Cuando doblé la esquina para entrar en la estrecha calle donde se situaba la oficina de Lorenzo, el zapatero amante de los libros y de los vinos, me alegré al ver su clásica bicicleta recostada en el poste. Estaba temprano. El sol acababa de surgir para evaporar el sereno que humedecía el revestimiento de piedras, dando así una agradable sensación de andar entre brumas. Fui al taller en busca de café y un poco de prosa. Al entrar me deparé con otros amigos del artesano. Sentados, mientras Lorenzo les llenaba las tazas, estaban reunidos en una especie de asamblea informal. El zapatero me recibió con la alegría habitual, me acomodó sobre una caja de madera y luego me entregó un pocillo humeante para ahuyentar el frío de la mañana y despertar las ideas. Aquellos hombres tenían entre sí una amistad que los unía hacía mucho tiempo. Él me explicó que el grupo tenía un integrante adicional, René, el dueño del puesto más tradicional de revistas de la ciudad, quien había fallecido recientemente. En frente al puesto de revistas, todos los días y muy temprano, estos amigos se habían reunido durante años para conversar sobre cualquier asunto, mientras aguardaban la llegada del periódico. Era un ritual que hacía parte de la historia de todos ellos. El hijo de René había asumido el negocio desde el tratamiento del padre pero ahora, por causa de una deuda, el distribuidor se negaba a entregar nuevos periódicos y revistas. Sin renovar el material para trabajar, el local estaba a punto de cerrar. El hijo los había buscado para pedirles un préstamo para pagar la deuda y evitar que el tradicional negocio cerrara las puertas. El problema era que el hijo, quien había vivido fuera por mucho tiempo, no tenía buena fama en la ciudad.
Charles, el más conversador de ellos, dueño de la mejor librería de la región donde apenas se encontraban obras de ficción pues según él ‘la realidad era demasiado absurda e inverosímil’, inició el debate. Dijo que René había sido uno de sus mejores amigos y uno de los hombres más honestos que ya había conocido en la vida. Que no dudaría en prestarle todo el dinero que poseía. Sin embargo, alertó, no podía dejar que la emoción le hurtara la razón: no se trataba de René. Las historias que había escuchado sobre el hijo lo convencían de que jamás recibiría el dinero de vuelta.
Yves, propietario de una maravillosa panadería donde era posible encontrar dulces capaces de evocar los mejores sueños, aprovechó la oportunidad para contar lo que había oído de terceros. Eran muchos los comentarios sobre el hijo del amigo que lo calificaban de ser negligente en sus empleos, llevar una vida desordenada y ser compulsivo por el juego. Decían que el motivo por el cual había regresado al lado del padre se debía a una deuda contraída con agiotistas y que estaba en riesgo si regresaba a vivir en la ciudad. Estaba seguro de que el esfuerzo de los amigos sería en vano y que pronto regresaría a la perdición.
Antonio, director de una excelente escuela de secundaria, recordó que le habían contado que el hijo de René había abandonado a sus propios hijos y no les daba ningún auxilio. Resaltó que un hombre digno no desampara a la familia. Entendía la separación, nunca el abandono. Concluyó diciendo que padre e hijo eran muy diferentes y los amigos no podrían dejarse engañar.
Francisco, dueño de un gran almacén, confesó que poseía una deuda de gratitud con René quien le había extendido la mano cuando llegó a la ciudad sin conocer a nadie y sin ningún centavo en el bolsillo. Él fue su fiador ante los productores para que pudiese llevar un cargamento de los famosos quesos de la región y revenderlo en otras ciudades. Fue el peldaño necesario para convertirse en el empresario en el que se tornó. No obstante, tenía conocimiento a través de fuentes confiables que la deuda del puesto de revistas había iniciado justamente con la internación de René, cuando el hijo asumió el negocio, desviando el dinero para cosas superfluas e innecesarias. Resaltó la fama que René había construido durante toda una vida basada en la credibilidad, honrando siempre los compromisos y la palabra. René era un hombre digno para confiar la llave de la caja fuerte de un banco. Sin embargo, desconocía que la honestidad se transmitiera en los genes. Era mejor que el hijo vendiera el negocio y que gastara el dinero en otro lugar.
Convencidos y en acuerdo, la cuestión estaba terminada. Yo prestaba atención a todo lo que se había sido dicho y consideraba que los amigos estaban en lo correcto al negar el préstamo. Sería dinero tirado a la basura. En ese momento alguien se acordó de Lorenzo. El zapatero había oído a todos sin decir palabra. Le pidieron su opinión y él no se hizo de rogar: “Todos los puntos de vista fueron muy sensatos. Es verdad que no podemos confundir padre e hijo o fundirlos como si fueran una única persona. Cada cual es único y hay mucha belleza en esto. Acepto que la probabilidad de no recibir el dinero de vuelta es enorme y que todo esfuerzo sea en vano. Las historias narradas apuntan a la mejor decisión. Estoy de acuerdo con todos ustedes”, hizo una pequeña pausa y desentonó: “Hasta antes de hacer la última curva”.
