Eran mis primeros días en el monasterio y volverme discípulo de la Orden no pasaba por mi cabeza. Había sido invitado a hospedarme durante un corto periodo. Vivía momentos de grandes turbulencias, problemas sobre problemas. Como si no bastara, dudas existenciales me azotaban. Estaba allí en busca de una fórmula que me permitiera solucionar los conflictos. La figura del Viejo, como cariñosamente llamábamos al decano del monasterio, era lo que más me llamaba la atención, ya fuera por su modo cautivador o por la visión desconcertante frente a la vida. En aquella mañana, él hizo una reflexión para todos los presentes sobre el poder transformador del amor. Sus palabras suscitaron en mí muchos cuestionamientos, pero no oí nada que me ayudara de manera objetiva. En seguida lo encontré en el comedor tomando café. Aproveché la oportunidad para relatarle un conflicto reciente con un pariente sobre cuestiones de herencia, hecho desencadenante de una serie creciente de confusiones en mi familia. Le comenté que no sabía como pacificar la pelea. El monje dijo con voz serena: “Debes entender que cada cual sólo puede viajar hasta la frontera de la propia consciencia. Percibir la sombra ajena es un paso importante para iluminar la tuya. No obstante, para transmutarla será necesario que tus elecciones sean diferentes y mejores de lo que han sido hasta ahora”. De repente le pregunté cómo debería actuar. El Viejo sonrió levemente y dijo: “¿Está mal? Espolvorea con amor”. Por un lado me pareció interesante, por el otro enigmático.
A la mañana siguiente lo encontré en el jardín interno del monasterio podando los rosales. Le pregunté si podríamos conversar un poco. Él asintió con la cabeza y sonrió con los ojos. Le conté cómo la terminación de una relación amorosa hacía tiempo aún me atormentaba. El monje frunció las cejas y dijo: “Agradece por la nostalgia, pues ésta sólo existe donde hay amor, fuera de esto apenas resta el vacío. La miel de la vida está en deleitarse con el vuelo, no en construir jaulas”. Afligido, le confesé que no sabía cómo hacer para aliviar mi sufrimiento. El Viejo apenas dijo: “¿Está mal? Espolvorea con amor”. Por un lado me pareció poético, por el otro poco práctico.
En aquella noche, después de la cena, surgió una nueva oportunidad de estar a solas con el Viejo. Reclamé de mi insatisfacción con relación a la actividad profesional que ejercía. Le comenté sobre mi dificultad, cada vez mayor, de trabajar con lo que no me gustaba. Él arqueó los labios con una leve sonrisa y dijo: “Todos tenemos un don que nos diferencia. Es el uso de tu don que le dará alas a tus sueños, ya sea a través de un oficio o arte. El ejercicio del don, por más sencillo que sea, trasciende lo mundano y nos conecta con lo sagrado. El don es el talento personal ligado al dharma, a tu propósito de vida. Abandonar el don oxida la esencia del ser” y antes de que yo hiciera cualquier comentario, el Viejo finalizó: “¿Está mal? Espolvorea con amor”. Por un lado me pareció elegante, por el otro patético.
Irritadísimo le dije que estaba perdiendo mi tiempo allí dentro mientras mi vida se volvía un infierno allá afuera. Le agradecí con sarcasmo y le avisé que partiría inmediatamente. El Viejo apenas cerró los párpados de modo suave, como hacía cada vez que oía algo lamentable. No pronunció palabra.
Arreglé mis cosas y salí. En el patio externo del monasterio, utilizado como estacionamiento por los visitantes, un hombre muy delgado estaba al borde de un ataque de histeria por el hecho que otro carro estaba estacionado fuera de la franja, lo que le dificultaba bastante maniobrar, pero sin imposibilitarlo. Era mi carro. Al percibirlo, el pequeño hombre se dirigió a mí de manera agresiva, acusándome de todos los males del mundo. También irritado, fui rápidamente llevado a la furia y consideré seriamente silenciarlo con un golpe, lo que no me sería difícil dada la desproporción de nuestros tamaños. En ese exacto instante, a los gritos, él dijo que no soportaba estar ni un minuto más en aquel lugar. Había venido en busca de ayuda y apenas había oído un montón de tonterías. Aquellas palabras detuvieron mi puño pues percibí que él era mi perfecto espejo. El descontrol y la visión nublada eran sensaciones parecidas a las mías. “Espolovorea con un poco de amor”, oí la voz suave del monje susurrando en mi corazón. En ese instante percibí que toda la rabia de aquel hombre, aunque estuviera dirigida a mí, no eran para mí. Revelaba apenas su agonía ante la incapacidad para solucionar los propios problemas. ¿Muertes? ¿Quiebras financieras? ¿Enfermedades? ¿Separaciones? ¿Frustraciones? Yo no conocía el motivo pero percibía, por primera vez y de manera cristalina, el sufrimiento y la confusión en los ojos de alguien. Emociones densas que entremezcladas, estallaban en odio y era necesario transferírselas a alguien. Me vi reflejado en aquel hombre desesperado y entendí que yo no quería ser así. En aquel instante aprendí sobre la importancia que el otro tiene en mi vida y también sobre el significado y la belleza del amor manifestado allí mediante la compasión. Sentí compasión por él y por mí. Todo cambió en mi interior en fracción de segundos.
