Mis estudios sobre los Ocho Portales del Camino proseguían. El Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, me reveló que en el Sermón de la Montaña, más precisamente en el trecho de las bienaventuranzas, estaban codificados los portales de la jornada espiritual de iluminación. Así mismo me había enseñado que para atravesar cada portal es necesario que el andariego traiga en sí un determinado grupo de virtudes, las cuales aumentan en grado de dificultad a medida que avanza por el sendero de la luz. El ejercicio de las virtudes nos hace mejores personas; entre más internalizadas en las prácticas cotidianas, mayor será la sensación de plenitud.
Debidamente comprendidos los tres portales iniciales, yo partía en busca del debido entendimiento sobre el Cuarto Portal. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”, nos enseñó el Maestro, según las cartas de Mateo. Era, sin duda, al contrario de los otros, un portal de fácil comprensión: exigía la virtud de la justicia. Le dije al monje, mientras él podaba las rosas del jardín interno del monasterio, que yo me consideraba un hombre justo.
El Viejo me miró como si estuviera ante un niño intrépido, pero ingenuo. Sonrió con compasión y volvió a cuidar de las flores. Inconformado con su reacción, cuestioné si él no me consideraba listo para el Cuarto Portal. El monje volvió a mirarme. De esa vez había paciencia en sus ojos. Colocó el alicate en el bolsillo de la túnica marrón y, como quien sabe que aquella conversación sería demorada, se sentó en el banco de piedra que había al lado. Enseguida respondió con su voz serena: “Ojalá que sí.” Me mostré indignado por la respuesta inconclusa. Él explicó: “No soy el guardián del portal. No me corresponde decir si estás listo para proseguir. Mi opinión no hará la menor diferencia. Es más, no olvides que para avanzar al Cuarto Portal significa que has atravesado los tres portales anteriores, trayendo en ti la práctica de las virtudes relativas a cada uno de ellos, sin excepción. Las virtudes antecedentes son pilares indispensables para las virtudes que vendrán”. Hizo una pausa y dijo: “Te aconsejo preguntarte si ya reúnes todas las condiciones. Recuerda que la jornada es interna y los guardianes del Camino son inexorables”. Sin pestañear, afirmé que yo no tenía ninguna duda. Sí, yo era un hombre justo. Nunca me había apoderado de nada que no me perteneciese. Tampoco tenía dificultad en discernir entre lo correcto y lo incorrecto o el bien y el mal. Confieso que mi raciocinio me pareció de una obviedad incontestable y, por esta razón, aunque en silencio, por dentro saltaba de alegría. Sí, solo ahora me daba cuenta de que el Cuarto Portal había sido superado. Por lógica, los tres umbrales anteriores ya no eran obstáculos para mi jornada evolutiva. No me contuve y le confesé mi conclusión al Viejo. Él apenas me miró sin decir nada.