Los amigos expresaron no haber entendido la anotación. Yo, callado desde mi lugar, entendía menos todavía. El artesano nos desconcertó a todos: “Recibir el dinero de vuelta es lo de menos”. Se formó un murmullo. Los amigos objetaron ante la afirmación. El dinero era fruto de su trabajo honesto y no merecía ser desperdiciado. Lorenzo inició el raciocinio con una pregunta: “¿Qué los motiva a creer que él no aplicará la cantidad prestada al negocio heredado?”. Retomaron las variadas historias en contra del comportamiento del joven. El zapatero levantó las cejas e indagó: “¿Alguno de nosotros fue protagonista o testigo de alguno de esos hechos?”. Hubo un silencio inicial, sin embargo enseguida uno de ellos recordó que las historias recibidas de fuentes confiables no eran pocas y por esto merecían ser tomadas en cuenta. Enfatizaron en ser prudentes pues el momento lo exigía. El artesano meneó la cabeza y dijo: “De acuerdo, la prudencia es una virtud importante para alejarnos de los riesgos innecesarios, sin la cual los esfuerzos son inútiles. No obstante, ella no puede ser exagerada al punto de servir de disculpa para impedir el ejercicio de la generosidad, otra valiosa virtud. Es el capítulo dos de la misma lección ofrecida por esta virtud”.
“La verdad mayor se revela con la comprensión de las pequeñas verdades que habitan en todos los corazones”. Hizo una pequeña pausa y prosiguió: “Por ejemplo, sabemos que cuando recibimos una noticia que ha pasado por una serie de interlocutores, generalmente está contaminada o alterada por los filtros de las emociones, de los traumas y de los intereses individuales. Tal vez no sea del todo mentirosa, pero con seguridad no será del todo verdadera”. Bebió un sorbo de café, se encogió de hombros y dijo: “La prudencia nos enseña a no reaccionar ante las historias que no vivenciamos”. Frunció el entrecejo y agregó: “La misma prudencia nos recuerda que tales versiones tampoco merecen ser abrazadas incondicionalmente”.
“De esta manera, utilizar esos comentarios para formar juicio de valor sobre alguien es una decisión equivocada, trayendo para sí la enorme responsabilidad de alejarse de otra valiosa virtud: la justicia”. Bajó la mirada para que sus próximas palabras no fuesen dirigidas específicamente a nadie y señaló: “Ser justo es uno de los más estrechos portales del Camino. Nos erguimos, con enorme facilidad, en el papel de jueces en tribunales donde no fuimos investidos con tal poder: juzgar la vida ajena. Peor aún, en la mano con que sostenemos la balanza colocamos nuestras vivencias, emociones, tristezas, decepciones, descompensando la perfecta medida; en la otra mano, movidos por los mismos sentimientos y experiencias frustrantes, afilamos la espada con el rigor de quienes insisten en mirar fuera de sí en el intento de evitar el encuentro consigo mismo, con la ilusión de que los errores ajenos, al ser revelados, puedan esconder nuestras propias dificultades”. Colocó más café en la taza de cada amigo y preguntó: “¿Qué sabemos de la intimidad y de las crisis del matrimonio de ese joven? ¿Quién de nosotros en algún momento, especialmente cuando éramos jóvenes, no nos desviamos en busca de placeres sensuales, ante la tentación del dinero fácil o de las diversiones pasajeras? ¿Quién nunca necesitó examinar los planes y recomenzar? ¿Cuántas veces fuimos llamados a revaluar la propia conducta?”. Bebió café y continuó: “Podemos considerar que la deuda fue contraída justo cuando el padre estaba internado, al exigir mayores cuidados y más medicamentos o creer que los ahorros fueron desviados para fines obscuros en momentos de poca vigilancia. Si el dinero fue gastado en el tratamiento o en farra no sé responder, pero tampoco quiero adivinar. Sólo sé que cada uno tiene historias que no quiere que sean recordadas en público, así como tenemos otras que son merecedoras de sincera admiración. La prudencia nos recuerda ambas”.
“La prudencia nos avisa que corremos serio riesgo de perder el dinero prestado. Por otro lado, la prudencia nos llama la atención para no desperdiciar la oportunidad de ayudar a alguien en un momento crucial de su vida, de no desaprovechar la oportunidad de hacer la diferencia. Si pensamos bien, la deuda es el menor de los peligros que corremos”.
“La prudencia apenas avisa, quien impide es el miedo. La prudencia nos pide que tengamos cuidado al seguir, nunca que desistamos. Toda virtud necesita de otras para complementarse: la prudencia sin amor se vuelve egoísmo; sin compasión es abandono; sin coraje es fuga; sin generosidad es renuncia; sin justicia es cobardía. La prudencia, esa virtud tan mal comprendida, tiene compromiso con el perfeccionamiento, jamás con el retroceso, o no sería una virtud”.
“Tenemos ‘todo y nada’ que ver con la vida ajena”. Ante los semblantes de duda, explicó: “Absolutamente nada si consideramos la verdad irrefutable de que el hijo de René es el único responsable por su felicidad y elecciones. O todo, si consideramos que el Universo necesita de mensajeros para apalancar los destinos de aquellos que se arrepienten. Cada uno de nosotros necesita de esas oportunidades para ejercitar las variadas virtudes, entre ellas y principalmente, la del amor en un grado que aún no conoce en sí. Entonces, ir más allá”.
“Experimentar lo mejor de sí y de la vida, aunque existan serios riesgos de pérdidas o esconderse en el vacío de la aparente seguridad en una existencia sin magia, sin ninguna Luz. Dependiendo del momento, la prudencia puede recomendar cerrar las ventanas para no oír las voces de las calles o puede aconsejarnos abrir las puertas para invitar al mundo a la calidez del corazón. ¿Por dónde anda nuestra prudencia?”.
Un gran silencio reinó por largo tiempo. Cuando me di cuenta, todos ellos tenían los rostros bañados en lágrimas. Sin decir palabra, cada cual llenó un cheque y lo dejó encima del mostrador. En seguida, como si aquella conversación no hubiese acontecido, uno de ellos recordó que el domingo siguiente sería Pascua. Todos se alegraron y comenzaron a discutir en cuál restaurante irían a almorzar. Escogieron el predilecto de René.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
1 comment
Simplemente hermoso y certero..