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Un libro indispensable

Alberto llevaba trabajando conmigo tanto tiempo como la agencia de publicidad. Empezó de niño. Como era muy dedicado a su trabajo y siempre estaba dispuesto a aprender, fue ascendiendo poco a poco en la empresa hasta convertirse en director general. Nos hicimos amigos. Cuando dejé la agencia, Alberto se fue con los demás socios. Habíamos perdido el contacto, como suele ocurrir cuando las rutinas cambian y diferentes circunstancias separan caminos que un día fueron cercanos. Ocurre sin dramas. Los intereses comunes desaparecen; las amistades verdaderas, nunca. Fue un encuentro casual. Me había concedido una tarde libre. Aunque considero que la disciplina es un factor importante en el proceso creativo, a veces la ruptura de la rutina como elemento renovador funciona como una caricia que necesitamos permitirnos. Esa tarde cancelé todas mis obligaciones, fui a una librería encantadora cerca de donde vivía para regalarme un libro nuevo. Tardé mucho en decidirme por una de las muchas posibilidades que ofrecía. Una elección implica que otras varias dejen de existir. Al menos en aquel momento, existía la decisión de ir en una determinada dirección. Por supuesto, las elecciones pueden revisarse en cualquier momento, aunque siempre se cambia algo en el camino y la ruta permanece inalterada. Sin embargo, al final, llevará al mismo destino. Según el contenido de la elección, la reanudación puede ser sencilla, como leer mañana el libro que dejé hoy. Otras, más complejas; el abrazo que no di hoy no siempre estará disponible; al menos en esta existencia. De ahí la complejidad del tiempo como materia prima efímera de una obra eterna. Filosofía y metafísica aparte, elegí uno de los clásicos de Shakespeare, uno de mis autores favoritos. Ya había leído algunos de sus textos; otros los conocí en representaciones teatrales. Varios títulos del maravilloso legado que dejó el dramaturgo inglés, experto en las entrañas del alma, estaban en la eterna lista de tareas eternamente aplazadas. Al fondo de la librería había un acogedor café. Libros, café y paz, tenía un trozo de Paraíso y sonreí para mis adentros mientras me acomodaba en la mesa. Fue entonces cuando volví a encontrarme con Alberto después de algunos años.

Sus ojos mostraban signos de alguien que había estado llorando durante muchos días y llevaban la súplica de los que ya no pueden ver las estrellas cuando miran al cielo. Alberto explicó el motivo de su sufrimiento sin necesidad de preguntas. Aquejado de una enfermedad abrumadora, en el corto espacio de dos meses, su matrimonio había pasado de la risa al llanto con el fallecimiento de su esposa. «Es un dolor insoportable, tan grande que no cabe en mí. Siento como si mi cuerpo me desgarrara», intentó describir su dolor. Le pregunté si quería hablar. Inmediatamente empezó a narrar el desenlace existencial de su amada esposa. Una narración intercalada con preguntas y culpabilidad. Quizás debería haber cambiado de médico, haber escuchado una segunda opinión o haber buscado una terapia alternativa. Tal vez debería haberse dedicado más a ella, haber cumplido sus deseos, haber viajado a lugares románticos, haber sido más cariñoso y haberle dicho que la quería todos los días. En fin, Alberto estaba envuelto en la culpa por los libros no leídos.

Mi amigo estaba sumido en un lodazal pantanoso y peligroso. Si no daba el paso adecuado, se lo tragarían las arenas movedizas del remordimiento, capaces de succionar hasta la última gota de vitalidad existente. Pensaba que la enfermedad que aquejaba a su mujer era muy difícil de curar. Había un protocolo médico para el tratamiento que seguían los médicos y el hospital. Al cuidado de distintos profesionales y en otro centro sanitario, se mantendrían las mismas dudas, sólo que a la inversa. Se tomaba una decisión, la mejor posible en ese momento. Se tomó el camino entendido como correcto. Cualquier otra elección posiblemente conduciría al mismo destino. Alberto mostró remordimiento en forma de resignación: «Nunca sabré esa respuesta». Asentí y le recordé: «Precisamente por eso no hay lugar para el arrepentimiento». Esperamos a que la camarera pusiera las tazas de café en la mesa y concluí: «Hiciste lo mejor que pudiste en ese momento, eso es suficiente. No hay razón para condenarse por un acontecimiento que uno no ha provocado. No hay negligencia cuando los acontecimientos escapan a nuestra esfera de intervención.

