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Por el prisma de la Luz

“Lo que nos hace buenos o malos no es lo que nos sucede y sí como reaccionamos al hecho”, dijo el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo del monasterio, provocando una gran discusión en la universidad de una gran metrópolis, donde fue invitadado a una mesa de debates con filósofos, profesores, científicos y artistas. Uno de los participantes, hombre culto y gentil, discordó totalmente argumentando que las personas son fruto del medio en el que viven. Articulado con las palabras y una óptima retórica, sustentó que las experiencias de la convivencia social condicionan y aprisionan las decisiones, a través de sus hechos y traumas. El Viejo volvió a discordar: “Atribuirle al mundo la responsabilidad de nuestros errores es vestir el disfraz de la pobre víctima. Esto no ayuda a nadie, en nada. Es fundamental deshacerse del personaje para entender que es posible actuar diferente. Seguir sin la culpa que limita pero con la responsabilidad de que de ahora en adelante hará lo mejor, pues estará comprometido con la Luz”.

El debate se puso acalorado y todos manifestaron sus opiniones. La mayoría estaba de acuerdo con el profesor y algunos pocos con el monje, quien mantuvo la postura serena, aún ante una historiadora que atacó duramente su punto de vista. Ella le pidió que definiera lo que era “compromiso con la Luz”. La mirada del Viejo me encontró sentado entre la audiencia y pude percibir que él encontraba todo aquello interesante. Tomó un sorbo de agua y respondió: “Compromiso con la Luz es un código de dignidad que cada uno de nosotros tiene que escribir en el alma para nortear la conducta, con leyes propias basadas en lo mejor que existe en sí mismo. Principios del más puro amor y de la más clara sabiduría deben iluminar los lineamientos y las acciones. Sin embargo, como pasamos por infinitas transformaciones, este código de conducta no es definitivo pues sufrirá cambios a medida que aquella alma evolucione. Lentamente, sus conceptos se modificarán por otros más iluminados. El instrumento que permitirá tal evolución serán las decisiones que lo perfeccionarán mediante las dificultades inherentes a la vida, las cuales traen valiosas lecciones indispensables para la evolución. Por tanto, se hace necesario estar en constante movimiento, en la eterna búsqueda por la Luz. Este es el compromiso, éste es el Camino”. Hizo una pequeña pausa antes de concluir: “Cada cual es el héroe de su propia película y todo héroe, por principio acaba, tarde o temprano, buscando el lado soleado del sendero”.

Los ánimos se exaltaron aún más y no se llegó a ningún consenso. Más tarde, en aquel mismo día, le comenté al Viejo que me espantaba verlo tan tranquilo ante los ataques y tanta discordia: “Intentar convencer a los otros es inútil; durante una discusión es necedad. Debemos oír con respeto y expresar nuestras verdades con serenidad y claridad. En el silencio del alma la buena semilla un día habrá de germinar. Aquí o allí. Las ideas necesitan del abono de la quietud para florecer”.

Le dije que estaba de acuerdo con la mayoría de los ponentes. Creía que el ambiente social era determinante para la formación de las personas, pues atenuaba y justificaba sus debilidades. El Viejo se acarició la barba y dijo: “Claro que todo lo que nos pasa nos influencia pues es fuente de aprendizaje y, a menudo, nos demoramos para entender. Lo que no quiere decir que si te pasa algo malo, esto va a justificar una mala actitud. Son esas decisiones las que nos definen”. Volví a discrepar y lo acusé de ser muy ingenuo ante la vida. Él tan sólo me observó y no pronunció palabra.

