Nada como el día que sigue a la tempestad para entender el valor de la calma. Así era el vigésimo segundo día de travesía. Las horas trascurrían con encantador sosiego después de algunos días de extrema agitación. No obstante, se engaña quien piensa que tranquilidad es necesariamente sinónimo de tedio o estancamiento. Me desperté con los primeros rayos del sol. Arreglé rápidamente mis cosas y las coloqué en la alforja de mi camello para tener tiempo de usufructuar de algunos hábitos que se habían convertido en una especie de ritual matinal en el desierto. Hacía una breve y sincera oración pidiendo luz y protección, como el caravanero me había enseñado. En seguida, llenaba una taza de café y me alejaba del campamento para ver, de lejos, al caravanero adiestrar a su halcón. Era el momento en que los encargados desmontaban el campamento para seguir un día más de travesía rumbo al mayor oasis del desierto, donde yo pretendía conversar con un sabio derviche “conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Durante buen tiempo intenté encontrar a la bella mujer de ojos color lapislázuli, pero no parecía estar disponible a mis ojos y ya me había demostrado que tenía su propio tiempo para aproximarse, así como para partir y deshacerse en el aire. Aquella travesía venía ofreciéndome una percepción alterada de la realidad, o al menos de aquello que yo entendía como realidad. En el desierto todas las sensaciones parecían superlativas, vividas al extremo de las emociones e ideas, como si fuesen extendidas al límite y, entonces, al ser rasgadas, pudiesen transformarse, en constante proceso de transmutación acelerada.
Así estaba en aquel día de travesía, envuelto en mis reflexiones. Quien alineó de esta vez su camello al mío fue un hombre de mi edad, que por la ropa percibí que era árabe. Andábamos sin intercambiar palabra. Yo necesitaba de silencio para escudriñar todo el universo de acontecimientos de los últimos días. Él, a su vez, me pareció un apasionado por la quietud y un hombre portador de una calma bien estructurada en sí. Sin embargo, algo en él me llamó la atención. En la caravana, por causa del sol fuerte reflejado en la arena clara y también por causa del viento que esparce la arena, casi todas las personas usaban lentes oscuros para proteger los ojos. No obstante, percibí que sus lentes estaban muy rayados, a punto de dudar si era posible que viera alguna cosa. Me invité a no entrometerme en la vida del hombre. Por otro lado, yo traía en la alforja un par de gafas de reserva. Era como si mi corazón insistiera para que se las ofreciera.
Pronto vino la orden de la usual parada al medio día para un breve descanso y una refección ligera. En la confusión de la parada, me perdí del hombre encontrándolo algún tiempo después. Lleno de compasión, me llené de coraje y le ofrecí los lentes que tenía. El hombre estaba sentado sobre un ancho tapete y, sin responder a mi oferta, me invitó a sentarme a su lado. Al sentarme me ofreció támaras y nueces como gesto de delicadeza y hospitalidad. Me presenté y él dijo llamarse Mohamed. Comenté que me preocupaban sus lentes rayados y, por esto, la dificultad que él debería tener para ver. El hombre sonrió con dulzura y dijo: “Le agradezco con el fervor de mi alma, pero no es necesario”. Antes de que yo hiciera cualquier indagación adicional, él se retiró las gafas hasta la punta de la nariz para mostrarme sus ojos opacos y grises. Ele era ciego.
Le pedí mil disculpas. Mohamed se volteó hacia mí y quiso saber: “¿Por qué me pides disculpas?” Respondí que lamentaba la incomodidad que le había causado en aquel momento. El hombre sacudió la cabeza y explicó: “Tú no causaste mi ceguera ni tenías conocimiento de ella, por lo tanto, no hay por qué excusarse ni me debes ninguna disculpa”. Colocó una nuez en la boca y dijo: “Por favor, no te sientas mal. Todos tenemos una enorme dificultad para ver la verdad. Y para ver la verdad los ojos en nada nos ayudan. En el fondo, todos somos deficientes, cada cual con el tipo y grado de dificultad que le es afín. Entender esto es la semilla de la compasión y de la paciencia que debemos tener hacia el mundo. De otro lado, la deficiencia personal es el motor de la superación del ciclo vivido en aquel momento por el individuo. Es justamente la deficiencia que le permitirá ver aquello que durante mucho tiempo se negó a ver”. Hizo una breve pausa y prosiguió: “Puedo encarar la deficiencia, sea cual sea, como una limitación definitiva, entonces seré un desgraciado. Sin embargo, puedo entender la deficiencia como la herramienta con la cual pasaré de aprendiz a maestro. La diferencia entre una y otra está en la visión que me permitiré. La elección es mía”. Volteó el rostro en mi dirección, como si pudiese verme y dijo: “La ceguera en mis ojos no es mi deficiencia, en verdad, ella fue un presente del desierto para mí”.
