Había sido una existencia problemática. Fui una niña muy querida. Criado en un barrio obrero de Río de Janeiro, sin acceso a ningún lujo ni mayordomía, nunca tuve nada de lo que quejarme. No me faltaba nada que fuese verdaderamente esencial. Aunque había dificultades económicas evidentes, había casa, comida en la mesa y estudiaba en una buena escuela. Y lo que es más importante, crecí sintiéndome querido por mis padres. Cada uno, a su manera, me dio una clara sensación de seguridad, cuidado y afecto para mi mejor desarrollo. Hasta que en un momento dado todo se torció. Se separaron y cada uno se fue por su lado en aventuras amorosas en busca de lo que sentían que necesitaban. Tal vez no estaban preparados para comprender todos los aspectos que implica una separación cuando la pareja tiene hijos. Mis hermanos y yo seguíamos teniendo una casa y comida en la mesa, pero no éramos o ya no teníamos una familia. Era una experiencia que de alguna manera mi corazón sentía, pero mi mente no era capaz de hacer la lectura exacta. En aquel momento comenzaba el año preparatorio para los exámenes vestibulares, decisivos, en aquel momento, para acceder a la universidad. Aunque no tenía la menor idea de qué carrera abrazar, no consideraba la hipótesis de no asistir a la universidad.
En realidad, todos y cada uno de los días son decisivos. Cada elección representa una puerta, entre muchas, que decidimos atravesar. Las demás nunca sabremos adónde nos llevarán. Preguntar adónde nos llevarán es un ejercicio típico de necios, por el sufrimiento innecesario que provocará. Es esencial comprender que el hoy es la materia prima disponible para la realización de la obra de la vida. Cada elección equivale a otra no elección; al decidir un camino, significa que se ha descartado otra ruta. ¿Adónde nos llevaría? Nunca lo sabremos.
Es inútil huir de las elecciones. No elegir también vale como elección. Quizá la peor de ellas, aquella en la que renuncias a tu mayor poder para expresar tu forma de ser y vivir la verdad al límite como ya la alcanzas, como forma de construir tu propia realidad. Sólo ellas, las elecciones, nos permiten aprender con los errores para ser cada día diferentes y mejores personas. Quien no elige, elige no caminar.
Es común en varios momentos no saber lo que se quiere o en qué dirección ir. En esos momentos, un método seguro es posicionarse a través de lo que sabemos que ya no queremos. La convicción de no querer es el principio de la comprensión para un nuevo querer.
Nadie está más desorientado que el individuo que no acepta que está perdido. Aquel año fui a la escuela, registré mi asistencia, salté la pared del fondo y, acompañado de algunos amigos, fuimos a la playa o a pasear por la Floresta de Tijuca. Volvíamos al final de las clases. En la práctica, había abandonado la escuela. Mis padres no notaron nada, porque ya no me prestaban atención. No es una queja, lo hicieron de la mejor manera que supieron o pudieron. Tengo el principio de que todo lo que nos ocurre es para bien, aunque nos lleve algún tiempo comprender la sabiduría y el amor a la vida.
Me presenté a los exámenes vestibulares con los contenidos aprendidos en los años anteriores. Conseguí entrar en la universidad, pero no estudié la carrera que quería. Entre otras cosas, porque no tenía ni idea de cuál sería. En parte, había elección; en parte, no había elección en absoluto. Sí, había entrado en la universidad, una decisión consciente. Sin embargo, había perdido la noción de lo que iba a hacer conmigo misma y con la vida que tenía en mis manos. Mi vida. Era una buena universidad que me capacitaría para un futuro cuyo presente navegaba sin timón, mapa ni brújula. Vivir a la deriva representa una elección mediante una no elección. Como en un túnel que no sabes dónde acaba, yo estaba empezando a crear un problema del que no tenía ni idea de las consecuencias ni de adónde me llevaría. Algo típico de los que se han perdido.
