equilibrio de las virtudes ya sedimentadas en la personalidad del individuo, desarrolladas por la percepción y la sensibilidad afinadas en la claridad de la mirada sobre sí mismo y la serenidad con la que observa el mundo y escribe su historia a través de las elecciones personales. Perfeccionar la propia esencia permite disfrutar de las mieles de la vida. Para ello, es necesario que los días se vivan de forma coherente con los principios y valores que conducen a la Luz. Sin aspavientos ni confusiones. Esta es la verdadera y única autoridad. Nadie te la concede; la conquistas en el infinito trabajo elaborado dentro de ti mismo: la alineación de todas las partes que te componen bajo el aspecto de la verdad ya alcanzada. Somos uno, pero fragmentados en muchos. Armonizar todas esas voces, de matices y tonos diferentes, que se manifiestan en nosotros bajo un mismo diapasón, además de otorgarnos fuerza y equilibrio, nos hace un todo. Este es el poder que cada uno tiene a su disposición. El psiquiatra Carl Jung denominó individuación a este movimiento de integralización del ser.

La personalidad se caracteriza por los principios y valores con los que una persona se relaciona consigo misma y con todos. A menudo reconocemos las virtudes como valores esenciales, pero su uso en la construcción de una existencia plena parece lento y alejado de la admiración de la multitud que hace hincapié en los logros de fama y fortuna como parámetros de éxito social y mediático. Por ello, las virtudes, aunque admiradas, se consideran medios ineficaces para alcanzar los fines deseados. Tenemos prisa, el mundo parece veloz y el tiempo se presenta como un atormentador despiadado. Cuando vivo sin aplomo, aunque casi nunca lo admito, me siento frágil, porque siempre dependo de la aprobación de los demás para sentirme bien. Me siento confuso, porque los logros constantes no conducen al estado de plenitud deseado. Aunque lo niegue, estaré desequilibrado por la fragilidad y la confusión que me dominan.

Permanecerá la sensación de que han ocurrido muchos acontecimientos durante el viaje, pero el paisaje sigue siendo el mismo. Nada parece cambiar. La razón es sencilla; porque hago movimientos vacíos, doy vueltas en círculos, no salgo del lugar. Dentro de mí se extiende un abismo que parece no tener fin. Este vacío se llama ansiedad.

Mientras no sepa quién soy, mi mirada permanecerá borrosa, incapaz de visualizar otras mil posibilidades y caminos inimaginables. Caminos que siempre estarán disponibles, pero que, como no los veo, no existen para mí. Sin claridad, mis opciones seguirán siendo limitadas. La libertad seguirá siendo un sueño lejano.

No puedo mirarme como quien aprecia un paisaje a través de la ventana, porque me veré reducido a sus pequeñas dimensiones. La vida es mucho más; yo soy mucho más. Todos lo somos. Tampoco puedo mirarme como quien ve una serie de televisión, encarnando personajes de ficción. Comprender que no soy realmente yo es el verdadero y único acto de poder; sólo entonces será posible desarrollar todas mis posibilidades, dones y talentos. Para ello, tengo que abrir la puerta para entrar en mí mismo. Luego tengo que tener el valor de revisar todos los cajones. Ordenar el desorden, decidir qué se queda, barrer la basura, hacer reformas, dar nuevos colores y formas, iluminar los rincones oscuros, apaciguar a todos los residentes, crear nuevos estatutos y dejar que florezca la belleza de mi jardín. Este es mi poder. Entonces podré disfrutar de los innumerables caminos del mundo y admirar las maravillas de la vida.

Cuando estoy desorientado, aunque poseo principios nobles, adopto valores vulgares. Esto crea confusión interna; la inseguridad y el miedo son consecuencias inevitables. Los principios son los fines; los valores son los medios para que construyas una existencia. No se llega al destino deseado tomando el camino equivocado. Por ignorancia y comodidad, sigo la corriente de la multitud y adopto los valores del mundo. Tribunas para la notoriedad vacía, escenarios espectaculares para el aplauso desenfrenado, arenas inmateriales diseñadas para derrotar a adversarios imaginarios son artificios que me llevan a perder mientras creo ganar. Incluso cuando se producen estas victorias de papel, materializadas en escrituras redactadas en notarías, fajos de billetes acumulados en fortunas o certificados de nobleza enmarcados en paredes, se muestran incapaces de generar fuerza y equilibrio intrínsecos. Sólo obtengo una repentina y frágil sensación de poder que se esfuma sin demora. Intentaré mantenerla a toda costa mediante la máscara del orgullo y la vanidad, que me harán repetir mis hazañas y logros a cada paso porque necesito creer que el personaje es real y los méritos son relevantes, igual que cualquier adicto necesita mantener su propia adicción en la búsqueda desesperada de otra dosis de euforia fugaz.  Como resultado, surgirán ansias incesantes, en nuevos ataques de ansiedad por algo o por un momento inevitable. Como la búsqueda es inexacta o inexistente, todos los deseos, incluso los realizados, resultarán insuficientes. Nunca serán suficientes. Y lo que es más grave, como la mayoría de las veces los deseos no dependen sólo de mí para realizarse, la ansiedad crecerá hasta niveles insoportables de espera, tensión, angustia y sufrimiento. Hasta que se convierta en un monstruo que me devore.