La casualidad no existe; infinitas son las veredas en el sendero de la luz, que se cruzan inesperadamente, a veces para proteger al andariego, otras para que la verdad se revele. La mayoría de las veces por ambos motivos, pues la verdad protege a todos, hasta a aquellos que huyen de ella. En aquel instante se aproximó otro monje, como denominamos a los miembros de la Orden. Vásquez, como se llamaba, era un gallego conocido por la manera franca de expresarse, sin preocuparse por escoger las palabras para decir lo que pensaba. Dijo que necesitaba conversar conmigo a lo que le respondí que podíamos hablar allí mismo. Vásquez me reclamó por haberlo excluido de uno de los cursos de aquel período. Alegué que él había llegado al monasterio dos días después de haber iniciado las clases. Las reglas de la Orden eran nítidas y como coordinador de aquel curso no tenía otra opción. El gallego argumentó que había comunicado que se atrasaría por motivos personales. Me recordó que en el año anterior, cuando había sido responsable de otro curso, había abonado mis faltas, evitando así mi exclusión de las clases. Ponderé que en aquella época mi atraso había sido por causa de la cancelación del vuelo por parte de la aerolínea, motivo ajeno a mi voluntad y fuera de mi poder de solución. No obstante, alegué que él solamente me avisó que llegaría después de haber iniciado las clases, sin por lo menos justificar su ausencia. Vásquez dijo que todos tienen problemas y que no los detalló pues no le gusta hablar de ello ni tiene la obligación de exponer la intimidad de su vida personal a nadie. Entendía que el simple hecho de decir que le era imposible llegar en la fecha acordada tenía la misma fuerza que los motivos que yo había alegado y que cada uno conoce la dimensión así como la dificultad de sus propios problemas. Creer que los obstáculos de los otros son más fáciles de solucionar que los nuestros es un error común. Al final concluyó diciendo que yo tenía que aprender a ser justo. Respondí alegando que yo era un hombre justo. Vásquez me miró con firmeza y dijo que ser justo era actuar como lo enseñaba el Sermón de la Montaña: “tratar a los otros como nos gustaría ser tratados”. Dio media vuelta y se fue.
Indignado y atónito, le pregunté al Viejo si él consideraba que yo había sido injusto con Vásquez. El buen monje se encogió de hombros y murmuró: “No tengo la mínima idea”. Le recordé que tanto las actitudes mías como las de Vásquez tenían diversos motivos, por tanto no podrían tener el mismo tratamiento. Razones diferentes llevan a tomar decisiones diferentes, insistí. El Viejo argumentó: “Razones no siempre son cuestiones puramente objetivas. Razones son ideas que suelen pasar por el corazón mientras son construidas. Emociones crean ímpetus o frenos en nuestras elecciones. Es difícil medir y sopesar la importancia de cada razón por la carga de subjetividad que suele cargar. Mi vida no es más ni menos importante que la de nadie. Cada uno encuentra las dificultades concernientes al aprendizaje de aquel momento de la existencia. Problemas son apenas problemas o lecciones ocultas. Se trata de encontrar o perder al maestro escondido en cada uno de ellos”.
“Pedimos un profundo entendimiento con relación a nuestros problemas; clamamos para que nuestras intenciones sean consideradas; rogamos para que nuestras pasiones sean contempladas antes de ser juzgados. Nuestras dificultades casi siempre son de soluciones complicadas por el valor de las emociones que transportan. Sin embargo, juzgamos al mundo por los hechos, desnudos y crudos. Pedimos un poco de miel cuando somos reos; somos rigurosos cuando somos jueces”.
Discordé. Mencioné que la justicia era la virtud de entregar a cada uno lo que le corresponde por derecho. Las reglas del monasterio no dan margen a cualquier duda. El Viejo sacudió la cabeza negando y explicó: “La justicia está distante de las leyes. En verdad, pocas veces andan de la mano. No niego la importancia de las leyes para el mantenimiento del orden social. Ya la justicia, por tratarse de una virtud, se refiere a la paz personal. Son cosas distintas. Las leyes, al ser elaboradas, llevan en consideración muchos factores extrínsecos a la consciencia. Cuestiones ancestrales, sociales, territoriales, culturales, financieras, pasionales, egoístas, dominadoras, entre otras están contenidas en las leyes, las cuales cambian la ecuación tiempo espacio. Ya la justicia es una cuestión de conciencia y cambia a medida que el individuo evoluciona y, también por esto, trae la exacta dosis de amor que éste posee en aquel instante de la existencia. Diferente de una mera sentencia promulgada en los moldes de una legislación cualquiera”.
Cuestioné si el Cuarto Portal me incentivaba a desobedecer las leyes. El Viejo volvió a explicar: “El Cuarto Portal habla de la justicia. Por tanto, se refiere primordialmente al amor y a la dignidad”.
