No era un centro penitenciario cualquiera. El edificio, de una sola planta, servía de cuartel. Una habitación con una sola cama servía de celda improvisada. Dos guardias montaban guardia para impedir que el preso escapara. Aunque todos allí sabían que la vigilancia era una mera formalidad; no habría escapatoria. El calor era fuerte, había pocas nubes en el cielo azul; una agradable brisa entraba por la ventana, suavizando la temperatura. Un anciano bajo y delgado, con una pronunciada calva y un par de gafas de montura redonda, estaba sentado en el suelo hilando algodón en una rueca rudimentaria. Me dedicó una dulce sonrisa y me indicó sutilmente con la cabeza que me sentara a su lado. Sus ojos llevaban la luz de una enorme bondad, una dignidad sin medida y una paz infinita. A pesar de su frágil aspecto físico, de aquel hombre emanaba una fuerza inconmensurable. Era el prisionero.
Me senté a su lado y le pregunté cómo podía permanecer sereno dentro de una celda, privado de su libertad. El hombre arqueó los labios en una leve sonrisa y aclaró: «Las prisiones del mundo son irrelevantes comparadas con los grilletes del alma. Hay que tener compasión por los que están presos en su interior, porque son los que se enfrentan a las peores condiciones de la existencia. La libertad germina en la mente, florece en el corazón y da fruto en tus actitudes. Cuando se vive en el universo, no hay centinelas, barrotes, muros, leyes o sentencias que puedan impedir su ejercicio».
Dejó de girar brevemente y dijo: «Lo mismo ocurre con la paz, la dignidad, la felicidad y el amor. El miedo es el látigo utilizado para mantener la esclavitud contemporánea. Hombres que se creen libres caminan libremente por las calles, pero están atrapados por sus tormentos emocionales y los frenos impuestos a sus ideas. Sacrifican su libertad y su dignidad en el altar de la ilusión sólo para seguir vivos. No comprenden la incoherencia ni se dan cuenta de que esta elección agota la vida y la vuelve vacía. Sin luz, la oscuridad y la consiguiente desorientación de sus pasos vacían de vida su existencia. Caminan, comen, respiran, hablan, pero no están vivos porque no comprenden el verdadero significado de la utilidad como elemento de la evolución.»
Volvió a hilar y añadió: «Los que se venden a las sombras para mantener a la gente bajo su dominio se quedan atónitos cuando se dan cuenta de que no hay miedo en ti. No saben qué hacer. Lo único que quieren es que luches contra ellos con armas que matan, desangran y aprisionan el cuerpo. No saben cómo enfrentarse a una persona que les confronta con las virtudes del alma. Se sienten perdidos. A pesar de la pose sostenida por el orgullo y la vanidad, se sienten desorientados e incómodos. Sin embargo, en un lugar oculto de su interior, más allá de las fronteras del odio que sienten, conservarán una admiración no disimulada por ti.»
Le dije que era frecuente que las personas con este alto nivel de conciencia corrieran el riesgo de ver su existencia aniquilada por abominables actos de violencia. El hombre explicó: «Cuando ocurre, no tiene el efecto deseado. A menudo, la vida de ese individuo sobrevive al final del cuerpo gracias al trabajo realizado. La historia está llena de casos así». Le pedí que me lo explicara mejor. El hombre dijo: «Treinta radios forman la rueda, la arcilla moldea el ánfora, una casa tiene ventanas y puertas. El precio se establece por la calidad de la rueda, el refinamiento de la porcelana y la sofisticación de una casa. Pero su valor reside en su utilidad. Una rueda que no transporta nada, un ánfora sin contenido y una casa donde no vive nadie tienen su utilidad desperdiciada. Existen, pero no son nada. Ni crean ni generan transformación. En la materia, el objeto; en la utilidad, el valor. Así es conmigo, contigo y con todos. Tenemos el cuerpo y el alma, lo tangible y lo inmaterial. En lo concreto, la existencia; en lo abstracto, la vida».