Le pedí disculpas, lo que no sirvió de mucho. El frágil hombre continuó lanzando improperios y absurdas acusaciones. Sin embargo, todo aquello había perdido el poder de herirme o irritarme. El amor me protegía, tanto de él como de mí mismo, ya que la ofensa sólo nos alcanza si nos permitimos estar en la misma frecuencia vibratoria del otro. No obstante, algo había cambiado. Toda mi ira acabó transformándose en comprensión y paciencia. Estaba en un lugar donde las ofensas no podían llegar. Entendí que el amor funciona como un escudo. Es más, comenzaba a percibir la fantástica fuerza transformadora del amor. Después de maniobrar el carro él partió no sin antes bajar el vidrio y gritar la última ofensa. Sonreí y le agradecí por la maravillosa lección. Me di la vuelta y regresé al monasterio.
Me informaron que el Viejo estaba leyendo en la biblioteca. Subí las escaleras dando saltos. Él estaba sólo y me recibió con una sonrisa que jamás olvidaré. Me senté a su lado y le relaté el hecho ocurrido en el patio. Le confesé que estaba maravillado al percibir que el Universo siempre conspira a nuestro favor. El monje se rió con ganas y complementó: “Sí, es verdad. El Universo insiste en ayudarnos, lástima que nosotros insistamos en interferir. No lo dudes, aún cuando los planes no salen bien es la vida corrigiéndonos la ruta, adecuando los deseos del ego a las necesidades del alma”.
Le rogué que profundizara un poco más sobre el poder transformador del amor. El buen monje dijo con enorme paciencia: “Estamos en este planeta únicamente para evolucionar. Nada más. Es un viaje infinito compuesto de innumerables trechos llamados ciclos evolutivos. Cada uno de ellos posee cuatro momentos distintos: Aprender, Transmutar, Compartir y Seguir. De esta manera continuamos, de estación en estación, la jornada rumbo a las Tierras Altas. Evolucionar es expandir el nivel de consciencia y esto es apenas posible cuando, concomitantemente, ampliamos la capacidad del corazón. La sabiduría necesita de grandes dosis de amor para alcanzar su real valor y mejor sentido. Solamente así apalancamos nuestra evolución. Sabiduría sin amor apenas agigantan las sombras que nos habitan. Sin amor la más fina sabiduría es incapaz de destapar el velo que cubre la esencia de la vida. El amor es el camino de la luz y el perfecto destino. Nada fuera de él nos traerá alegría o paz”.
Permanecimos sin pronunciar palabra por un tiempo que no puedo precisar. Comencé a reflexionar sobre todos los conflictos que me hurtaban la tranquilidad y me llevaron hasta allí. Observando a través de los lentes del amor se me presentaban soluciones simples y al mismo tiempo desconcertantes, osadas y fuera de mi patrón de comportamiento hasta aquel día. Los sencillos consejos del Viejo, absurdos hasta aquel momento, empezaban a hacerse absolutamente geniales. A medida que avanzaba en mis reflexiones todo se llenaba de colores hasta entonces desconocidos, ofreciéndome elecciones impensables; pura Luz. Yo reía y lloraba al mismo tiempo.
Le comenté al monje que todo parecía resolverse como por arte de magia. Él sonrió y dijo: “Por primera vez estás dándote cuenta de que vives un milagro. Los milagros no son nada más que transformaciones movidas por el infinito poder del amor. Ellos son muy comunes, lástima que la mayoría de las personas no tienen la capacidad de percibir y esperar siempre por aquellas situaciones cinematográficas”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “Todo el encanto de este momento se explica por el inicio del cierre de un ciclo. Hoy aprendiste una valiosa lección gracias a una situación ordinaria y aparentemente común que ya debe haber sucedido innumerables veces en tu vida, pero que no habías podido percibir cuando se presentaba la oportunidad. La lección fue aprendida. Ahora pasarás un tiempo transmutando ideas, conceptos y actitudes. En fin, transformándote. Después irás a compartir con toda la gente esa nueva forma de ser. El amor y la sabiduría no pueden descansar en la teoría, necesitan que tu los vivencies en las menores cuestiones del día a día; entonces estarás listo para seguir”.
Volvimos a quedarnos un buen tiempo sin pronunciar palabra, hasta que el Viejo rompió el silencio: “Voy a enseñarte un poderoso mantra”, dijo. Él me observó por instantes. Sus ojos parecían haber visto de todo un poco en esta vida. Sonrió, guiñó un ojo de manera pícara, como siempre lo hacía cuando contaba un secreto, y dijo: “¿Está mal? Espolvorea con amor”. Reímos. Entonces finalizó diciendo: “El amor es la sal de la Tierra, el condimento de la vida. Sin él todo es insípido y desagradable”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares,