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Caminos

Ouro Preto es una ciudad preciosa. Estuve allí para un evento literario que reunía a editores independientes. Íbamos a discutir la posibilidad de tomar medidas colectivas para sobrevivir en un mercado dominado por los grandes conglomerados editoriales extranjeros. No era una reunión para lamentarse, sólo los tontos se sientan al borde de la carretera para llorar de tristeza y quejarse de lo cruel que es el mundo. El mundo es un reflejo del comportamiento de las personas en la lucha por la supervivencia y la búsqueda de la felicidad. Todo el mundo necesita sobrevivir y, sí, cada persona, a su manera, quiere sentirse feliz. La variación que existe es precisamente la comprensión del significado de la felicidad, más allá de la percepción y la sensibilidad que uno ya tiene para entender cuáles son los buenos límites en el ejercicio de la supervivencia. Este es el punto de mutación. Comprenderlo no siempre es tarea fácil.

Quedarse atascado en la tediosa cantilena de que el mundo es malo no ayuda. Al contrario, entorpece. Y mucho. Vivir el carácter de la eterna víctima de las circunstancias sirve para transferir responsabilidades y, con ello, desperdiciar las lecciones, porque estaré esquivando enfrentar las dificultades que, bien aprovechadas, me conducirán a las transformaciones irreversibles, fundamentales para la extinción del sufrimiento. Cuando me niego a mí mismo, la consecuencia es el estancamiento de los ciclos evolutivos. La cuestión me parece simple, siempre estaré en el punto exacto donde viviré las situaciones adecuadas para mi perfeccionamiento. Lo mismo ocurre con las personas que conviven conmigo en cada tramo de este increíble viaje, sean aliados o antagonistas. Sí, incluso aquellos que nos estorban, en un análisis más refinado, son valiosos para mi evolución porque me obligan a buscar un nuevo nivel de comprensión y equilibrio. No se puede afilar la espada sin la aspereza de la piedra. Cuanto más complejo sea el problema, más intensa será la luz de la que dispondré tras comprender el significado de esa situación. Tendré que elaborar las circunstancias y superar las dificultades despertando en mí atributos que hasta entonces no sabía que existían. Por lo tanto, sin excepción, todos tienen a su disposición los elementos necesarios para poder dar el siguiente paso en el Camino, aunque sea en oposición a sus deseos primarios. Independientemente de cualquier circunstancia, a nadie se le niega la posibilidad de expandir su conciencia, desarrollar virtudes y mejorar sus elecciones. Esta es la idea sagrada de la igualdad.

Hay injusticias en el mundo, y sin duda hay que repararlas. Sin embargo, todas son meramente económicas y físicas. Creer que unos tienen más que otros es la visión estrecha de un observador restringido al prisma materialista. Desde el punto de vista de la evolución espiritual, a cada persona se le ha dado el instrumento exacto y el entrenamiento necesario para utilizar en este momento de su curso evolutivo. Ni más ni menos. A menudo, menos es más. Condiciones más confortables pueden significar el compromiso para un trabajo de mayor amplitud, a veces desperdiciado debido a la comodidad proporcionada y a los constantes aplazamientos establecidos por razonamientos falaces. La oportunidad se desperdicia. Por otro lado, mayores dificultades de supervivencia pueden proporcionar enormes posibilidades de superación, de mayor profundidad, llevando al ser a otra esfera de comprensión y virtudes. Sin embargo, los dos ejemplos anteriores pueden invertirse según la forma en que se vivan. La bendición o la maldición no se establecen por las condiciones ofrecidas, sino por las elecciones y la forma de conducir la propia existencia.