Sonrió, se encogió de hombros y preguntó: «¿De qué sirve tener muchas llaves si no hay una puerta que abrir? ¿De qué sirve un mapa si no sabes adónde ir?». No quería una respuesta. Ni la necesitaba. Sólo nos recordó la necesidad de mantener en equilibrio los supuestos dilemas: «Apariencia y esencia son forma y movimiento. Supervivencia y trascendencia son necesidad y evolución. En una, vitalidad; en la otra, luz. Nunca se anulan cuando están en armonía. Así que benefíciate de ambas.
Aquel hombre menudo era capaz de conmover el universo con su dulzura, sinceridad y pureza. Había humildad en su postura, sencillez en su comportamiento y compasión en su mirada. No había el menor rastro de miedo, un comportamiento propio de quien ya no teme a la oscuridad porque ha aprendido a mantener encendida su propia luz. Una llama que se movía para iluminar su propia vida y todo lo que le rodeaba; una virtud conocida como fe. Esto le dio un coraje superior al del más valiente de los guerreros que hubiera sobrevivido a la más dura de las batallas. Una vez más, la constatación de que la verdadera realidad es abstracta. Como consecuencia filosófica, también lo es toda riqueza. Su luz ofrecía un bienestar inconmensurable. Una rueda capaz de mover el amor que alimenta, un ánfora con agua para saciar la sed de los incomprendidos y una casa donde era posible cobijar a cualquiera que se encontrara desamparado en el frío de una noche sin estrellas.
Concentrado en su trabajo de hilar algodón, el anciano comentó: «El mundo no mejora por el mero hecho de que exista una cosa o una persona determinada. Ni la pala ni el artista son un fin en sí mismos. Contrariamente a lo que mucha gente cree, la obra no es el edificio o la escultura, sino el movimiento que da sentido a la vida y aporta luz al mundo». Frunció el ceño, con las cejas blanqueadas por el tiempo, y recordó: «El cuerpo desaparecerá. En la utilidad está la artesanía, en la evolución está el arte».
Con la delicadeza de quien es capaz de hacer todo el bien y nada de mal, cogió una moringa, llenó un vaso de agua y me la ofreció. A pesar del calor, no tenía sed. El hombre tomó un sorbo y dijo: «La vida se crea dentro de nosotros para realizarse fuera de nosotros. Al mismo tiempo. Bebió un poco más y continuó: «El mundo es sólo un reflejo de tu conciencia; de la percepción que ya tienes de ti mismo y de tu sensibilidad hacia todas las cosas que te rodean». Vació el vaso y explicó: «La existencia es sólo un ánfora. Eres tú quien determina el contenido. No comprender esta verdad es la causa de toda insatisfacción y, como efecto inevitable, también del conflicto. Así que busca en el mundo lo que sólo puedes encontrar dentro de ti mismo».
«Confunden el orden público con la paz, el paseo por las calles con la libertad, el orgullo con la dignidad, la euforia con la felicidad y creen que no hay amor sin celos o sufrimiento. Sin darse cuenta, construyen las cárceles en las que viven».
Le pregunté cuál era el secreto para alcanzar tal fuerza y equilibrio. El buen hombre explicó: «Todo el mundo lleva el código de la vida en el centro de su ser. Una vez desentrañado, te da acceso a las maravillas de la luz, sin las cuales será imposible apreciar las bellezas del mundo. Para ello, es esencial mantener la mente clara, lo que es imposible si el corazón no está en calma. De lo contrario, la realidad permanecerá borrosa y los días seguirán siendo turbios, confusos, dolorosos y conflictivos. El código de la vida se revela a través de la utilidad evolutiva. Ahí radica la verdadera diferencia entre ilusión y realidad.
El hombre me avisó de que era hora de que los presos trajeran su comida. Será mejor que me vaya. Pregunté quiénes eran esos prisioneros. Me explicó: «Los guardias. Se encogió de hombros, guiñó un ojo y susurró con buen humor: «No saben nada de prisiones».
A través de la ventana de la pequeña habitación, un mandala en forma de sol me invitaba a continuar mi viaje.
Poema once
Treinta radios forman la rueda,
La arcilla moldea el ánfora,
Una casa tiene ventanas y puertas.
En la materia, el objeto.
En la utilidad, el valor.
En lo concreto, la existencia.
En lo abstracto, la vida.
Apariencia y esencia.
Existencia y trascendencia.
Ilusión y realidad.
Gentilmente traducido por Leandro Pena