Queda la constatación, casi nunca fácil de leer o aceptar, de que estos logros, por los que ofrecemos existencias completas, seguirán siendo incompletos.

Mientras no nos demos cuenta de que los principios nobles no se alcanzarán mediante valores vulgares, seguiremos en la alucinante carrera hacia ninguna parte. Muchos vacíos no son capaces de ninguna completitud.

¿Qué hay que hacer? Cambiar la búsqueda, ¿no? No es tan sencillo. Corro el riesgo de cambiar sólo el deseo. Todo sigue igual mientras confunda búsqueda con deseo. La búsqueda es el camino para el descubrimiento y el encuentro con el alma; el deseo es el escenario para la exhibición y la euforia del ego inmaduro. Sólo después de madurar, el ego, el guerrero de la aldea, puede recorrer el camino para unirse con el sabio de la tribu, el alma. El ego comienza el proceso de madurez cuando toma la firme decisión de ver su propio rostro en las aguas espejadas del lago de la verdad. Entonces está preparado para iniciar el largo viaje de descubrimiento, encuentro y conquista. Guerrero y sabio se fundirán en uno. Lo mismo ocurre contigo y conmigo.

Nadie puede impedir a nadie que emprenda su búsqueda personal. Habrá muchas dificultades, pero si la determinación es inquebrantable, los logros serán inevitables. En sentido contrario, los deseos generan dependencia de factores externos al individuo. El dominio de la propia voluntad es legítimo; la interferencia o la espera de la elección de los demás provoca insalubridad y tensión en las relaciones. No hay quien gane.

Cuando están fuera de la esfera de mis elecciones, como es el caso de la mayoría de los deseos, y debido a la creencia de que son fundamentales para la vida, ya sea por gotas de placer o por ilusiones sobre la felicidad, los deseos causan dependencia, como cualquier adicción ordinaria. Este hecho generará sufrimiento debido a la pérdida del poder personal como guía de las elecciones, como un verdadero reductor de la libertad. En algunos casos, puede impedir la paz y, en situaciones más graves, destruir la dignidad. Es un cruel promotor del descreimiento en la capacidad del individuo para construir sus propias soluciones existenciales. Por otro lado, la búsqueda se fortalece y equilibra mediante el descubrimiento del verdadero poder, cuya raíz germina cuando el ego comienza a elegir en consonancia con los valores virtuosos del alma.

No es el paisaje el que cambia, sino el viajero que, al transformarse, adquiere el poder de mirar con otros colores.

Sin comprender que la vida no se mueve por deseos, sino por búsquedas, seguiremos en una loca carrera hacia ninguna parte. Nunca tendremos aquello que nos transforma y nos hace completos. El deseo insensato de oro nos roba el verdadero tesoro: la perfección del espíritu inmortal. Cuando es concomitante, la búsqueda del perfeccionamiento del ser no impide el sensato deseo de oro, conjunción que permitirá irreflexivos descubrimientos, encuentros y conquistas a lo largo del Camino. Los deseos no son ilegítimos, pero deben venir como complemento y, lo que es más importante, no pueden obstaculizar ni desviarnos de la búsqueda. De lo contrario, todo será en vano y se lo llevará el viento de la noche. Todo el mundo parece conocer esta verdad, pocos la utilizan como herramienta principal.

Pido sinceras disculpas al lector por exponer una larga teoría antes de narrar una breve historia. Pero estas ideas, que considero estructurales para sustentar la construcción de cualquier persona y revelar su verdadera personalidad, rescatando lo mejor de su esencia, se me ocurrieron en una pequeña fracción de tiempo, mientras el barista le servía el café a Mariano y él terminaba de hablar de sus victorias en el papel.

Antes de beber su café, Mariano pidió un vaso de agua para tomar un ansiolítico. Afirmó tener una rutina muy ajetreada, con muchas obligaciones y quehaceres. Dijo que tenía dificultades para dormir. Sin embargo, clasificó el insomnio como una característica de las personas que tenían muchas responsabilidades. Decía que el éxito tenía un alto precio, pero que era mejor que ser un fracasado. Queda por ver qué entiende Mariano por éxito. Tal vez eso explicara la razón de su ansiedad. Pensaba, no decía nada.

Es un lugar común culpar a los males del mundo de semejante abismo existencial. Esto es exactamente lo que ocurrió justo después de que Mariano se pusiera en el punto de mira como quien se alaba a sí mismo por descuidado. Habló de las enfermedades que matan a millones, de las graves injusticias sociales, de la violencia creciente en las esquinas y en los hogares, de la crisis económica que azota el planeta, de la corrupción en la política, de la desvergüenza de los gobernantes, de la falta de oportunidades para los desfavorecidos, de la ignorancia, el hambre, la miseria y los desastres ecológicos. Al final, esperó mi consentimiento. Nadie ignora las graves dificultades, de distintos matices, que hay en todas partes. Hay muchos problemas en todos los rincones. No darles la espalda es un principio fundamental. Sin embargo, comprender los medios capaces de emprender una transformación eficaz son valores esenciales. No se llega a la Luz con los métodos de las sombras. No, el fin no justifica los medios; esto es maquillaje, nunca evolución.

