Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos será el Reino de los Cielos. Esta es la octava bienaventuranza contenida en el Sermón de la Montaña y, por consiguiente, el último portal del plano terrenal en jornada rumbo a la luz. Me encontraba en la biblioteca del monasterio, concentrado en mis estudios y, confieso, aquellas palabras me sonaron vacías. ¿Por qué perseguidos por causa de la justicia, si esta virtud está sedimentada en el andariego al ultrapasar el Cuarto Portal? Por tanto, no hacía ningún sentido volver a hablar de justicia. Estaba deseoso de consultarlo con el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, pero había salido muy temprano y solamente retornaría al final del día. Vagué en vano por los estantes de la biblioteca en busca de un libro que pudiese ayudarme a decodificar el mensaje. Encontré algunos textos esotéricos que abordaban el asunto; no obstante, no me ayudaron en nada. Como decía el Viejo, las aguas turbias esconden la poca profundidad del lago; la sabiduría necesita de aguas claras para poder ver a profundidad. Yo entendía cuál era el motivo para que los textos antiguos ocultaran en frases herméticas las enseñanzas que nos orientan en el sendero hacia la luz. En aquella época, había persecuciones tanto políticas como religiosas. Mucho se perdió a lo largo de la historia. Sin embargo, hoy en día ya no existe la misma necesidad. Absorto en mis reflexiones que poco me estaban ayudando a avanzar, oí a alguien llorando bajito. Dejé el libro sobre la mesa y fui a ver si podía ayudar. Me deparé con un monje bastante joven, quien había ingresado a la Orden el año anterior, sentado solitario en una poltrona mirando hacia las montañas. Norton, como se llamaba, intentaba contener las lágrimas sin éxito. Me senté a su lado. Sin decir palabra, esperé a que se calmara y me relatara lo sucedido. Norton estudiaba Física en el prestigioso MIT y se había especializado en mecánica cuántica. En vacaciones, iba al monasterio para aprender sobre metafísica y filosofía. En aquel año, antes de ir, realizaba un trabajo en conjunto con su enamorada, estudiante de Sicología, que explicaba cómo la mecánica cuántica puede aclarar lo que son las premoniciones y, aún más, cómo el inconsciente permite viajes al futuro, tal y como lo percibía Freud, quien definió esa parte de la mente como atemporal. Esto ocurre porque el inconsciente funciona cuánticamente y permite saltos en el tiempo, mientras que el consciente raciocina linealmente. Norton todavía no había publicado el estudio, pues antes decidió pedir la opinión de otros dos monjes de la Orden. En la noche anterior, esos monjes lo llamaron en particular y le aconsejaron que abandonara aquellas ideas que denominaron ridículas. Dijeron que las premoniciones eran devaneos y cabían a los misterios de la Mística, así que nunca tendrían explicación. Lo acusaron de intentar inventar la rueday le aconsejaron que estudiara más. Finalmente, lo amenazaron con expulsarlo por difamar la imagen de la Orden, en caso de que insistiera en publicar aquel absurdo.
Le pedí que se calmara. Refiriéndome a los monjes que lo criticaron, le dije que el simple hecho de hacer parte de una entidad filosófica o religiosa no hacía a nadie sabio o santo. Al contrario, yo había percibido con el pasar de los años que justamente las personas que más necesitaban salir de la oscuridad existencial en que se encontraban eran aquellas que, a menudo, hacían parte de esas instituciones. Le pregunté si el Viejo tenía conocimiento tanto de lo ocurrido como del referido trabajo. Norton explicó que, aunque había dejado una copia de sus estudios con él, no hubo ningún pronunciamiento al respecto.
Aquel hecho me incomodó, era una clara afronta a la libertad de pensamiento y expresión. Algo inadmisible y sombrío. Le dije a Norton que iría a conversar con aquellos monjes y más tarde volvería a buscarlo. Ese mismo día me encontré con ellos y fui bien recibido. Cuando abordé la cuestión específica de la prohibición, sus expresiones se modificaron. El discurso de ellos fue agresivo, con amenazas subliminares en caso de que yo insistiera en defender la posición de Norton. Comenté que yo no tenía cualquier convicción sobre el trabajo presentado, especialmente porque no lo había leído, pero que no concordaba con ningún tipo de censura, tanto al libre pensar como a su plena manifestación. Mencioné como la historia estaba repleta de casos que ofuscaban las luces en virtud de la intolerancia hacia quienes osaban pensar y vivir de manera diferente a la permitida por grupos que se erguían para dictar reglas de comportamiento y, lo peor, para establecer fronteras a la consciencia. “No se trata de inventar la rueda, sino de impedir que frenen su movimiento”, refiriéndome a la rueda de la evolución, como forma de explicar mi posición.