Alberto dijo que no era tan sencillo. Confesó que no había sido un buen marido, que había dedicado a su mujer mucho menos de lo que ella merecía: «Nunca le di el valor exacto a mi matrimonio. Tenía una esposa maravillosa y no le dediqué todo el cuidado y la atención que podría haberle dedicado», admitió. Aquellas palabras me parecieron extrañas. Como viví muchos años con Alberto y estuve varias veces con él junto a su mujer, sabía de su adoración e idolatría hacia ella. Diferente de la admiración.

La admiración es una mirada consciente a otra persona, en la que quedas encantado por sus cualidades y dones, aunque también percibes las dificultades que existen en ella. Sin embargo, eres capaz de resaltar la luz en lugar de las sombras. La admiración es un atributo fundamental de las buenas relaciones.

La adoración es una desviación de la admiración. La adoración surge de la necesidad de buscar en el otro algo de lo que carecemos cuando nos creemos incapaces de llenar nuestro propio vacío existencial. Creo una dependencia dañina por dos razones. Primero, porque no encontraré en nadie la vida que busco. Mi vida está en mí, y no es posible encontrarla en ningún otro sitio. En segundo lugar, al insistir en esta búsqueda sin sentido, creo una ilusión de plenitud al alimentarme con las dosis de vida que me da el otro. Se crea dependencia. Son comportamientos típicos de quien dice que fulano me completa, como si fuera posible mantener un jardín con las flores que presta el vecino. Es maravilloso convivir con personas a las que admiramos, pero nadie completa a nadie. Es necesario cultivar tus propias flores, estar encantado con tu propio jardín y tener algo que ofrecer a los demás. Para ser pleno, hay que ser libre; para ello, es indispensable vivir sin ninguna relación de sometimiento. No hay vida cuando se vive a través de otra persona. Es sencillamente imposible. La dependencia indica desequilibrios internos y suele generar abusos y excesos.

La idolatría es un nivel más acentuado de esta misma desviación. Aparece cuando se eleva al otro a la condición de divinidad por su supuesta infalibilidad y capacidades irreales. Se rinde un culto absurdo a la supremacía de los atributos de una de las partes implicadas en la relación. Esta persona se convierte en un dios indignado con sacrificios y alabanzas sin sentido y rinde culto a la posición en la que se encuentra. En este caso, el desequilibrio está presente en ambas partes implicadas, creando una nefasta prisión de la que ninguna de ellas desea liberarse, tal es la dependencia de una respecto a la otra. Súbditos y dioses. Suelen mantenerse alejados de todos aquellos que podrían amenazar con sacar a la luz esta dolorosa verdad. Muchos aún confunden adoración e idolatría con amor.

Toda dependencia surge de la creencia en la incapacidad de crear la propia obra (es decir, de llegar a ser todo lo que uno puede ser) y de superar las dificultades inevitables en la vida. Cuando falta la confianza en la propia fuerza y poder, se produce un desequilibrio. Las energías vitales se dispersan, dando lugar a un sentimiento de inseguridad e impotencia.