Mi mente fue movida por varias ideas. Por educación no las expresé. Como si Mohamed fuera capaz de adivinar mis pensamientos, o si estos pensamientos fuesen comunes a muchos de aquellos que conversaban con él, el hombre me explicó: “Se que estás pensando en que me ilusiono con la esperanza de intentar encontrar algo de bueno ante una tragedia. Sí, estar ciego es una enorme desgracia para todos que ven bien y no se imaginan viviendo una vida miserable ante la incapacidad de ver los colores del día”. Sin gracia, dije que era así o parecido a la descripción que él ofrecía. Con sincera humildad él se dispuso a contarme su historia, en caso de que me interesara. Respondí que me sentiría honrado en oírla. Mohamed inició la narración: “Yo nací con perfecta visión. Comencé a trabajar con mi padre cuando era adolescente. Él era un próspero mercader de granos y yo solía acompañarlo en las caravanas para negociar en los oasis del desierto. Cuando se fue, asumí el negocio sin ninguna dificultad. Vivía para vender granos y divertirme. Cuando alguna cosa salía mal o estaba fuera de mis planes, yo maldecía la vida y me irritaba mucho. Poco a poco, sin percibirlo, me fui volviendo arrogante e impaciente. Los empleados no trabajaban para mí con alegría, sino por necesidad. Las cosas del mundo me distraían momentáneamente, pero no me satisfacían por mucho tiempo. Los días se hacían efímeros, sin substancia ni memoria. Todo a mi alrededor era pesado; las diversiones no aliviaban más el corazón, que parecía sofocado, sin aire, desesperado para respirar”. Dio una pausa, como si los pensamientos estuvieran distantes, hizo un gesto como si contara un secreto: “Corazones respiran amor y luz”.
“Me volví una persona severa, seria, malhumorada, lo que en verdad era una máscara para esconder del mundo, y de mí mismo, el vacío y la infelicidad que sentía. Cierto día, durante una de las travesías por el desierto, fuimos sorprendidos por una fuerte y repentina ráfaga de viento. Yo estaba sin lentes. Los granos de arena perforaron mi córnea con una violencia destructiva”.
La historia de Mohamed fue interrumpida por la orden de proseguir la marcha. Emparejamos los camellos y él continuó: “Claro que al inicio me consideré un desafortunado y me proyecté como un eterno infeliz. Sin embargo, como tenía que continuar negociando granos, la única cosa con la cual yo sabía trabajar para sustentarme, ya que me había habituado a una vida de gastos y lujos, entendí que tenía que adaptarme a una nueva realidad y así lo hice”.
“Lentamente, al no poder disfrutar los colores del mundo, tuve que aprender a deleitarme con las luces del alma. Como no podía ver el rostro y las reacciones de las personas que conversaban conmigo, aprendí a sentir sus emociones, ya fuera por el tono de las palabras, por la pausa, por la respiración o por el silencio. Entendí que las letras calladas expresan sentimientos mudos; las palabras no dichas gritan más alto que las habladas. Tuve la oportunidad de conocer la voz del silencio; el verdadero discurso del alma, aquel que muchas veces se pronuncia sin sonido”. Hizo una pequeña pausa para que yo concatenara el raciocinio y prosiguió: “Dada la dificultad para usufructuar de las diversiones mundanas, empecé a prestar más atención a las alegrías del corazón. ¡Cuánta diferencia! Al no poder ver lo que había afuera, comencé a ver lo que existía dentro: Dentro de mí, dentro del otro. Aprendí a descubrir la amplitud de una palabra, el discurso de una respiración, el contenido de un silencio, todo un texto de amor contenido en un único abrazo apretado. El lenguaje del corazón es el lenguaje de la verdad, con la cual decodificamos la vida. Un verdadero tesoro que pasaba desapercibido para mí en función de la algarabía del mundo. La oportunidad de encontrarme conmigo mismo abrió caminos para conocer la belleza de los otros y de la vida; entonces, descubrí un universo fantástico que precisaba ser reconstruido, pues estaba prestes a desmoronarse por falta o uso inadecuado”.
