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El vigésimo primer día de la travesía- El enigma del desierto

EDesperté tarde, todavía cansado de las emociones vividas el día anterior. Aunque dormí profundamente, parecía que el cuerpo estaba cansado y pedía vacaciones. Arreglé rápidamente mis cosas y las coloqué en la alforja sobre el camello. Por suerte, conseguí una taza de café cuando la tienda que funcionaba como restaurante ya estaba casi desmontada. Sin demora, la caravana partió hacia un trecho más de travesía rumbo al mayor oasis del desierto donde habitaba el sabio derviche, conocedor de “muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Quien volvió a alinear su camello al mío fue Ingrid, la bella astrónoma de cabellos rojos que viajaba para observar determinada constelación, posible de ser vista apenas bajo el cielo del oasis. Como habíamos discutido días antes, hicimos las primeras horas de la marcha en silencio, como niños malcriados. En determinado momento, la astrónoma quebró el malestar al comentar, de manera traviesa, que cambiaría su camello por un helado de chocolate. Reí y dije que cambiaría mi camello y los telescopios de Ingrid por un cómodo colchón, sábanas de seda y un potente aire acondicionado en mi tienda. Divertidos, seguimos por horas expresando nuestros deseos. Unos simples, otros menos. Algunos tan incorporados en nuestras rutinas que ni percibíamos cuánto nos proporcionaban placer. Era preciso dejar de tenerlos para entender la imposibilidad de ser materializados sobre las arenas del desierto. 

Aunque en el imaginario popular cualquier desierto no pasa de un paisaje monótono rodeado de arena, la caravana revelaba cierta magia, no solo por la fauna y flora sorprendentes, sino por la cantidad de momentos inesperados que proporcionaba. Todo parecía llevarnos más allá de los sueños más creativos que alguien osase imaginar. Aquel día, próximo al pozo donde nos abasteceríamos de agua, me llevé un gran susto al depararme con una enorme piedra, del tamaño de un edificio de diez pisos. En una de las caras había sido esculpido una especie de templo, como en la ciudad ancestral de Petra, en el desierto de Jordania, reducido a un único predio. Esto en el “medio de la nada”, lo que hacía aún más absurdo el entendimiento de las razones de aquella construcción, así como de quiénes serían sus geniales arquitectos y obreros.

Acampamos al lado del pozo, con la antigua construcción a no más de una centena de metros de distancia. El caravanero explicó que nada se sabía con relación a la obra, los autores o sus motivos. Arqueólogos creían que se trataba de un templo anterior a las civilizaciones de Mesopotamia, Babilonia o las pirámides de Egipto. Agregó que se pensaba, aunque sin algún registro histórico, fuese un templo construido por un soberano muy poderoso para rendir culto a los deseos más íntimos de la humanidad, por lo cual había sido edificado en medio del desierto, lejos de cualquier otro lugar habitado, con la intención de que el individuo estuviera próximo de sí mismo y distante de las influencias mundanas. Dijo que podíamos visitarlo, pero que tuviéramos cuidado y volviésemos antes del anochecer. Animadísimos, todos los viajeros de primera travesía, como Ingrid y yo, partimos llenos de curiosidad y máquinas fotográficas. Aunque majestuoso por el esmero de la construcción vista desde fuera, por dentro no había nada más que enormes salas esculpidas en la propia piedra. Una sala llevaba a otra, en un laberinto sin fin. Cualquier objeto o tesoro que por ventura hubiese existido, había sido saqueado hacía siglos. Uno de los encargados de la caravana que acompañó al grupo dijo que tuviéramos cuidado, pues era común que las personas se perdieran en el entramado de las salas. Justo a la entrada, en lo alto del portal, había inscripciones en la piedra en un alfabeto desconocido. Una voz atrás de mí susurró la traducción: “Su deseo, su alma; su deseo, su destino.” Era la bella mujer de ojos color lapislázuli.