Las dificultades ayudan o entorpecen según cómo reaccionemos ante ellas. Cuando son bien utilizadas, llevan al individuo a un punto en el que nunca antes había estado, dando lugar a valiosas transformaciones evolutivas. En cambio, cuando no sepa reaccionar adecuadamente, buscará en el mundo elementos creativos que sólo existen en su interior. Como no los encontrará, al persistir en esta búsqueda sin sentido, se volverá dependiente de la voluntad de los demás, siendo incapaz de generar en sí mismo los movimientos esenciales para una vida plena. Su poder creativo permanecerá atrofiado. En toda dependencia hay un amo y un esclavo. Ambos son prisioneros de la misma relación tenebrosa. A veces hay un amo y un esclavo dentro del propio individuo.

Aunque Alberto era un excelente empleado, emocionalmente siempre se había mostrado dependiente de su mujer; ella parecía alimentarse de ese fanatismo. Nunca tomaba una decisión sin la aprobación de su mujer. En una ocasión mostró entusiasmo por estudiar derecho. Confesó que tenía el sueño de convertirse en juez. Fue persuadido por Laura, como ella se llamaba, a renunciar al proyecto bajo el alegato de que no era apto para seguir una carrera en la magistratura, además de no tener tiempo disponible para los estudios necesarios, porque ya trabajaba demasiado. Recuerdo cuando vino a comunicarme su decisión de abandonar el proyecto y mi intento de no renunciar a vivir su sueño. Se declaró seguro de su elección bajo el argumento de que Laura siempre tenía razón: «Ella nunca se equivoca, soy testigo de ello», afirmó entonces. Dijo además: «Todo lo que soy se lo debo a ella». Laura era la acreedora de una deuda imaginaria. Por mucho que Alberto se esforzara en complacer a su mujer, no había forma de saldar esa deuda emocional. La razón era sencilla: ninguno de los dos se plantearía romper la dependencia que los mantenía unidos.

Sin embargo, la vida tiene el sesgo de lo imponderable. La relación de dependencia se había roto con la ausencia del polo dominante. Laura ya no estaba presente en el plano físico. Alberto estaba libre de dependencia emocional, ¿verdad? Incorrecto. ¿Qué se puede hacer cuando un esclavo no sabe vivir en libertad, sin alguien que dé sentido a su vida? Intentará mantener la dependencia a cualquier precio en la creencia de su incapacidad para generar y gestionar su propia vida. El sufrimiento intenso e ilimitado será la forma en que justificará su adicción. En la ilusión de dignificar el amor por su mujer, el fin del sufrimiento sería una ofensa a la memoria de Laura. Vivir sin sufrimiento era inadmisible para Alberto.

El amor tiene muchas etapas, desde el primitivismo hasta la sublimación. Cuanto más rudimentario es, mayor es el apego, los celos y las normas limitadoras; menos espacio queda disponible para la libertad, para el florecimiento de las virtudes y la construcción de una personalidad genuina. Al alcanzar niveles elementales, el amor suprime el sufrimiento como condición indispensable para su existencia. La razón también es sencilla: al alcanzar cierto nivel de conciencia, nadie desea ser la causa del sufrimiento de nadie. No quiero que nadie sufra por mí, especialmente aquellos a quienes amo con mayor intensidad. Quiero sentirlos felices, ligeros y libres de cualquier dolor. No importa lo que me pase. Le pedí que lo analizara desde este punto de vista.

En el amor no puede haber subterfugios para el engaño. Había una contradicción en la forma en que Alberto interpretaba sus sentimientos. Y una dificultad: ¿cómo explicarle que todo sufrimiento es innecesario, que ningún amor se alimenta del dolor de nadie? Alberto tendría que despojarse del personaje que había creado para vivir el papel secundario en la vida de la protagonista que le había asignado a Laura. Más aún, necesitaba comprender que ningún sufrimiento dignifica la existencia de nadie.

El amor dignifica. Como tal, el amor no requiere ningún dolor para existir.

