Caminaba por las calles medievales de la pequeña ciudad localizada en la falda de la montaña que acoge al monasterio. Era acosado por los vientos fríos de otoño que me obligaban a protegerme entre las paredes y los muros de las antiguas construcciones. Me alegré al ver la clásica y bien conservada bicicleta de Lorenzo apoyada en el poste en frente a su taller. Encontré al buen zapatero elegantemente vestido, como de costumbre, trabajando en una cartera cara de una bellísima mujer, la cual esperaba el arreglo. Fuimos presentados y el hábil artesano me explicó que la joven había sido amiga de su hija en el colegio, por lo tanto, la conocía desde que era niña. Contento al verme, me pidió que lo esperara un poco pues quería que tomáramos un café mientras me contaba sobre un nuevo libro de filosofía. Trabajar sobre el cuero era el oficio de Lorenzo; prosear sobre filosofía era su arte. Ni me había acomodado en una esquina cuando la bella mujer comenzó a hablar de los viajes que había realizado por exóticos lugares. Paseos en globo sobre volcanes, saltos en paracaídas, peligrosas corrientes en frágil kayac, entre otras hazañas. Finalizó afirmando su enorme gusto por aventura. El sabio artesano, inmerso en el trabajo, no pronunció palabra. En seguida, como si tuviera dificultad con la quietud y el silencio, la joven dijo que no veía la hora de iniciar la escalada al Everest que estaba programada para el próximo verano y comenzó a explayarse en los preparativos y riesgos de la nueva aventura hasta que, en determinado momento de la narración, dijo que ese gusto por la aventura lo había adquirido del ex marido. En ese momento el zapatero, sin levantar la cabeza, me miró por encima de las gafas que le corregían la vista cansada, permaneció callado y volvió al trabajo. Como en una ópera previsible en seguida ella contó cómo había sido feliz en aquellos años, pero quiso subrayar, sin parecer muy sincera, que no le gustaría encontrárselo en alguno de esos viajes. De inmediato dejó traslucir cierta tristeza por el término del matrimonio que, evidentemente, ocurrió contra su voluntad. Lorenzo levantó la cabeza, miró a la bella joven a los ojos y le dijo con bondad: “Lo más interesante de las personas no es lo que ellas muestran y sí lo que esconden”.
“¿Ya reparaste que todo ese interés tuyo por viajes puede estar posponiendo la gran aventura de tu vida?”, le preguntó a la muchacha que inicialmente pareció curiosa por saber a qué se refería el zapatero. Él explicó: “Lo que tienes que cuestionar es si viajas en busca de diversión o por fuga, en la ilusión de retornar a un momento de tu vida que no existe más. Piénsalo bien”, pidió el sabio zapatero.
Levemente irritada y con un tono de voz alto dijo que consideraba que la historia de su matrimonio aún estaba lejos de acabar, pues la familia de su anterior marido la adoraba y todos afirmaban que él jamás encontraría una esposa mejor. El viejo artesano, manteniendo la voz baja y dulce, dijo: “¿Percibes que todos esos paseos peligrosos tan sólo ocultan el más fantástico de todos los viajes que algún día osaste realizar?”. La muchacha quiso saber de qué viaje hablaba. “El de la liberación”, concluyó el zapatero.
La bella mujer replicó diciendo que él estaba equivocado pues era una persona absolutamente libre. Iba y venía a cualquier lugar del planeta, a la hora que quisiese. “Vagar suelto por las calles no significa libertad. Los perdidos y desorientados también lo hacen”, él intentó diferenciar. La joven argumentó que era dueña de sí y de sus elecciones, por lo tanto una persona libre. El artesano quiso aclarar: “La cuestión es saber cuál es la real amplitud de tus elecciones. Entender de qué manera pueden estar amarradas a deseos inconfesables, a pesadillas disfrazadas de sueños que insisten en maltratarte y, como consecuencia, a la dificultad en librarte de ellos. Las frustraciones escondidas en el inconsciente, listas para engañarnos, son difíciles de identificar y se convierten en el punto inicial de un sufrimiento que puede atravesar tiempos inmemoriales. Patrones de pensamientos endurecidos y automatizados, comportamientos obsesivos o ideas y conceptos que nos rehusamos a transformar, terminan aprisionando y limitando las decisiones como si absurdamente la vida no permitiera una nueva visión”. Hizo una pequeña pausa y ante las facciones de la joven, una mezcla entre sorpresa y rabia, prosiguió sereno: “La consecuencia más común es insistir en mantener el pasado amarrado al presente, sin entender que después de madurar la fruta es aprovechada o se pudre; después se convierte en abono o semilla. Debemos permitir el cierre del ciclo que terminó para que el nuevo se inicie”.