Sonreí en agradecimiento, pero ella pronto desapareció en medio de los viajeros, dirigiéndose al interior del templo. Después de la algarabía inicial y las muchas fotografías, las personas retornaron al campamento. Ingrid entre ellas. No obstante, algo me mantenía extrañamente atraído en aquella construcción. Decidí pasear por entre las salas y, tal vez, encontrar a la mujer de ojos azules. A medida que paseaba por las salas, imaginaba los diversos rituales allí consagrados en pro de los deseos, las ofrendas, las danzas y los pedidos más inconfesables de una persona. Siguiendo por los diversos compartimentos, entré en una pequeña cámara que tenía algo diferente de las demás. Era el único habitáculo circular de la construcción. En un plano más alto, con una pequeña escalera esculpida en la roca, había una mesa, también de piedra, que me pareció un altar. Percibí figuras y letras del mismo alfabeto desconocido esculpidas en las paredes. No tuve duda de que estaba en la sala principal del templo. Encantado y envuelto por la extraña vibración del lugar, fui sorprendido por la entrada de la bella mujer de ojos azules. Ella anunció: “Tienes derecho a un deseo. Tan solo uno. Sin embargo, para que sea realizado es indispensable que también sea honesto. No basta que sea un deseo cualquiera, es preciso que sea el mayor de todos tus deseos, el más sincero de ellos. Aquel escondido o negado hasta de ti mismo. De lo contrario, este se perderá en las brumas del tiempo”. En seguida, dijo: “Hazlo”.

Ideas sobre dinero, sexo y poder pronto invadieron mi mente y aunque, confieso, se me ocurrió pedir inversiones bancarias o posición destacada ante la sociedad, dije que deseaba la paz del mundo. Ella se encogió de hombros y sacudió la cabeza como quien dice que, además de cliché, mi pedido no era honesto por no ser lo que más deseaba íntimamente y salió. Fui atrás de ella. No, yo no estaba siendo sincero, apenas quería impresionar, parecer altruista y, tal vez, engañarme a mí mismo. Perdí a la mujer de vista. Fui entrando y saliendo de las diversas salas. No lograba encontrarla. Lo extraño fue que independiente de donde entrara o saliera, siempre volvía a la sala circular donde estaba el altar. La sala de los deseos. Como estaba anocheciendo y yo no encontraba a la mujer, decidí regresar al campamento. Sin embargo, por más que buscara la salida, siempre terminaba regresando a la sala del altar. 

Comencé a ponerme nervioso a medida que anochecía. Desde lo alto de la construcción, 

los rayos de sol, que iluminaban los ambientes a través de minúsculas rendijas, se despedían mientras el crepúsculo se aproximaba. Grité por ayuda en vano. Todos ya habían regresado al campamento. Me asustaba pasar la noche allí dentro; especialmente, por la posibilidad de que la caravana partiera al día siguiente sin notar mi ausencia. Proyecté las próximas horas, después los días siguientes, sin agua y alimentación, languideciendo hasta la muerte. Sería un desenlace sufrido y doloroso por abandono. Apavorado, grité y grité. De nuevo en vano.

No sé cuánto tiempo pasó. La tragedia en mis pensamientos subió de tono hasta el desespero. Entonces, sentado en el centro de la sala del altar, grité para mí mismo que mi mayor deseo era salir del templo de piedra. Estaba siendo absolutamente sincero. Después de algunos instantes de intenso silencio, oí el ruido de pasos. Enseguida, un haz de luz. Era la bella mujer de ojos color lapislázuli con una vela encendida en la mano. Aliviado, le pedí que me llevara al campamento.

La prisa era mía, no de ella. La mujer se sentó en frente mío y apoyó la vela en el piso. Advertí que temía que la llama consumiera la parafina y, en la oscuridad, no encontráramos la salida de aquel laberinto. Ella ignoró mi observación. Le pregunté por qué ella había dejado que yo me perdiera. La mujer se encogió de hombros y dijo: “Tú te perdiste solo cuando quisiste creer en la propia mentira”. Después de algunos segundos dijo: “El laberinto más complejo, el más difícil de encontrar la salida, no es el templo de piedras, sino el propio deseo. Es en las veredas de los deseos que perdemos la vida. El deseo es el enigma de la vida. Nuestros deseos son la perfecta traducción de quién somos. O mejor, de quién aún no somos. ¿Quieres conocer a una persona? Descifra sus deseos y estarás ante un alma desnuda”.