Los dos monjes me cercaron. Dijeron que si aún había alguna duda sobre instaurar un proceso para expulsar a Norton, ésta ya no existía; sería iniciado inmediatamente. Aún más, ante mi posición desafiante, me colocarían también como reo, pues percibían que yo estaba contaminado con ideas insensatas y descabelladas. Les dije que no importaba si el trabajo del joven estudiante estaba correcto o no; en aquel momento, era absurda la prohibición impuesta. Les mencioné el famoso juicio a Galileo Galilei y a tantos otros, como Sócrates, Paulo de Tarso y Pedro, condenados por el simple hecho de ver la vida con una perspectiva distinta al patrón establecido. Desde que no perjudicara o invadiera algún derecho fundamental de otra persona, era arbitrario e inaceptable impedirle a alguien pensar diferente o vivir según sus convicciones y, con seguridad, Norton no lo había hecho.
Les dije que se sintieran cómodos para incluirme en el proceso de expulsión. Era preferible una condena injusta a una vida injusta.
A la hora del almuerzo tuve la sensación de que algunos monjes me miraban de manera extraña. Eran minoría, pero me incomodó. Me retiré a la terraza para reflexionar. Un fluido amargo me recorría las venas. Las críticas, aunque no afectaran las convicciones que yo tenía, me incomodaron al punto de abalar mi paz. Intentaba alinear los sentimientos con las ideas cuando sonó mi celular. Era una de mis hijas para relatarme un problema, pedir una opinión y, tal vez, alguna ayuda. Reaccioné con impaciencia. Le dije que ya estaba lo suficientemente grande para resolver su propia vida. Su voz triste al colgar fue como una puñalada en mi corazón. La llamé de vuelta y le pedí disculpas. Conversamos, pero me faltaba claridad mental para poder ayudarla. El miedo tiene el poder de obstruir el raciocinio pleno. La incomodidad aumentó.
Durante el día la noticia sobre el proceso de expulsión se había extendido por el monasterio. Tuve la sensación de que algunos monjes me evitaron a la hora de la merienda, pues me miraban como si fuera un criminal, aunque no comentaban nada sobre el asunto. Otros demostraron solidaridad de manera franca y dijeron creer en la improcedencia de cualquier condena, ya que no habíamos hecho nada errado. Me senté al lado de Norton en el comedor. Nadie se sentó con nosotros, ni siquiera aquellos que nos apoyaron con palabras. Aprendí que el silencio de la censura puede volverse más cruel que la voz de la prohibición.
Cuando todos estábamos terminando el refrigerio para volver a los quehaceres, el Viejo entró y nos saludó a todos con su habitual voz mansa y sonrisa dulce. Enseguida, se sentó en la mesa conmigo y con el joven monje. Me sentí aprensivo, sin saber si el gesto era casual o si significaba algo; es más, no tenía claro si el contenido del mensaje era bueno o malo. Nadie se retiró como si aguardaran una señal para desenredar los hechos. Como quien no comparte las mismas preocupaciones de los demás, él nos contó una vieja anécdota. Reímos, pero nuestras inquietudes impidieron que aprovecháramos mejor el comentario. El miedo es carcelero de la felicidad.
No obstante, el Viejo no paraba de reír de la propia gracia; parecía flotar encima de la nube sombría que se había instalado en el monasterio. Todos se miraron entre sí intentando entender. El buen monje bebió el té sin prisa y repitió torta de avena. Enseguida, se levantó, miró a los monjes y recitó un trecho de un breve poema de Valentina Vaz, una monja de la Orden. Su voz, como siempre, tenía un timbre sereno:
“La oscuridad se traduce en falta de luz;
El mal apenas existe en ausencia del bien.
La verdad es mía, es suya, está en la calle; desnuda, debajo de la luna.
En verdad,
La verdad no es mía ni es de nadie”.
Y salió.
Por la noche, Norton y yo fuimos convidados a comparecer a la oficina del Viejo. En el corredor nos encontramos con los dos monjes que nos acusaban. Molestos, se limitaron a un mero saludo formal. Fuimos recibidos por el Viejo con una sonrisa sincera. Acomodados, nos sirvió café y, enseguida, fue directo al asunto: “Leí el trabajo de Norton. Aunque me gustó el abordaje en muchos aspectos, y a pesar de no conocer de mecánica cuántica con la profundidad que me gustaría, hay algunos puntos que dejan una laguna dada la poca claridad”.
