“¿Puedes ver lo que existe del otro lado de la ventana?”, me preguntó el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo del monasterio. Respondí que no, pues el vidrio del vagón estaba opaco por causa de la suciedad. El monje se encogió de hombros, cerró los ojos y volvió a dormir. Yo lo acompañaba en un corto viaje en tren rumbo a una universidad, localizada en una ciudad próxima, donde él sería uno de los conferencistas de un simposio sobre contaminación planetaria. Mis estudios para examinar y comprender los Ocho Portales del Camino, revelados en el trecho de las Bienaventuranzas, parte del Sermón de la Montaña, eje central de los estudios de la Orden, proseguían. Yo pensaba aprovechar el viaje para extraer un poco más de los conocimientos del Viejo. El Sexto Portal decía: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán el rostro de Dios”. Segú los portales anteriores, yo sabía que esa frase de apariencia sencilla ocultaba profunda interpretación. Sabía, también, conforme él me había enseñado que, de un portal a otro, es necesario agregar al ser una o más virtudes, que van creciendo en grado de dificultad. No había duda de que la virtud clave del Sexto Portal era la pureza. No obstante, yo tenía dificultad para comprender la extensión del concepto. A menudo, nos quedamos en el intento de explicar con palabras algo que imaginamos innato, que creemos conocer muy bien, pero que cuando nos piden una explicación detallada acabamos tropezando en las palabras. El tiempo, por ejemplo. Todos saben sobre el tiempo; pocos son capaces de explicarlo con claridad y a profundidad. San Agustín cuando era cuestionado sobre el tiempo decía que sabía de qué se trataba; sin embargo, si tuviese que explicar, no sabría. La pureza, como virtud, no era diferente para mí.
Se me hizo extraño el hecho de que el Viejo hubiera sido convidado como ponente de un simposio sobre contaminación planetaria. Aunque él fuese una persona atenta a las necesidades de la preservación y regeneración del medio ambiente no poseía el conocimiento de biólogos, químicos, oceanógrafos, ingenieros, entre otras actividades ambientalistas que, por fuerza de la profesión, eran llevados a conocer más amplia y profundamente el asunto. Sin embargo, era apenas el inicio de mi sorpresa. El debate comenzó con un publicista inglés hablando sobre contaminación visual. La enorme cantidad de propaganda con la que nos deparamos en las calles y carreteras es tal, desde las más ostentosas como las vallas, hasta las más disfrazadas como logo marcas de automóviles hasta las galletas, pasando por jabones y distribuidoras de petróleo, que ya ni nos damos cuenta, escondiendo de modo abusivo al planeta de sus habitantes. Enseguida discursó un músico norteamericano sobre la contaminación sonora. Habló sobre la cantidad de ruido que nos llena el cerebro perjudicando el libre pensar. Para pensar es preciso silencio y quietud, explicó. Para huir de esta situación, cada vez más reparaba en las calles un número mayor de personas oyendo música, audio libros o noticias con audífonos. Salen de una trampa para caer en otra, pues esto no apenas les impide oír los sonidos del mundo, sino que dificulta la convivencia humana. Aunque la mente sea un territorio particular, el mundo es común a todos. Nadie vive apenas en la esfera de las ideas, destacó. Aun así, las ideas necesitan interactuar y alimentarse de otras para expandirse. El planeta, con esa práctica aislacionista, disminuye en dimensión y posibilidades. Un tipo de contaminación que genera como efecto el abandono de almas y el desdén entre ellas. Claro que se debatió sobre la triste degradación de los bosques y los océanos. Sin embargo, quedó claro que la polución tenía aspectos y espectros mucho más amplios y profundos, no todos percibidos por todos.
El debate estaba cada vez más interesante. El anfiteatro de la universidad transbordaba de gente en pie o sentada en el suelo y corredores. Alumnos que salían de sus clases pasaban para oír un poquito y se quedaban. El último ponente fue el Viejo. Apenas en aquel instante supe que el tema que abordaría era sobre polución espiritual. Me asusté, pues yo nunca había oído hablar de eso. El buen monje, siempre con la voz serena, inició la construcción de su raciocinio: “Todos saben que el mundo se expande o se contrae según nuestra visión”. No había nadie en el público que hubiera escuchado esa frase. El Viejo prosiguió: “No es diferente mi relación con cualquier persona. Apenas veo en el otro la belleza que la luz de mis ojos permite. Por tanto, solamente puedo entender aquello que soy capaz de ver por completo. Las luces encendidas en las noches de las grandes ciudades me impiden ver las estrellas; la niebla hurta la claridad de las calles y de los caminos; también cierra los aeropuertos. Así pueden estar mis ojos para comprender el corazón del otro”.
Hizo una pausa de propósito y prosiguió: “Mis pensamientos contaminados por condicionamientos ancestrales de miedo y dominación me impiden ver a los otros como realmente son; los preconceptos socio culturales, de cualquier tipo, reducen la dimensión humana. Mis sentimientos viciados por el orgullo me niegan la dignidad; la vanidad esconde la verdadera belleza; los celos reprimen la libertad de sentir a los otros como ellos, de hecho, merecen ser percibidos. Lo contrario se vuelve inevitable por la visión cubierta por la polvareda en la mente y contaminado por los hongos en el corazón. Así, mis ideas y sentimientos suelen ser la principal causa de un mundo turbio y opaco; sin gracia, sabor y belleza. Peor todavía, un mundo que se reduce a cada día”.
“El ideal griego de estética nace de la pureza de todas las cosas. Según Platón, aquello que no es puro no puede ser considerado bello en esencia; por tanto, la estética será conducida por los senderos de la ética en su intimidad. La belleza para los griegos antiguos solamente era posible ante los ojos de las virtudes. ¡Existe verdad en esto!”.
“Con humildad me permito apreciar y deleitarme con el talento de otra persona. De lo contrario, por orgullo, me desgasto en infructífera competencia o insensata demonstración de superioridad, mientras la vida se agota por los rincones de la existencia”.
“Con compasión es posible comprender que atrás de aquel comportamiento desastroso existe belleza, apenas escondida por un sufrimiento que no puedo contener, pero del que el otro puede ayudar a cuidar. Paciencia para oír una buena palabra y el calor de un abrazo descontaminan espiritualmente al planeta. Sí, el amor tiene este poder. Prometan mirar al otro siempre con los mismos ojos., con una mirada pura, libre de las sombras del mundo”.
“Con simplicidad puedo retirar la máscara de la vanidad que uso para mostrarme bello, pero que en realidad y por inseguridad, oculta la verdadera belleza que tengo: la riqueza de ser único; ni mejor ni peor que nadie, apenas diferente”.
“La sinceridad aleja los subterfugios de raciocinios tortuosos que intentan convencerme de que nada existe de malo en mis elecciones equivocadas. Sin esto, nunca tendré una relación honesta con quien quiera que sea”.
Miró sin prisa para la audiencia atenta, como si buscara en los ojos de cada uno e hizo una pregunta retórica, pues no esperó respuesta: “¿Conocen una de las más graves contaminaciones, aquella que nos roba la transparencia de todo y de todos?” Se encogió de hombros y recordó lo inevitable: “Y nos roba de nosotros mismos.” y prosiguió: “El mundo solo será cristalino ante mis ojos cuando pueda ser transparente conmigo mismo. Para esto es preciso pureza en el pensar y en el sentir para que el encanto de la vida no me sea negado”.