“Un individuo se transforma según la exacta medida en que cambian sus deseos”. Enseguida ella me preguntó: “¿Tus deseos son del ser o del parecer?” Respondí que no había entendido. La mujer explicó de manera socrática, con nuevas preguntas: “¿Tu mayor deseo nace de un ego ansioso o brota de un alma serena? ¿Tu mayor deseo está ligado a la apariencia sobre cómo te mostrarás ante el mundo o a la alegría por la intimidad de estar ante ti mismo? ¿Es un deseo por brillo o por luz? ¿Deseas elogios de quien está a tu alrededor o ansías sentirte confortado por el propio corazón? ¿Tu deseo más íntimo es de superficie aparente o de profundidad oculta?”.

“Háblame sobre tus deseos más íntimos y te diré quién eres. Este es el enigma del ser”.

“No aquellos deseos políticamente correctos. Estos son aburridos pues, en verdad, aunque no sean mentirosos, están guardados en las últimas gavetas del armario de los deseos. Me interesan los deseos más viles, los deseos inconfesables. Estos sí nos revelan por entero. Ellos permiten entender la encrucijada en la que estamos en el Camino”.

“Cuentan los antiguos sacerdotes que esta sala, en tiempos inmemoriales, cuando el templo estaba en uso, estaba totalmente revestida por espejos”. Indagué si era para obligarnos a mirarnos a nosotros mismos, a vernos en todos los ángulos. La mujer confirmó con un simple movimiento de cabeza y agregó: “Ayudaba a entender la raíz de cada deseo”.

Con los ojos azules iluminados por la llama de la vela, ella me miró fijamente y dijo: “Tu deseo de salir de aquí fue sincero”. Enseguida quiso saber: “¿Qué lo motivó?” El miedo, respondí sin pestañear. Ella prosiguió: “¿Comprendes la razón de tanto sufrimiento? Mientras nuestros deseos estén movidos por el miedo significa que continuamos eligiendo impulsados por el sufrimiento de quien está perdido”.

“El miedo conduce a deseos de ilusión existencial, en vano intento de huir del sufrimiento que, por efímeros e inconsistentes en substancia, pronto son cambiados por otros y después por otros más, en escalas infinitas de sufrimiento e imposibilidades. Con esto, aplazamos el combate para entender y superar quién somos y, en consecuencia, el dolor que nos aprisiona. En esa fase los deseos nos engañan como en un show de ilusionismo. Acabamos deseando movidos por el miedo cuando no deseamos con amor. Descifrar el deseo es comprender, en parte, la travesía del desierto”. 

Le pregunté qué debería impulsar los deseos para alejarnos del miedo y de la consecuente prisión. La mujer sonrió de manera dulce y respondió: “La esperanza tiene el poder de calmar el miedo”. Hizo una pequeña pausa y amplié el raciocinio: “Más profundamente tenemos la fe que, en esencia, es la capacidad de encender y usar la luz en lo más íntimo del ser; o como prefieren algunos sabios: el poder de mover lo sagrado que habita en nosotros. La fe disuelve el miedo”.

“Es preciso que los deseos sean dirigidos por el deseo de mejorar a sí mismo, de comulgar con los otros, de abrazar al mundo y de vivir el día de hoy; el deseo de vivir el don y el sueño. Los deseos guiados por el miedo nos muestran el mundo como si fuese un objeto que conquistar. Como no lo logramos por la imposibilidad de la tarea, maldecimos la vida y las personas. El mundo no está en contra nuestra; son los miedos que nos convencen de esto y nos llevan a un conflicto innecesario. Cuando nos movemos por miedo vamos en sentido contrario a la vida y a la luz”. 