Era un asunto delicado. Por condicionamiento ancestral, confundimos sentimiento con sufrimiento. Nos llevan a padecer el sufrimiento de alguien como demostración de empatía, compasión y misericordia con la ilusión de que así nos dignificamos. Sucede que cuando sufro el dolor ajeno, aumenta la desesperación, la razón se desajusta y pierdo la capacidad de ayudar. En cambio, en lugar de sufrir, me sensibilizo con la dificultad de alguien, me mantengo en perfecto equilibrio, la percepción se agudiza y logro encontrar alguna de las mil formas de ayudar; así, llevo luz donde antes había oscuridad. Esto no es insensibilidad, sino el equilibrio perfecto y el uso adecuado de la sensibilidad.

Era necesario que Alberto conociera este lado más iluminado del amor, capaz de hacer la distinción exacta entre el sentimiento, siempre valioso, y el sufrimiento, nunca necesario. Percibir esta diferencia será siempre una de las fronteras entre la luz y las sombras. Además, es necesario comprender que la muerte tampoco obliga al sufrimiento como ejercicio de dignidad. Es esencial que sea visto a través del prisma real de la transformación, no como una pérdida definitiva. Nada se pierde, todo se transforma. Si no reconstruyese su mirada, toda la energía vital de mi amigo sería succionada por un dolor intenso y sin sentido.

Había amor. Siempre lo hay, en embrión o en flor. Alberto necesitaba permitirse una nueva comprensión del amor, capaz de ofrecer un sesgo de liberación en lugar de convertirse en una prisión rodeada por los altos muros del sufrimiento.

Mi amigo estaba de baja médica por depresión. Aproveché la ocasión para invitarle a dar un paseo. Condujimos durante casi una hora. Aparcamos en una agradable calle arbolada de un suburbio de Río de Janeiro, pavimentada con adoquines y bordeada de modestas casas antiguas. En una de ellas, blanca con ventanas y puertas azules, había un enorme campo donde jugaban unas dos docenas de niños. Alberto me había contado hacía tiempo que él y Laura habían decidido no tener hijos porque consideraban que el matrimonio era suficiente y querían dedicarse por entero el uno al otro. No hay nada malo en ello. Elegir vivir fuera de las normas establecidas es un derecho inalienable y un ejercicio de libertad. He mencionado que empecé a ir a ese orfanato cuando atravesaba un periodo de extrema tristeza. La alegría de aquellos niños era contagiosa. Cuando comprendí el amor desde otro ángulo, empecé a participar en el mantenimiento, el cuidado y la derivación de aquellos niños, ya fuera para darlos en adopción, cuando pudieran formar parte de una familia, un factor de pertenencia y seguridad, o para ofrecerles condiciones adecuadas y seguirlos hasta la edad adulta, cuando pudieran volar con sus propias alas. Todos eran importantes. El movimiento se convirtió en un hábito agradable, convirtiéndose en una de las muchas fuentes de mi propia alegría. Comprendí un poco más cómo generar fuerza y poder.

Cuando nos vieron, los niños corrieron a nuestro encuentro. Eran niños felices a pesar de las dificultades. Se sentían queridos. Fue un día muy agradable. Jugamos, reímos, almorzamos e incluso pude hablar con el personal de la casa para saber más sobre su desarrollo. Debido a mis escasos recursos financieros, fui un colaborador muy modesto. Sin embargo, esto no era significativo allí. Había aprendido de Magdalena, la simpática responsable de la casa, que un abrazo vale más que un cheque. El amor se manifiesta a través del encanto que transforma el llanto en risa. A medida que avanzaba el día, Alberto se sentía cada vez más a gusto y al final incluso participó como el capitán Garfio en una representación improvisada de Peter Pan. Cuando le dejé en casa me dio las gracias por los maravillosos momentos que había pasado, capaz incluso de olvidar, aunque sólo fuera brevemente, el sufrimiento por su mujer. Le recordé a mi amigo: «Hay mañanas soleadas incluso en días lluviosos. Sólo tienes que aprender a mirar más allá de las nubes». Sonrió y asintió.