Al día siguiente, cuando regresaríamos al monasterio, el Viejo me entregó un pequeño paquete y me pidió el favor de dejárselo a una amiga que vivía en el suburbio de aquella gran ciudad. Él tenía que cuidar de otros compromisos y nos encontraríamos en la noche para viajar. En posesión de la encomienda y de la dirección tomé el metro y me bajé en la última estación. Después, por una red de callejuelas y callejones, seguí mediante informaciones que conseguía con uno y otro. A medida que avanzaba, las casas eran cada vez más humildes y tuve la sensación de que jamás saldría de aquella telaraña. Comencé a sentir miedo. En determinado momento, sin saber en qué dirección seguir, oí a lo lejos una bella voz cantando una canción tan bonita que hechizaba, la cual revirtió el sentimiento que comenzaba a apoderarse de mi corazón. De inmediato recordé la Odisea de Ulises y del peligro que el protagonista enfrentó ante el canto de las sirenas. Al comienzo lo interpreté como un mal presagio, pero después recordé que el Viejo siempre me enseñó a respetar e interpretar las señales. Mi corazón se llenó de esperanza y ya que estaba perdido me dejé guiar por la melodía hasta llegar a una casa sencilla y muy vieja, pero bien cuidada. En el jardín habían algunos niños jugando alegremente. Me aproximé a la ventana y vi a una mujer -no pude precisar su edad- cantado mientras cosía. Cuando me vio sonrió y dijo: “ Te estaba esperando”. Soltó la aguja y se levantó para abrir la puerta. Fuí recibido con alegría, llenándome de una indescriptible sensación de bienestar. Ella llevaba un vestido sencillo con una bella estampa en colores fuertes. Una rosa roja le sujetaba la negra cabellera. Hizo una reverencia y, sin que yo preguntara, dijo: “Mi nombre es Mercedes. Sí, soy una gitana”. Me llevó a la cocina y sacó un pastel recién horneado. Llamó a los chicos, eran seis, quienes se lo comieron en alegre algarabía y rápidamente volvieron a jugar en el jardín. Le pregunté si eran sus hijos, pues se me hicieron muy diferentes entre sí. “Sí, son todos mis hijos. Todos los niños que pasan por la puerta de esta casa y desean quedarse se vuelven mis hijos”, me explicó. “El primero surgió no sé de dónde; simplemente apareció. No debía tener más de cuatro años. Dijo que vivía en la calle desde siempre, no tenía familia y estaba con hambre. Lo invité a quedarse, lo puse en la escuela, cuidé de él. Nadie vino a reclamar. Después él trajo a otro niño que encontró abandonado en la calle, en condiciones parecidas. También se quedó. De igual modo llegaron los demás. Son todos hijos; son todos hermanos. El corazón tiene el poder de ensanchar las propias fronteras hasta el infinito, en exacta medida del amor que tenemos”, sus ojos tenían un brillo que yo nunca había visto.

No resistí la curiosidad e indagué si era casada o si poseía una familia. “Perdí a mis padres en la infancia, crecí en las esquinas, unas veces aquí otras allá. Sufrí el preconcepto de la pobreza y de mi etnia, pero pronto resolví hacer de esto mi fuerza. Me volví una joven llamativa, no tanto por la belleza física sino por la alegría que siempre ha hecho parte de mi. Pienso que esta es la causa del brillo y de la atención que siempre llamé. Me casé joven, pero pronto mi marido me cambió por otra mujer que podía proporcionarle una vida más cómoda. La casa era de él. Agarré todo lo que tenía, que mal llenaba una bolsa, le desee buena suerte y seguí adelante”, comentó con la tranquilidad de quien tiene la vida bien ecuacionada dentro de sí. Quise saber si todo eso le había causado indignación. “No hay espacio para el dolor, apenas para el entendimiento de que cada cual actúa según la amplitud de su alma. Sentirse víctima es interpretar el papel del débil. Lamentaciones nos hacen desagradables y en nada ayudan. Percibí que los golpes tienen el poder de fortalecerme, como la mano de un estibador que se vuelve callosa y mejor habituada al trabajo después de soportar tanto peso”.

Le pregunté cómo conseguía alimentar, vestir y educar a aquellas criaturas, que se veían bien cuidadas y felices. “Vivo de mi oficio de costurera. A veces, ejerzo el arte de mi pueblo de leer las cartas y hablar del destino; de la parte que no cabe al albedrío; de los permisos y compromisos que asumimos antes de esta existencia. Aunque no cobre la consulta, si las personas quedan satisfechas hacen alguna donación que acepto con agrado y que me ayuda con los gastos. Nunca nos faltó nada”. Ella me sirvió una taza de té con un generoso pedazo de pastel, después dijo: “Aprendí que lo importante es dar siempre lo mejor, colocar la mayor dosis de amor posible en todo lo que hacemos. Después hay que dejar que la magia de la vida cuide de lo que es necesario”. La gitana me miró a los ojos y dijo en tono bajo, como si revelara un secreto: “Y cantar. Cantar siempre. La música espanta los malos espíritus” y sonrió.

Después Mercedes abrió el pequeño paquete enviado por el Viejo. Dentro además de un bello adorno para el cabello en forma de flor, el cual le encantó, tenía otro paquete menor destinado a mí. Sorprendido, lo abrí y encontré un par de gafas sin lentes. Por separado, varios lentes de muchos colores. Atónito, miré a la gitana sin entender lo que esto significaba. Ella se echó el pelo hacia atrás y se rió de forma alegre y dijo: “Es un antiguo mensaje codificado entre los esotéricos. ¿Lo entiendes?”. Respondí que no y le pedí que fuera más clara. “Quiere decir que podemos escoger los lentes a través de los cuales vemos el mundo. Los del drama o los de la alegría; los de la tragedia o los de las lecciones. Tu visión será determinante para que el acontecimiento defina su reacción. Ojos de drama suelen enterrar los sueños; ojos de aprendiz apalancan la evolución”. Reímos juntos de los trucos del Viejo, que se parece a un mago que encanta con lo imprevisible. Por fin la bella gitana me dijo: “ Hay una frase usada por el Maestro hace milenios que define la manera como atravesaremos el Camino: ‘Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo es Luz’”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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