Le comenté que también eran muy comunes los deseos oriundos del egoísmo. La mujer meneó la cabeza asintiendo y dijo: “Sí, es verdad, pero ¿qué es el egoísmo si no el miedo que el individuo tiene sobre su propia capacidad de superación, la ignorancia sobre quién es y el verdadero poder que trae consigo?”

La mujer de ojos azules apartó su mirada. Sus ojos navegaban a través de una grieta entre las piedras, que permitía ver una estrella a través de una abertura en el cielo. Ella comentó: “En verdad, no hay ningún problema con los deseos. El problema no son los deseos, sino las fuerzas que nos impulsan hasta ellos”. Le dije que no entendía. Ella explicó: “La cuestión es si el deseo es movido por la pasión de un ego desajustado.” La interrumpí para cuestionar si la solución era suprimir el ego. La mujer lo negó: “Claro que no. Anular al ego es renunciar a una parte de sí. Te faltará un pedazo. El ego tiene su importancia para mantener y cuidar de las cosas típicas de la existencia, no obstante, se debe buscar el exacto equilibrio. Este punto solo será posible cuando el ego esté debidamente pacificado con el alma”. Volvió a mirarme a los ojos y preguntó: “¿Ahora entiendes el significado del término ‘el buen combate’?” 

“Ese equilibrio consiste en no vivir apenas por el alma, esto es para los ángeles. Tampoco vivir de acuerdo con los impulsos del ego, algo común en aquellos que se perdieron de las estrellas. Una existencia en la cual el ego y el alma danzan en perfecta sintonía, tanto para atender las necesidades mundanas como para alcanzar la indispensable evolución espiritual. Nada falta, nada sobra; todo se completa”.

Hizo una pausa para concluir: “Estar sin dominar; tener sin poseer”. 

Permanecimos un largo tiempo sin decir palabra. Miré la vela, casi consumida totalmente por la llama, sin importarme si pronto se extinguiría. Una sensación diferente me envolvía y parecía influenciarme de manera extraña, pero agradable. Se me ocurrió la idea de que los deseos egoístas se nutren básicamente de miedo. Miedo de amar. 

¿De qué vale conquistar el mundo si en mi corazón no late el amor? 

Yo había llegado a la cuna del egoísmo en conexión intensa con los deseos. El egoísmo es una enfermedad causada por la exacerbación y el descontrol del ego que, al ser movido por el miedo, aunque no se perciba o se ignore, tiene miedo de amar. La cura no es el fin del ego, sino la supremacía del amor en los deseos, solo posible cuando el ego esté afinado con el alma. El alma es el cascarón de la luz; por lo tanto, el amor también vivirá allí. 

Le dije a la mujer de ojos azules que yo siempre había creído que la expansión de la consciencia me libertaría de los laberintos del deseo. No obstante, había percibido en aquel momento que no bastaba. Era necesario amar en igual medida. Esta era la solución al enigma del templo y también del desierto.

La mujer sonrió satisfecha. Lleno de indescriptible fuerza me levanté y salí. Al no necesitarla más, dejé la vela con la mujer de ojos azules. Solitario anduve por los corredores y salas. Aunque estaba muy oscuro, no tenía cualquier duda sobre el destino a seguir. El laberinto había sido desmantelado. Sin demora encontré la puerta del templo. Como si flotara, caminé por el desierto hasta el campamento de la caravana. Aquella noche preferí dormir fuera de la tienda. Necesitaba ver las estrellas.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

1 comment

Scarlet G septiembre 2, 2019 at 3:06 pm

Woow , como medicina al alma es esta lectura , cuanta sabiduría contenida en cada palabra . Sin duda alguna me ha ido transformando en una nueva versión de mi , obviamente más consciente de mi mismo más sincero en relación a los deseos de mi corazón lejos del ego descontrolado , la vanidad y el orgullo. Simplemente en completa armonía con mi Alma . Oh Dios cuántas paz se siente . Gracias yoskhaz eres un instrumento perfecto de Dios 🥰🇻🇪🧡

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