Unos días después me llamó. Quería volver a casa. Estaba intrigado por un niño, de unos cinco años, que era el único que rehuía un abrazo y no sonreía en ningún momento. Comentó que no entendía por qué el niño se mostraba tan distante. Le expliqué que, aunque todavía era muy pequeño, ya tenía heridas abiertas en el alma que necesitaban curación. Alberto quiso saber cómo. Le expliqué: «Con amor. Siempre será un remedio sin contraindicaciones». No dijo ni una palabra.

Cuando volvimos, noté la atención de Alberto hacia el chico. Cuando supo que se llamaba Lauro, se le empañaron los ojos. Durante sus muchas visitas, él y el pequeño Lauro se encontraron en un lugar donde ninguno de los dos había estado nunca, en un lugar desconocido en el corazón de ambos. Unos meses después, Alberto volvió al trabajo y ya no se acordaba de aquel hombre triste y quejoso. Hasta que Madalena me llamó. Mi amiga quería una adopción judicial del niño para que juntos formaran una familia.

Magdalena estaba preocupada. Conocía la historia de Alberto. Incluso antes de que hablara, compartí sus pensamientos. Eran los mismos que los míos. La adopción era un camino valioso y bienvenido, pero no era el propósito en aquella casa. El objetivo era el pleno desarrollo de cada niño, de sus capacidades, dones y virtudes como herramientas para la vida. Todo el mundo necesita crecer. Allí, a pesar de las dificultades materiales, los niños recibían todos los cuidados necesarios en los aspectos emocional y cognitivo. La preocupación de Magdalena era la visible transferencia de la adoración de Laura a Lauro por parte de Alberto. Aunque recibiría el diferencial que proporciona una familia, la visión distorsionada del amor de mi amiga impediría a Lauro construir los pilares adecuados para el disfrute de su potencial en los años venideros. El chico crecería como un dios indignado por atributos imaginarios. Algo que a la larga podría llegar a ser perjudicial para la formación de su personalidad. No fue una decisión fácil. Todos querían el bien del niño. Habría que sopesar los pros y los contras. En ese caso, al elegir un libro para leer, el otro podría no salir nunca de la estantería.

Tras muchas conversaciones y consideraciones, Magdalena decidió oponerse a la adopción. Cuando Alberto salió de la reunión, vino a verme; estaba muy disgustado. Se dijo perseguido por todo y por todos: «Justo cuando he encontrado a alguien a quien querer en lugar de Laura y acabar con la depresión que me afectaba, me niegan el derecho». Sin darse cuenta, sus palabras justificaban la negación. Intenté explicárselo desde otro ángulo: «Creer que existe alguien para acabar con tu tristeza es un error que hay que evitar. Nadie tiene esa carga. A nadie se le puede dar un papel con una responsabilidad imposible de llevar. Sería un precio demasiado alto. Sería injusto para Lauro, además de perjudicial para su desarrollo y también para el tuyo». Sentí la necesidad de ser más firme: «Tienes que madurar. Todo el mundo lo necesita. Aprender a amar es uno de los aspectos más importantes de la evolución. No podemos utilizar a una persona para llenar el abismo existencial de otra. La adopción se mueve por amor, no por necesidad o desarmonía existencial».

Alberto se opuso. Juraba que quería a Lauro. Era sincero en sus palabras. Lo que aún no comprendía era el amor como instrumento de liberación. Su comprensión del amor estaba arraigada en conceptos rudimentarios de la dependencia como variante de la simbiosis existencial. El amor como cura de las adicciones emocionales surge cuando aprendes a encontrar amor en todos los lugares y personas, porque ese amor se origina dentro de tu propio corazón. Entonces, no importa quién vaya y quién venga. El amor nunca faltará.