La joven refutó con la convicción de que ella y el ex marido nacieron para formar una familia. Reiteró que todos los que los conocían íntimamente corroboraban esa certeza. Lorenzo, con la tranquilidad que le era peculiar, intentó ofrecerle otra óptica: “Las almas son afines, o sea, se mantienen juntas mientras exista afinidad energética o de propósito, durante el tiempo en que estén en el mismo nivel evolutivo. Esto puede durar un día o muchos siglos. Todos somos espíritus libres y, por principio, debemos partir o dejar ir cuando el ciclo se cierre”. Recostó las herramientas sobre la mesa de trabajo, se acomodó en la silla y prosiguió: “Por experiencia propia, sé cómo es difícil aceptar que las fases de la vida cambian cuando, muchas veces, queremos que ellas sean eternas. El Universo exige movimiento y con ello, transformación”.
La joven le dijo que no veía sentido en renunciar al pasado si éste le parecía mejor que el presente. Con ojos que revelaban compasión, Lorenzo intentó explicar: “La vida no está preocupada con tus deseos y sí con tu necesidad de evolución. A cada ciclo una lección. Celebra, pues llega la hora de abrir las alas para iniciar un vuelo, más allá de las fronteras de lo conocido y de lo ya vivido”.
Impaciente y contrariada, la bella mujer se esforzaba para no perder el control, entonces le preguntó al artesano si su consejo era que abandonara su sueño, a lo que él respondió: “De ninguna manera, los sueños son sagrados y son parte primordial de los encantos de la vida; sin embargo, es preciso entender que los sueños están estrictamente ligados a nuestros dones, a los talentos que debemos ejercer para que lo mejor de nosotros florezca. Son las metamorfosis de la evolución; las transmutaciones que operamos en el corazón y que se reflejan en una nueva forma de pensar y actuar. Así vivimos el sueño; todo el resto es apenas deseo”.
La joven reclamó diciendo que él parecía estar loco al afirmar que todo deseo era malo. “Yo no dije eso”, protestó Lorenzo. “Apenas intento decirte que los deseos, cuando son mal interpretados o asimilados desde fuentes oscuras, alimentan nuestras sombras, las cuales comúnmente se transforman en un cruel carcelero al no permitirnos entender que estamos presos y engañados con una falsa libertad”. La mujer le pidió que fuera más específico y le preguntó a qué se refería con las tales sombras. “Las sombras se manifiestan a través de los sentimientos de baja vibración como los celos, la envidia, el dolor, entre otros, y también mediante algunos comportamientos como, por ejemplo, la fuga de la realidad”. El zapatero enumeró tan sólo algunas características del largo espectro de las sombras, comunes en todos nosotros. En seguida abordó el aspecto tenue de otro tipo de sombra y tocó en la delicada esfera personal de la joven: “Tener como piedra fundamental de la vida la vana esperanza de que el otro, algún día, piense y actúe de acuerdo a nuestra voluntad, es abandonarse en la mazmorra de la ilusión y del dolor”. Hizo una pequeña pausa, miró a la bella joven a los ojos e intentó concluir: “A menudo creamos un ideal de vida sin percibir cuánto esto nos maltrata, pues construimos absurdamente un eslabón de dependencia entre nuestras elecciones y las elecciones ajenas, imaginando que allí reside la felicidad. Éste es el eslabón que aprisiona. Como no hay, ni puede haber, imposición sobre la libre voluntad del otro, el error de concepto nos empuja hacia el abismo del sufrimiento”.
La joven, ahora bastante irritada, dijo que aquel taller no era un diván, que Lorenzo no era terapeuta y que tampoco sabía de lo que hablaba y que, con seguridad, era mejor que él parase de leer libros que no era capaz de entender. “Sí. Soy apenas un viejo zapatero, amante de los libros, que piensa en la vida y que, probablemente, habla de vez en cuando cosas que no debe. Te pido disculpas por haberme entrometido donde no debía”. En ese instante había finalizado el arreglo de la cartera y se la entregó a la joven. Ella preguntó cuánto le debía. Él respondió de manera elegante y sincera: “No me debes nada. Considero que ya te causé demasiados inconvenientes por hoy. Te pido disculpas por haberme comportado como un padre aconsejando a una hija. Sé que no fui invitado a desempeñar ese papel. Este tal vez fue mi error, sólo apenas este”. La muchacha se despidió haciendo mala cara y salió, no sin tiempo de escuchar al buen artesano desearle: “Que la paz sea contigo”. Ella paró, miró al zapatero a los ojos, dio media vuelta y partió.
Lorenzo sirvió una jarra de café fresco sin decir palabra. Con la taza humeante en las manos intenté conversar mientras él se acomodaba frente a mí. Le dije que estaba de acuerdo sobre la necesidad de romper con viejos patrones, ideas que no tiene más lugar en los estantes del corazón ni en los cajones de la mente, de actitudes que no llevan a ningún lugar pues no acrecentan o transforman; en fin, desamarrar las alas. Él bebió un sorbo de café, me observó durante algún tiempo y dijo: “El viaje de liberación del alma ante los condicionamientos impuestos por el ego y por los conceptos del mundo es la gran aventura de la vida de todos nosotros. Ella nos lleva a las Tierras Altas del Ser”. Hizo una pequeña pausa y finalizó con un murmullo, como si hablara consigo mismo: “Ocurre que muchos aún temen a las alturas”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.