Es más, no se puede ver la belleza de la vida con una mirada nublada sobre uno mismo. Sin negar su gravedad, los problemas colectivos proyectan a menudo el intento de explicar insatisfacciones individuales insondables. Cuando alguien empieza a enumerar las dificultades del planeta en un rosario de interminables lamentaciones, puede significar la presencia de un fugitivo de sí mismo.

En lugar de alimentar las quejas obvias, se me ocurrió cambiar el rumbo de la conversación. Hice una pregunta sencilla: «¿Tienes miedo a la muerte?». Sorprendido, Mariano respondió que todo el mundo lo tiene. Reflexioné: «Creo que la muerte sólo atormenta a los que malgastan el tiempo. La muerte asusta a los que no comprenden el sentido de la vida». Dijo que él aprovecha bien el tiempo, viendo los peldaños que ha subido en su ascenso social. Le expliqué mi perspectiva: «La ansiedad es un buen indicador para evaluar el uso del tiempo. Cuanto mayor es la ansiedad, menos se aprovechan los días. El insomnio refleja el malestar de una persona consigo misma; la ansiedad es el grito de alguien dentro de nosotros que muere cuando otro, también dentro de nosotros, cada mañana, insiste en atrapar los rayos del sol en el vano intento de poseer un poco de luz.»

Mariano se opuso. Afirmó que no era una persona complaciente. Siempre buscaba nuevos logros. Le pregunté: «¿Tus logros nos hablan de tus deseos o revelan tu búsqueda?». Desconcertado, dijo que no lo entendía. Le expliqué la diferencia: las búsquedas revelan los descubrimientos, encuentros y logros de un alma despierta; los deseos muestran los anhelos de un ego inmaduro. Mariano me preguntó si me parecía mal tener deseos. Aclaré: «En absoluto. Sólo creo que los deseos deben estar ligados a la búsqueda, como pequeños accesorios de una gran obra. No pueden colapsar el aplomo luminoso que equilibrará la construcción de una existencia. De este modo, deseos y búsquedas se funden en un mismo propósito, permitiendo que lo sagrado se revele a través de lo mundano.»

Luego añadí: «Donde antes había ansiedad y depresión, angustia y euforia, habrá fuerza y equilibrio, serenidad y alegría». Mariano me pidió más explicaciones. Le hablé de las ideas que escribí en los párrafos anteriores de este texto. Quería saber qué entendía yo por paz y felicidad. Intenté aclararlo en pocas palabras: «La paz es el verdadero sentimiento de plenitud que logro tras superar cada uno de mis miedos; no hay paz mientras sienta miedo. La felicidad es la constatación de que he avanzado en la búsqueda de mí mismo y me he convertido así en una persona diferente y mejor; sólo esto cambia el mundo. Un poco menos de miedo me aporta cada día un poco más de mí mismo». Fue entonces cuando me di cuenta de algo obvio y añadí: «Lo recíproco también se aplica: más de mí reduce mis miedos. Al fin y al cabo, yo soy la fuente de mi fuerza y mi equilibrio». 

Mariano me miró profundamente, como si su corazón llevara mucho tiempo esperando esas palabras, y murmuró: «Ese abismo al que te referías existe en mí; esa fragilidad y esos desequilibrios son íntimos míos; en el fondo, el miedo ha sido el dueño de mis decisiones». Vació su taza de café en pequeños sorbos que empaquetaban sus pensamientos y sentimientos. Luego comentó en sincera confesión: «Sólo quiero ser feliz. He conseguido todo lo que he querido, pero la felicidad siempre ha estado lejos. No me siento en paz. Quizá tenga que desandar mi camino. De lo contrario, la ansiedad me destruirá». Me encogí de hombros y reflexioné: «En algún momento, todo el mundo tendrá que hacerlo. La ansiedad es el miedo a que nunca ocurran las mejores cosas de la vida». Hice una pausa y concluí: «La vida sucede dentro de nosotros, un lugar donde soy capaz de todas las transformaciones sin depender del permiso de nada ni de nadie. Son descubrimientos, encuentros y conquistas que luego viviré en el mundo. Así es como empezamos a entender la libertad. Sólo entonces podremos dejarnos encantar por la vida. Amaremos más y mejor». Mariano me dedicó una sonrisa resignada y asintió. Era una persona valiente. Estaba preparado y dispuesto a embarcarse en un viaje fantástico.

Pedimos otra ronda de café para celebrar los inevitables descubrimientos, encuentros y logros que pronto llegarían. Allí, Mariano empezó a comprender la verdadera búsqueda, así como el poder de transformación que encierra.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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