Alberto seguía molesto. Para que el enfado no se convirtiera en tristeza, no dejo pasar muchos días y fue en su busca. Declaró que echaba mucho de menos al chico: «Creamos una relación afectiva. Creo que Lauro también me echa de menos», se lamentó. Sonreí y le recordé un concepto fundamental: «Sólo hay añoranza donde hay amor. Un indicador maravilloso». Entonces le propuse: «Absolutamente nada te impide seguir viendo a  Lauro, ofrecer todo tu amor y ayudar en la construcción de un hombre con una personalidad vibrante y equilibrada». Veladamente en mis palabras, me refería también a la reconstrucción de Alberto. Continué: «Su entrada en la casa nunca ha estado prohibida. Al contrario, todo el mundo le echa de menos», y bromeé: «Nunca encontraréis un Capitán Garfio mejor». Alberto sonrió. Y añadí: «Sin embargo, tendrás que aprender a amar de otra manera, sin dominación ni dependencia. El amor, para ser amplio y profundo, necesita libertad. Ama a quien quieras, pero no le hagas responsable de tus necesidades. Puesto que son tuyas, sólo tú podrás completarte. Nadie lo consigue sin desarrollar todas y cada una de sus potencialidades. Así es como evolucionamos».

Así que dijo que no quería hacerlo. Pasaron unos meses. En la fiesta de Navidad Alberto se presentó sin avisar. Fue recibido con alegría por los niños y el personal. Magdalena lo besó en la mejilla, lo tomó de la mano y lo llevó a ver a Lauro. Se divirtieron mucho. Luego le pidió que fuera a hablar con otro niño, que tenía dificultades de aprendizaje. Alberto estaba interesado en ayudar a Claudio, que así se llamaba el chico. Ese mismo día le presentó a una niña de no más de dos años, abandonada por la noche en la puerta de casa. Asustada, la niña lloraba mucho. Necesitaba que la arroparan. Sensible, Alberto jugó con la niña hasta que volvió a sentirse segura y sonrió. Al final del día, mi amigo tenía otro brillo en los ojos.

Pasaron los días. Alberto hizo muchas historias y descubrimientos. En lugar de leer un solo libro, Alberto se permitió toda una biblioteca de sentimientos y aventuras más allá de donde imaginaba estar y vivir. Tras un largo viaje, regresaba a aquella casa. La alegría desbordaba los poros de Alberto. También el amor. Un amor hasta entonces desconocido y fantástico. Seguía con afecto el crecimiento de Lauro, ahora sin ataduras ni dependencias, pues también se preocupaba por el desarrollo de los demás niños. Un amor sin dioses físicos ni prisiones existenciales. Al asistir a algunas adopciones sin sentir ninguna frustración, demostró que comprendía que las soluciones adecuadas para los demás no tenían por qué ir al ritmo de sus propios deseos. Sólo el amor enseña esto. Alberto había cumplido un rito de iniciación.

Magdalena había sido la guía de Alberto en este camino de lo sagrado. Por definición, lo sagrado es todo aquello que nos hace mejores personas; son los movimientos que favorecen nuestra evolución. Para encontrar lo sagrado, hay que descubrir el propio corazón. No será posible encontrarlo en ningún otro lugar. Así pues, todo fuerza y poder. Alberto se había convertido en un hombre libre. Libre de sus dependencias y sufrimientos. Nadie lo consigue antes de aprender a amar.

Magdalena estaba encantada con el despertar de este hombre. La admiración era mutua. El amor les envolvía de una manera más íntima. La alegre ceremonia nupcial tuvo lugar en una pequeña iglesia del barrio y a ella asistieron todos los hijos de la casa. Hay familias de los tipos más diversos. Aquella era una familia numerosa y fuera de los patrones tradicionales. Sólo el amor permite tal osadía.

Aquella tarde, a solas con Alberto, vino a darme las gracias: «Me has hecho comprender el amor».  Le negué el mérito. Fui sincero: «Entiendo muy poco del tema. Ni siquiera sé definir el amor». Entonces me ofreció una definición maravillosa que había aprendido en el ejercicio de aquellos días: «El amor es la alegría de escribir una historia capaz de iluminarse a uno mismo y ahuyentar la oscuridad del mundo».

Un libro indispensable para todos.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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