“La ceguera física, al menos para mí, fue la mayor de todas las aventuras al posibilitarme fantásticas transformaciones del alma. Al perder los ojos encontré el corazón. La falta de ojos no me impide ver; solo cambié la manera de ver. Al cambiar la visión, aprendí a sentir; esto modificó la manera en que hacía la travesía. En consecuencia, el desierto también se modificó para mí.Atravesarlo fue mucho más suave”.
Mohamed continuó el resto del día dándome detalles de su historia. Era una narración que mezclaba la extrañeza y la fascinación de otra visión, mas también mostraba un hombre alegre y dulce. Los pasajes de su vida eran narrados con ligereza y buen humor, desprovistos de cualquier resentimiento. La conversación continuó hasta que paramos para montar el campamento y pernoctar. Nos despedimos y fui a cuidar de mis quehaceres.
Después de la cena me alejé del barullo del campamento para rezar, meditar y reflexionar. Había sido un día diferente, sin las emociones fuertes de los días anteriores. Era una sensación más serena, pero no por ello menos profunda. Me senté en la arena. Cuando, por puro instinto cerré los ojos para profundizarme en mi propio universo de emociones e ideas, fue inevitable no recordar las enseñanzas de Mohamed sobre la ceguera. Sí, tenemos la costumbre de cerrar los ojos cuando queremos mirar hacia adentro, sentir y pensar de manera clara, para encontrarnos a nosotros mismo. Sí, la verdad está disponible todo el tiempo, aunque insistamos en no verla. Agradecido, sonreí.
Aquel día tranquilo, diferente a los demás por causa de todas las aventuras ya vividas en la travesía, pensé en cómo las artes necesitan del realismo fantástico, o absurdo, para mostrar una realidad que existe más allá de la realidad. Es como si la realidad cambiara de rostro a medida que vamos abriendo cortinas, hasta encontrar la próxima, con infinitas cortinas atrás. Antiguas realidades se vuelven meras ficciones al abrir y cerrar dichas cortinas; pero, ¿será necesario tanto para el encuentro con la verdad? No. La profundidad oculta está también en la simplicidad de los días, en la aparente banalidad de lo cotidiano. Allí están todas las respuestas a cualquier pregunta. Saber ver y entender el tiempo de cada respuesta es la parte que nos cabe en el arte de la existencia. ¿Cómo se determina el tiempo de cada respuesta? Por la capacidad de cambiar la visión… y mirar hacia dentro… y ver más allá.
Pasé un largo tiempo envuelto en mis pensamientos. Después, con los ojos abiertos, contemplé el manto de estrellas que cubría el desierto. Había sido un gran día. Pensé en la jornada de Mohamed, en cómo, a los ojos más desprevenidos, podría haber sido una existencia triste; no obstante, se volvió una historia admirable. Cuando me iba a levantar para regresar al campamento, oí una voz conocida detrás de mí: “Nada más triste que la historia de una persona sin historia. La grandeza de una historia no está en las aventuras que vivimos en el mundo, sino en las transformaciones que el mundo nos permite”.
“La mejor historia que alguien tiene para contar es la historia de su propia vida; no una historia de actitudes heroicas en el mundo, de títulos nobiliarios o titulares de periódicos, sino de superación interior. Individuos desconocidos, de gestos humildes, simples, desprovistos de publicidad, repletos de sinceridad y amor, en verdad, son los autores de la verdadera historia del mundo; son ellos que sostienen el mundo en la luz”.
Antes de que pudiera manifestarme, ella concluyó: “El mundo no necesita de héroes. Bastan individuos que tengan el alma a flor de piel y el corazón en la punta de los dedos. Todo comienza con una mirada sensible”.
Dio media vuelta y se fue. Acompañé a la bella mujer de ojos color lapislázuli desaparecer ante mis ojos en la inmensidad de la noche del desierto.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.