«Todos somos iguales, hijo mío. Y esas son las razones», concluyó Tomaz, un señorito descendiente de esclavos, cuya familia llevaba en Ouro Preto desde principios del siglo XVII. Era un artesano muy peculiar, pues sólo tallaba alas en su taller. Eran todas preciosas, de madera, de múltiples tamaños y formas. Las obras se vendían en el garaje de su casa, que, aunque era muy modesta, tenía un aura encantadora. Todo estaba muy limpio, adornado con flores que él cultivaba y perfumado con hierbas recogidas del bosque. Paseaba por las laderas del pueblo cuando divisé las obras de Tomaz. Entré y empezamos a hablar. Quería saber por qué estaba en Ouro Preto. Le hablé del simposio y comenté las dificultades de las editoriales independientes frente al poder económico de los grandes conglomerados. Entonces, con su típica forma de hablar, sin ninguna ostentación de la enorme sabiduría que se esconde tras sus sencillas palabras, aclaró: «Si te crees abandonado por la suerte, serás derrotado. Entendiéndote como un guerrero, te convertirás en inmortal». Hizo una pausa y explicó: «Las palabras tienen mucho poder, tanto positivo como negativo. Cuando hablo de guerrero y de lucha, no me refiero a usar el acero de la espada, el que corta y desangra a la gente. La injusticia, la mentira, el abandono y el abuso son armas crueles. Debemos evitarlas, de lo contrario no se ganará ninguna batalla. Me refiero a la buena batalla, aquella en la que utilizamos el amor para superar las dificultades del día a día. Hay muchas. Buena si conseguimos entender cada significado que se nos ofrece; mala si nos abandonamos en medio del camino.

Le pedí que me lo explicara mejor. Tom me explicó: «Insistiendo en derrotar al mundo, no conocerás la verdadera victoria. Enfrentándote a ti mismo, obtendrás el poder infinito de la vida. El monje es la evolución del guerrero. Éste es el enigma de la batalla».

Argumenté que la teoría me parecía perfecta, pero que su aplicabilidad a situaciones cotidianas comunes no siempre estaba clara. Me preguntó si me gustaría escuchar una leyenda contada por sus antepasados. Le dije que me encantaría.  Tomás empezó: «Hace muchos años, cuando esta ciudad se llamaba Vila Rica, se extrajo mucho oro de sus profundidades, enriqueciendo a hombres y mujeres. Donde hay dinero, se comercian muchas cosas. En aquella época, el turbio mercado de esclavos era una práctica habitual. También era un conocido entrepôt de las piedras preciosas que llegaban de Diamantina. El oro y los diamantes se dirigían al puerto de Paraty, desde donde se llevaban a Portugal. Esta ruta recibió el nombre de Estrada Real (Camino Real) y hoy es una ruta turística tradicional, en la que se puede conocer gran parte de la historia y las raíces culturales que conforman lo que somos, pero de las que no siempre nos damos cuenta. En aquella época, la Corona cobraba impuestos muy elevados por la circulación de mercancías, lo que generaba mucho descontento. Al ser una ruta por la que se transportaban inmensas riquezas, la carretera se convirtió en objetivo de las bandas. Los robos eran frecuentes. Para escapar tanto de los peligros como de las pérdidas, se crearon rutas alternativas para transportar las mercancías y evitar tanto los impuestos como a los bandidos. Estas rutas se conocían como descaminos».

Interrumpí la narración para añadir que tal vez ésta fuera la razón de que, aún hoy, éste sea el término jurídico utilizado por la ley para caracterizar un delito similar al contrabando. El joven sonrió de acuerdo y continuó: «Hay un tiempo para recorrer las carreteras del mundo, pavimentadas desde siempre, por la seguridad y la comodidad que ofrecen. En ellos sabemos lo que vamos a encontrar. Sin embargo, a veces resultan inadecuados para nuestros propósitos, cierran, nos cobran peajes elevados o no ofrecen lo que buscamos. Esto es algo habitual. Se trata del momento de desvelar los caminos, de crearse rutas alternativas y de permitir lo imponderable. Es bueno que ocurra, al fin y al cabo, cada uno tiene que crear su propio camino. Por regla general, un desvío».

Me miró con seriedad y me advirtió: «Mira, hijo, no me refiero a tomar los oscuros caminos del crimen ni a la práctica desleal de hacer daño a nadie. Me refiero a la búsqueda de una trayectoria singular, propia del espíritu que cada uno es en verdad, al margen de críticas o aplausos. Hablo de guiarse por la coherencia de la verdad alcanzada, por el amor despertado, por la intensidad de la luz conquistada y por la ligereza que este camino proporciona. Las alas no llegan como regalos, florecen en nuestro interior por atrevernos a ser quienes podemos llegar a ser. Este es el enigma de la libertad.

«Recorrer el camino de otros es desorientación; las rutas asfaltadas no llegan a destinos insólitos ni cuentan una historia original. Son círculos continuos de giros repetitivos donde sólo se ve más de lo mismo y sirven para quienes necesitan tener dónde pasar sus días. A los que quieren ganarse los días, les espera un camino. Nadie conoce su propio rumbo sin aventurarse por los caminos inimaginables de la vida. Así aprendemos los secretos de la navegación para comprender la importancia de las alas y guiar los próximos vuelos».

Era inevitable apartar la mirada ante tantas alas expuestas en aquel garaje. Tomaz hizo una pausa, se rió y comentó suavemente: «Volvamos a la vieja historia. El joven no está aquí para escuchar mis cavilaciones sobre los asuntos de la vida». Antes de que pudiera decir que me estaba divirtiendo conociendo su peculiar forma de verlo todo, continuó: «En los tiempos en que esta ciudad se llamaba Vila Rica, un rico comerciante de diamantes tenía que asegurarse de que sus piedras llegaran a Europa sin que algunas de ellas fueran confiscadas como impuestos. En compañía de un joven esclavo de confianza, se dirigieron por la Estrada Real hacia Paraty. En cierto tramo del trayecto, cuando ya estaban muy cerca, se enteraron de que delante de ellos había una estricta vigilancia de soldados de la Corona. Decidieron, entonces, tomar un desvío inusual hacia Río de Janeiro, donde el comerciante creía que no tendría dificultades para hacer el embarque. Y así lo hicieron. Casi llegando al nuevo puerto de embarque, fueron atacados por una banda de ladrones. El mercader fue golpeado y gravemente herido. Se llevaron todas sus pertenencias, excepto una imagen de San Antonio esculpida en madera, que los bandidos no quisieron tocar, temerosos del castigo que el santo podría infligirles por sacrilegio. El esclavo, que se libró de la paliza por considerarlo insignificante para los intereses de los criminales, llevó a hombros al mercader hasta un hospital de Río de Janeiro. En la cama, todavía bajo cuidados médicos, con la imagen de San Antonio a su lado, el comerciante liberó al esclavo en agradecimiento por los servicios prestados. Pocos días después, falleció».

«El esclavo recién liberado, ahora un hombre libre, buscó al hijo del mercader, un rico comerciante establecido en Paraty, para darle la única herencia que le quedaba, la estatua de San Antonio. El hijo del mercader mostró desprecio por la sencilla obra de arte tallada en madera y la consideró un mal presagio, ya que era incapaz de proteger a su padre de la tragedia que le había ocurrido. Dijo que no la quería y que el esclavo liberado debía quedarse con la estatua. De vuelta a Vila Rica, no tenía dinero, ni pertenencias, ni dónde vivir. Se llevó consigo su única posesión, el San Antonio de madera tallada. Aquella noche, acostado a la puerta de una de las muchas iglesias de la ciudad, rezó al santo para pedirle luz y protección. Como el sueño no llegaba, se distrajo observando los detalles de la imagen que sostenía en sus manos, cuando descubrió bajo su base un pequeño compartimento, cerrado con tal precisión que sólo era perceptible para ojos muy atentos. Con habilidad, consiguió abrirlo. En el interior de la estatua hueca de madera se ocultaba un puñado de diamantes». Hizo una pausa para preguntarme: «¿Comprende el origen de la expresión santo de madera hueca utilizada para referirse a una persona cuyo contenido es diferente de la imagen que representa? Sonreí y negué con la cabeza.

Tomaz continuó: «En los meses siguientes, vendió cada uno de los diamantes. Con el dinero recaudado, adquirió el mayor número posible de esclavos, y todos fueron liberados después. Se fue a vivir solo a una humilde choza en el monte, donde tallaba obras de madera que llevaba a vender a las ferias de Vila Rica. De los diamantes no quedó nada para él. Según la mayoría de la población, no era más que un pobre desgraciado que desperdició una gran oportunidad; sin embargo, para unos pocos, se convirtió en el hombre más próspero de Vila Rica. Al enterarse de lo sucedido, el furioso hijo del mercader ordenó que se aplicara una paliza ejemplar al antiguo esclavo, pues entendía que debía haberle entregado las piedras preciosas. Como consecuencia del castigo, la fractura de una de sus piernas quedó mal fijada y el buen hombre cojeó hasta su último día. Sin embargo, la leyenda cuenta que su alegría no se vio afectada por la maldad de los demás. Dicen que, al ser interrogado sobre el destino de los diamantes, respondió: Hice la mejor inversión posible. Sobre las secuelas que le quedaron, sonriendo, decía: el cuerpo cojea, pero el alma vuela». 

Me encantó esta bella historia. Tomaz me preguntó si aceptaría un café hecho con una pinza de la ropa, según la tradición local. Se levantó rápidamente, pero tuvo que usar una muleta bajo la axila derecha. Al volver, me entregó una taza esmaltada con un café delicioso y aromático. Pedí un par de alas, aclarando que eran recurrentes en mis sueños. Le expliqué todos los detalles. Me dijo que las recogiera al día siguiente.

Al marcharme, volví al acto en el que se debatían soluciones para las editoriales independientes. Los discursos, casi todos, pedían la intervención del gobierno o, peor aún, auguraban un inevitable escenario derrotista. Algunos se revolvían, otros se sentían desanimados. Pedí la palabra. Inspirado por las palabras de Tomaz, expliqué que no éramos víctimas de nada ni de nadie. No había nada raro en que los conglomerados editoriales tuvieran mayor poder de difusión y penetración en las librerías. Esto no significaba el fin, al contrario, era una invitación a las innovaciones. Los mercados son así y, salvo excepciones, demasiadas protecciones generan acomodamiento e insuficiencia empresarial. Éramos editores que disponíamos de libros de excelente calidad, que cada uno había seleccionado en función de los intereses y perfiles de sus editoriales. Si realmente creíamos que estábamos haciendo un buen trabajo, habría un público interesado en él. A nosotros nos tocaba crear y seguir las vías para que la mercancía llegara a puerto. Dado que las librerías, por razones comprensibles, ofrecían sus estantes a los bestsellers que en su mayoría formaban parte de los catálogos de los conglomerados, podíamos prepararnos mejor para hacer ventas en línea, directamente al lector, sin intermediación y, lo que es más importante, sin dependencia. Esto tendría también la ventaja de acercarnos y conocer mejor a nuestro público, lo que permitiría los ajustes oportunos y la consiguiente mejora de esta importante relación. En cuanto a la divulgación, sugerí un sitio cooperativo, en el que el contenido sería proporcionado por nuestros lanzamientos y respectivos catálogos, animando al lector a visitarnos en los momentos en que desee algo diferente de lo que habitualmente se encuentra en las carreteras asfaltadas. También podríamos celebrar una feria literaria anual, exclusiva para editoriales independientes, en el mismo recinto. Hablé del compromiso de descubrir nichos nuevos e impensables, entre otras cosas. En resumen, concluí diciendo que la salida era el camino.

No logré conmover a los editores. Como de costumbre, las víctimas profesionales se apresuraron a presentar una lista de dificultades, siempre insolubles, para no poner en práctica mi propuesta. Por costumbre, los revoltosos de turno pedían a gritos propuestas radicales que escapaban por completo a nuestra capacidad de resolución. Anhelaban políticas gubernamentales que restringieran las actividades de los conglomerados. Víctimas y rebeldes, cada uno con sus argumentos, insistían en permanecer estancados y dependientes negándose a encontrar sus propias salidas. La reunión terminó sin que se adoptara ninguna solución colectiva.

Resignado, salí a pasear por las calles de la ciudad para desconectar. Al final de la tarde, por casualidad, entré en la iglesia de Santa Efigênia. Me enteré de que fue construida por esclavos para que tuvieran un lugar donde asistir a misa. Me guió un simpático sacerdote que me explicó los muchos detalles interesantes que contenía en su interior y que estaban ocultos a los ojos apresurados. Entre ellos, uno me llamó la atención. Había un papa negro en la pintura del revestimiento del presbiterio. El clérigo me dijo que era un sencillo homenaje a un esclavo liberado que utilizó los diamantes que había heredado para liberar a muchos de sus compatriotas. Al acercarme al cuadro, me sobresalté. Era increíble lo parecido que era el rostro del Papa negro al de Tomaz, el escultor con alas.

A la mañana siguiente, temprano, fui a casa de Tomaz a buscar la escultura que le había encargado. No encontré ni la casa ni la calle. Pregunté por los alrededores y nadie lo conocía. Di muchas vueltas sin éxito. El hecho de que fuera una ciudad construida sin planificación arquitectónica, la infinidad de callejuelas y callejones debieron confundirme, y por eso no volví a encontrar al escultor. Así las cosas, me resigné. Volví al hotel, pagué la cuenta y regresé a Río de Janeiro.

Una semana más tarde, recibo la visita de Jonas, un editor que también estaba en aquel simposio. Quizá era el profesional que llevaba más tiempo trabajando en el mercado literario. Me entregó un paquete y me dijo que era un regalo comprado en Ouro Preto. Me explicó que tenía intención de dármelo allí, pero que no lo hizo porque nos habíamos echado de menos al partir. Dijo que le habían gustado mis palabras de la última tarde del encuentro: «Les ofreciste una docena de palabras. Palabras sencillas, nada más que eso. Sin embargo, dibujaban la imagen aterradora de la libertad. Fueron rechazadas. Ahora bien, ¿quién negaría algo tan valioso?, me preguntarían. Yo diría, sin temor a equivocarme, que a todo el mundo le encanta la idea, pero que la gran mayoría sigue estremeciéndose ante la posibilidad de ser libre.

«La razón es sencilla. No hay libertad sin la responsabilidad de asumir las consecuencias de todas tus decisiones; de ganar unas veces, de perder otras. La independencia y la autonomía conllevan errores inevitables, sin que podamos repartir la culpa de sus efectos. No habrá libertad sin el valor de ser coherente con las propias verdades. No es fácil. El enigma de las elecciones desvela el misterio de la libertad».

«Para ser libre es necesario utilizar el error como elemento de transformación; para ello es indispensable aceptarlo. No siempre es un momento cómodo. Crecer cuesta trabajo y requiere mucha perseverancia. La libertad exige que encuentres fuerza en ti mismo para superar las dificultades, que aprendas a utilizar tu propia luz para encontrar nuevas rutas, incluso cuando todo el mundo te asegura que te perderás en la oscuridad. Hace que tus movimientos sean ligeros, pues no puedes volar con demasiado peso. Necesita una incansable capacidad de adaptación a los reveses inevitables y una confianza absoluta en el mañana. Por tanto, habrá pérdidas, pero no habrá derrota». Hizo una pausa para concluir: «Estas dificultades hacen que muchos prefieran la comodidad y la estabilidad propias de las prisiones, donde encuentran grandes dosis de previsibilidad y ningún riesgo». Luego concluyó: «Créame, amigo mío, pocos están dispuestos o preparados para la libertad».

Abrí el regalo. Eran un par de alas talladas en madera.

Quería saber quién las había hecho. Por la descripción de Jonás no dudé de que había sido Tomaz. Después de aquel suceso, volví a Ouro Preto en dos ocasiones. Aunque siempre lo busqué, nunca más pude localizar la calle, la casa o al escultor.

Las alas están en la pared del pequeño despacho que tengo en casa. Las considero sagradas, pues siempre que se cierran los caminos de la existencia, me inspiran los caminos de la vida.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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