Norton preguntó si aquellas palabras significaban una negativa para divulgar sus estudios por estar incompletos y sin la debida claridad. El Viejo elucidó: “Al contrario, justamente por eso pienso que debes publicarlo”. Me entrometí para comentar que era incoherente y sin sentido publicar un trabajo no definitivo. El Viejo me miró con compasión y quiso saber: “¿Qué conocimiento es definitivo, Yoskhaz? Tenemos bibliotecas repletas de conocimiento temporal. El saber se expande según la consciencia planetaria. Hasta una verdad absoluta, como el poder inconmensurable del amor, posee un conocimiento aún limitado por lo poco que sabemos sobre la extensión de esa virtud que se completa en plenitud”. Bebió un sorbo de café y acrecentó: “El conocimiento definitivo será siempre una ilusión de los arrogantes y prepotentes. Por tanto, hay que lanzar la semilla del saber, aunque tímida, siempre humilde, para que otros se deleiten con la flor y agreguen nuevas especies al jardín. Así, lentamente, transformamos en lindos bosques los desiertos de la humanidad. Sin dueños ni gestores”.
“El texto de Norton trae algunos avances. Esto por ahora basta. Al lector de buena voluntad y con gran interés en la jornada espiritual le corresponderá acrecentar nuevos puntos. Cada cual con su parte; juntos, tenemos y somos el todo”. Miro al joven monje y lo cuestionó: “Corrígeme si estoy equivocado, mas Einstein alcanza la Teoría de la Relatividad al desmontar las Leyes de Newton, un físico por el cual profesaba sincera y profunda admiración. El aprendiz fue más allá del antiguo maestro; sin embargo, sin el conocimiento de este, aquel no habría llegado tan lejos”. Norton sonrió y confirmó con un movimiento de cabeza. El Viejo concluyó: “En la filosofía ocurrió lo mismo entre Platón y Aristóteles. Tengo que agradecerle a todos los que me han ayudado a llegar hasta aquí. Aunque hoy la escalera se revele mayor que ayer, debo admitir que siempre faltará un sin número de escalones para subir. La escalada del conocimiento está ligada a la de la evolución; ambas no tienen fin”.
Le pregunté por el proceso de expulsión. El viejo hizo un gesto con la mano para que olvidara aquel asunto y comentó: “Se trata de una envoltorio sin la fuerza de la semilla. Allí no hay vida para germinar”. Comenté que aquellos monjes debían ser punidos por su comportamiento agresivo. El Viejo me miró con compasión y preguntó: “¿Será que ya no basta? El desenredar los hechos es suficiente para muchas reflexiones. ¿Por qué insistir en alargar el dolor?”
Volvió a beber un sorbo de café y ponderó: “Ellos no son hombres malos. Al contrario, velan por el bien y el mantenimiento del buen andamiento de la Orden. Pese a ello, no siempre es fácil lidiar con la luz”. Hizo una pausa y advirtió: “Cuando habitamos en zonas sombrías, criticamos a los otros no por sus defectos, sino por sus virtudes. La luz incomoda la percepción inicial de quien está en la oscuridad. Necesitamos tiempo para entender y, a veces, siglos para aceptar”.
“Ante una luz más intensa, el individuo tiene dos posibilidades. Una, con humildad, al admirar quien ilumina sus pasos, seguir en evolución. Otra, con orgullo, negar el hecho que alguien pueda saber más que él; entonces, intentará destruirlo y quedará condenado a no salir del lugar mientras mantenga aquella postura”.
Frunció el ceño y dijo con seriedad: “No creas que eso sucede solo con los otros. Es una trampa común a todos nosotros, armada por las sombras que nos habitan y aún no están iluminadas. En mayor o menor grado, no nos percibimos envueltos en esa red. Hay que estar atento”.
“La renovación tanto de ideas como de la vida es una manifestación típica de la luz. Sea por comodidad, dado el esfuerzo indispensable para avanzar, sea por el miedo a lo desconocido, nos resistimos a los cambios. ¿Ya percibieron que tenemos el hábito de cerrar las cortinas de casa para que el sol no entre por la mañana? ¿Alguna vez ya se preguntaron por la razón del simbolismo de ese gesto arraigado en atavismo?”.
“Al estar perdido de sí mismo, el individuo tiende a mirar hacia las otras personas como si fueran enemigos. Para justificar las sombras, pasa a buscar defectos en aquellas personas que osan ir a donde él nunca ha estado, a hacer aquello que nunca ha tenido coraje de realizar. Considera una afronta el simple hecho de que alguien viva de manera diferente a la suya”.