Le pedí que fuera más claro. El monje fue didáctico: “Las virtudes, antes de ser herramientas para mejorar la relación con el mundo, son instrumentos para perfeccionar la relación del individuo consigo mismo, pues hablan de evolución personal. No hay cómo hacerle bien al mundo sin estar bien consigo mismo; no se puede amar a alguien si no tengo amor por mí y en mí; soy justo contigo porque quiero ser digno conmigo”.
“Se debe apartar la orgullosa idea de ser justo por favor o supuesta superioridad como oportunidad para atender alguna incomodidad ajena. Sé justo por la propia necesidad de vivir y sentir la dignidad en ti. Sé justo por amor para que nunca haya dudas y deudores para con tus decisiones, o no existirá justicia”. Hizo una pausa para citar una de las variantes de la Ley Mayor: ‘Haz a los otros tan solo aquello que te gustaría que hicieran contigo’. Cualquier actitud diferente a esta idea es pobre en amor y por tanto, indigna al ser injusta”.
“Por eso el Cuarto Portal es conocido como el Portal de la Dignidad. Solamente entregando lo que me gustaría recibir me torno una persona digna. Hablo de todas mis relaciones, de las más importantes hasta las situaciones más triviales de lo cotidiano”.
“Sin amor quedan solo intereses mezquinos, ejercicio banal de poder mundano o peor, la asquerosa venganza. Todo bastante distante de la justicia y de la dignidad”.
Permanecí un tiempo sin decir palabra. Era preciso acomodar las ideas en la mente. Entregar a cada uno lo que se merece no es una tarea fácil, pues es necesario demoler ideas egoístas que desde siempre han sustentado una manera ancestral de pensar. Se lo comenté al Viejo. Él meneó la cabeza en anuencia y profundizo la explicación: “La dificultad es aún mayor. Todas las virtudes son compuestas por contener en sí otras virtudes. La justicia es una virtud de complejidad extrema pues es indispensable la presencia de muchas otras virtudes, bajo pena de que la justicia no exista. Son ellas: la responsabilidad, la honestidad, la sinceridad, la paciencia, la firmeza y la sensatez”. Le pedí que hablara un poco más sobre cada una de ellas. El Viejo era un buen profesor.
“La responsabilidad es la virtud que hace que el individuo entienda la parte que le corresponde en todo lo que sucede en su vida, sus dolores y delicias. Ésta aleja la sombra de la victimización y aproxima la luz de la libertad. La responsabilidad es el arte de diseñar el propio destino”.
“La honestidad es la virtud ligada a la verdad en las relaciones con los otros. Es la antítesis de la mentira, del fraude, de la ventaja indebida y de los privilegios. La verdad está siempre ligada a tu nivel de consciencia, lo que excluye la mentira de las relaciones, no necesariamente el error. Es actuar de buena fe en el trato con los otros; es la rectitud del discurso y de las intenciones. La honestidad está aliada con la simplicidad al no admitir artificios, disimulos o falta de transparencia. No basta no mentir, hay que estar comprometido con la claridad. Es el arte de vivir por la verdad”.
“La sinceridad es la virtud ligada a la verdad con relación a sí mismo. Se trata de la difícil tarea de no autoengañarse. La sinceridad no negocia con la ilusión. La sinceridad ilumina las elecciones y es vital para el proceso de autoconocimiento. Es el arte de vivir con la verdad”.
“La prudencia es la virtud que nos alerta sobre los peligros, pero también y principalmente, sobre las oportunidades surgidas. Al contrario de lo que muchos creen, la prudencia está más relacionada con el coraje que con el miedo. Nos recuerda que podemos hacer diferente y mejor a cada día. La prudencia nos avisa que lejos de las relaciones justas estaremos distantes de la dignidad. Es el arte de vivir sin olvidar el poder transformador del amor”.
“La paciencia nos recuerda que todos estamos en proceso de aprendizaje. Que todo tiene su momento y nos muestra la importancia de la tolerancia para consigo y con los otros. La justicia no puede existir sin la paciencia. La paciencia es el arte de lidiar con el tiempo.
“La firmeza es la virtud que impone límite al error y establece el alcance de la tolerancia. Así como la tolerancia aleja el rigor de las relaciones, la firmeza impide su abuso. Es el arte de la construcción del respeto”.
“La sensatez es la virtud del equilibrio. Es la frontera divisoria entre el esperar y el actuar; entre la paciencia y la firmeza; entre lo suficiente y el exceso. Ella armoniza mis necesidades con relación a la vida; entre menos necesite más libre seré. Libre de las sombras para discernir con luz. Esto hace que la sensatez sea primordial para la construcción de la justicia. La moderación es la semilla de la serenidad; es el arte de la medida exacta”.
“Todo esto que acabo de explicar se denomina virtudes medio, sin las cuales no se puede alcanzar la virtud fin, en este caso, la justicia”.
Volvimos a permanecer en silencio. Sí, el Viejo no tenía condiciones para decir si mi decisión de excluir a Vásquez del curso había sido justa. Era preciso sumergirse en la profundidad de la consciencia, lejos de las sombras, cerca de la luz del alma, para entender los motivos de mi decisión y admitir si lo que entregué fue todo lo que yo consideraba justo que me fuese entregado. Solamente yo podía hacer esto. Yo había pasado por una situación parecida y él había actuado conmigo de manera diferente a lo que yo había hecho con él. No, la decisión de él no podía constituirse en deuda, pues la justicia no genera débito. Sí, las situaciones tampoco eran idénticas. De otro lado, las personas pasan por experiencias únicas en sus vidas. Esto crea dificultades emocionales que muchas veces no podemos entender por la incapacidad de sentir lo que el otro siente. Era necesario un poco de empatía, la cual habla sobre humildad, compasión, generosidad, virtudes típicas de los portales antecedentes. Empatía es una bonita manera de amar. Me fui a dormir con esta idea.
A la mañana siguiente no había duda. Busqué a Vásquez y le pedí disculpas. Admití que me había equivocado al excluirlo del curso. Como el curso duraba una semana, le dije que tal vez mi nueva comprensión era tardía, pues una buena parte de las clases ya habían transcurrido. Me lamenté por esto y dije que había sido una gran lección para mí y una enorme pérdida para él. El monje gallego, famoso por su temperamento no siempre moderado, me miró fijamente a los ojos. Fueron pocos, pero largos segundos. Enseguida, me ofreció una sonrisa sincera y abrió los brazos para darme un abrazo. Dijo que mi actitud era valiosa y que no había ningún trazo de resentimiento entre nosotros. Mencionó que es en el ejercicio de las decisiones, entre errores y aciertos, tanto de un lado como del otro, que ampliamos nuestra consciencia. Las elecciones no siempre son fáciles. Dijo que no me dejara abatir, pues las inesperadas horas libres, por no estar en el curso, le habían servido para examinar algunos libros cuyas lecturas venía posponiendo hacía tiempos. Acrecentó que estaba debatiendo las lecturas con el Viejo y que sus ganancias eran enormes. Me sorprendió su gran comprensión. El episodio sirvió para volvernos amigos hasta hoy.
También me sirvió para entender que conocer un portal no significa atravesarlo. La distancia es enorme; sé más de lo que soy. El conocimiento me hace un aprendiz; solamente la práctica, en un día distante, construirá al maestro.
Transcurrió algún tiempo para que yo percibiera que la mayor lección sobre el Cuarto Portal no había sido ofrecida por los preciosos conceptos que el Viejo me brindó sobre las virtudes que componen la justicia, sino por el monje gallego que con un único gesto me mostró el otro lado del conflicto, el lado que solemos olvidar o desconocer: el lado de la luz. La idea de justicia existe para preparar al andariego para un portal mucho más complicado de atravesar por la dificultad de entendimiento: El Quinto Portal, el Portal del Perdón.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.