“La pureza es como la aseadora del alma, pero como en toda limpieza necesitamos agua, cepillo, escoba y otros productos de aseo. No se llega a la transparencia típica de la pureza sin antes pasar por las demás virtudes”. En este instante él buscó específicamente mi mirada entre los asistentes. Sin nada decir, entendí que se refería a los cinco portales anteriores. En el Primer Portal, por intermedio de las virtudes que le son afines, me fue necesario entender el valor de los bienes espirituales sobre los bienes materiales para colocar el pie en el Camino. El Sexto Portal me hacía entender el valor de la pureza: la transparencia en el pensar y la ligereza en el sentir para encontrar la esencia del Camino. El rostro de Dios conforme había sido codificado en el texto sagrado.
“La esencia de la vida es ontológica y metafísica. En otras palabras y a groso modo, la esencia de la vida está en el ser y más allá de la realidad aparente; en sí y más allá de sí. Como parte y totalidad”.
“Sin la pureza no se comprende ni se alcanza a sí mismo, la verdad y la vida”.
Una alumna levantó la mano. Quiso saber cómo comportarse con pureza en un mundo dominado por la maldad. El Viejo arqueó los labios en leve sonrisa como si ya esperase aquella pregunta y respondió con su enorme bondad: “Ser ingenuo significa no percibir la maldad a tu alrededor. Ser tonto es percibir la maldad y vivir de acuerdo con sus reglas. Ser puro es tener la sabiduría para ver la maldad, mas no permitirse contagiarse por ella”. La joven cuestionó cómo eso era posible. El monje explicó: “Con firmeza y delicadeza. Por ejemplo, si alguien está siendo deshonesto contigo es ingenuidad permitir la situación; será tontería devolver con la misma moneda. La pureza consiste en la firmeza de decir no, de imponer límite al mal. Enseguida, usa la delicadeza para mostrar que hay otro modo de acción posible. Siempre habrá aguas claras más allá de las fuentes turbias”.
“Las aguas contaminadas solo contaminan las fuentes puras si lo permites. De lo contrario es imposible que eso suceda”. La alumna le pidió que se explicara mejor. El monje era siempre solícito y generoso: “Por ejemplo, solo una persona puede impedirme ser libre: Yo mismo; absolutamente nadie más. Entonces, ¿por qué no lo logro? Es simple. Con la mente y el corazón contaminados por conceptos atávicos, considero que la presencia de determinada persona a mi lado es fundamental para mi felicidad. Al aprisionar alguien a mi deseo y a través de mis reglas de dominación me torno rehén de la vigilancia que yo mismo creé”. Esperó alguna reacción y como no hubo, continuó: “¿Otro ejemplo? Solamente una persona puede impedirme la dignidad: Yo mismo. Basta que yo no trate al otro de la manera como me gustaría ser tratado. Así de simple; mas no por eso fácil”.
“Así también será con la paz, la felicidad y el amor. Esa es la parte que cabe a cada cual y a mí mismo en la vida y en el arte”.
“Sin percibir contraemos la ceguera del alma al beber agua de la fuente turbia de la vida. No vale la pena abominar y maldecir el agua sucia; es necesario hacerla potable, o moriremos todos de sed”. Volvió a hacer una pausa para concluir: “Encontraremos fuentes claras y turbias en diversos lugares. Sin embargo, no olviden que, en verdad, cada uno bebe del agua de la vida en la fuente del propio ser”.
La alumna le agradeció. El auditorio irrumpió en aplausos. Sí, el Sexto Portal estaba por entero en la conferencia dada por el Viejo sobre contaminación espiritual. Yo quería desesperadamente hablar con él, pero como era muy apreciado varias personas nos acompañaron hasta la estación. Solo estuvimos a solas dentro del vagón. El buen monje estaba cansado y cerró los ojos tan pronto se acomodé en la silla. Abrió traviesamente un ojo, como si supiera las preguntas que le haría, apuntó hacia el vidrio sucio y quiso saber si podía ver lo que existía del otro lado de la ventana. Como un chiquillo que se divierte con la propia travesura, cerró los ojos y fingió que dormía.
Geltilmente traducido por Maria del Pilar Linares.