“La imperfección es inherente al proceso evolutivo del planeta. Claro que, al procurar, encontraremos deslices en la vida de todas las personas. Entonces, satisfechos, proclamaremos que los pequeños defectos son impedimentos para las grandes virtudes. Gritarán para que nadie se alegre por la belleza de las mañanas soleadas dado que la superficie del sol está repleta de erupciones y posee manchas imperdonables. Se esforzarán para mostrar que los problemas causados por la estrella solar son mayores que los beneficios. Surgirán acusaciones de embuste o de un crimen peor. Viven en función de destruir al otro en vez de construir a sí mismo”.
“Aunque no rompa ni dañe nada, la luz del sol al entrar por la ventana resalta el polvo que existe dentro de una casa. Muestra la limpieza que todavía no fue hecha. Incomoda porque en ese momento el alma le dice al ego: Erasobre elecciones que conversábamos. ¡Mira cómo es bello. Aprende, cambia y aproxímate a mí!”
“No obstante, para no perder el dominio que ejercen, las sombras necesitan impedir que el ego se apasione por el alma. ¡Cierran las cortinas para la luz! Como estrategia, declaran guerra contra aquel individuo ético que se volvió amenaza por el simple ejemplo involuntario que ofrece de ser quien es. En el fondo, existe admiración por la ligereza y libertad ajenas, pero cambiar patrones y comportamientos es trabajoso. Casi nunca estamos dispuestos a hacerlo; parece más fácil usar las tácticas de costumbre: ampliar las fallas, invertir las cualidades, tejer críticas indebidas, calumnias y proferir condenas insensatas, en el intento de justificar una forma viciada de vivir”.
Me miró, como si adivinara pensamientos, y aclaró: “Así comenzamos a entender quiénes son los perseguidos por la justiciaa que se refiere el Octavo Portal”.
Ante mi mirada atónita, él explicó: “Vale resaltar, y es exactamente por eso, que los textos sagrados se refieren a la palabra justiciacomo substitutiva de la virtud y la ética. El individuo justoo ético, que describe el texto del Sermón de la Montaña, es aquel repleto de virtudes, completo en sí y con las plenitudes ya conquistadas. Él sigue recto por el Camino, sin dejarse abalar por las tentaciones, miedos, ruidos y tumultos típicos de cada paisaje. Nada ni nadie detienen su viaje rumbo hacia la luz”.
“Al ético y virtuoso cabe seguir inexorable. Su espíritu libre se mantendrá inalcanzable a las flechas del mundo. Estas tienen corto alcance”.
“Con la debida humildad, trata a todos con compasión. A pesar de la mansedumbre que lo caracteriza, actúa sin renunciar a la firmeza para no alimentar cualquier mal. En la sinceridad consigo tiene una relación honesta con el mundo. Aunque sea generoso, se empeña en ser justo desde los actos más simples. Esta fuerza es inquebrantable y está a disposición de todos, independiente de cualquier característica personal. Basta el deseo de aproximarse a la luz”.
Permanecimos algún tiempo sin decir palabra. Le agradecí por ayudarme a entender cada uno de los portales del Camino. El Viejo vació la taza de café y recordó: “Saber no significa ser. Poseer un mapa no significa tener condiciones de hacer todo el viaje de inmediato. Hay un enorme abismo entre una cosa y otra. Sin embargo, el conocimiento ayuda a encontrar el sentido y a escoger la dirección hacia dónde seguir. Ir despacio y, lo más importante, respetar a sí mismo. Avanzar a medida de tus pasos y prestar atención a la belleza de todas las cosas y personas mientras aprendes con ellas. Todo y todos tienen su importancia. Desconfía de las facilidades y de los atajos; el Camino es esencia que se revela dentro, jamás apariencia que se decora fuera. Si es preciso hay que recomenzar, no lo dudes; regresa a donde tropezaste. Eso sucede con cualquier andariego; no permitas que las inevitables caídas y los imprevisibles obstáculos te hurten la alegría de la jornada”.
Giñó un ojos con picardía, como si contara un secreto, y dijo: “El Camino es una jornada recorrida en dos mundos simultáneamente. Dentro y fuera de cada uno de nosotros. Una simbiosis necesaria. En los contratiempos del sendero están los secretos que revelan la luz del alma. En agradecimiento, enciendo un farol por cada lugar recorrido”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.
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