Como es común en estos momentos, cuando nuestros principios, valores y sueños aún no están claros y maduros, nos dejamos llevar por los criterios condicionantes del mundo y nos adherimos a la corriente dominante en la ilusión de saber lo que no sabemos. Alimenté deseos de fama, poder y fortuna, tan comunes a los egos inmaduros en sus más diversas formas y especies. Existía la ilusión de que si estos deseos se cumplían, la vida estaba ganada, habría habido éxito y victoria. Un triste engaño. Como un maestro de la excelencia, la vida te permite aprender de tus propios errores para asegurarte de los errores en ellos. Entonces, maduras. En mi caso, algunos de estos deseos llegaron a producirse muy rápidamente, pero también se consumieron en un tiempo aún más rápido. La ansiedad aumentaba porque el vacío existencial crecía en igual proporción. Como aún no había aprendido, seguía deseando más de las mismas cosas. Los errores se multiplicaron por cien. Por mil. Los deseos de este tipo, cuando llegan, son deliciosos -como diría el poeta: ¡ah, cómo anhelo un deseo! -, porque nos dan la falsa sensación de estar en la cima del mundo. Sin embargo, duran poco. Como tienen poca o ninguna profundidad, se agotan en poco tiempo. Para quitarnos el sabor amargo que nos queda cuando desaparecen los aplausos, como una droga vulgar y adictiva, queremos más y más. Dura lo que un suspiro y aporta muy poco; no pocas veces, no aporta nada. Y lo que es mucho más grave, si no nos damos cuenta a tiempo, corremos el riesgo de renunciar a principios inquebrantables como la libertad y la dignidad.
Una de las causas de la ansiedad es la búsqueda irrefrenable de los deseos superficiales de fama, poder y fortuna. Deseamos desesperadamente algo que depende muy poco de nuestra capacidad para conseguirlo, esperamos un resultado que está ligado a circunstancias externas y que, por tanto, no depende en absoluto de nosotros. La agonía de la espera se llama ansiedad. Al retrasarse o no llegar nunca, la ansiedad se convierte en una de las puertas de entrada a la depresión, la amargura o la agresividad. La amargura agrisa los colores y roba la belleza de la vida. La depresión se manifiesta en la tristeza, el victimismo y la transferencia de responsabilidades. La agresividad se expresa en mal humor, impaciencia, irritación o incluso actos más dañinos. Son puertas que elegimos atravesar sin comprender la elección que hacemos, ni darnos cuenta de cómo hemos llegado a ese lugar oscuro.
Los conflictos son maratones indeseables y agotadores. Odiamos nuestros propios conflictos. Rezamos para que no ocurran, sin embargo, son los que mueven nuestra evolución, porque nos llevan a los pilares de la transformación – cuando nos admitimos a nosotros mismos quiénes ya no queremos ser. Cuando consolido la verdad expandida, altero definitivamente la realidad.
Entonces, conscientemente, atravieso un portal de Luz.
En la raíz de todos los conflictos está la incomprensión. Ya sea hacia uno mismo o hacia las personas que nos rodean. De ambos participantes, simultánea y necesariamente. Cuando una de las partes implicadas ya ha iluminado la cuestión en sí, el enfrentamiento se limitará a aquel que aún no comprende la razón de tantos problemas y dificultades recurrentes. Maldecirá al mundo y se mostrará decepcionado con la humanidad.
En este caso, ése era yo.
Terminé la universidad, trabajé unos años y cambié de profesión. Me casé, me volví a casar y me volví a casar. Sin darme cuenta, dejé un rastro de muchos malentendidos y mil confusiones. Un poco más, si soy sincera. Cuando nos peleamos mucho significa que nos conocemos poco. Una de las razones es porque proyectamos en los demás lo que nos falta. Anhelamos algo que nos complete, sin saber que nadie podrá añadir las partes que nos faltan. Nadie completa a nadie, es el mito de Frankenstein. Un individuo que desea estar completo, aunque esté compuesto y animado por partes que no son suyas. No es nadie porque no puede ser él mismo. Son partes inadecuadas para llenar un abismo interior que no cesa de crecer. Del mismo modo, llenar el vacío existencial mediante la búsqueda desenfrenada de fama, poder y fortuna significará el vano intento de integrar una figura con las piezas de otro puzzle. Como en la novela gótica de terror, la imagen informe de uno mismo, aunque no se acepte para rehacerse, hace atormentados los días de la criatura que busca al creador de sus problemas. Ignora, u olvida, que cada persona es la criatura de su propia creación. Por lo tanto, también es responsable.
Sí, en algún momento me perdí, siendo siempre quien nunca fui. Me convertí en el inquilino de un brillo fugaz porque no conocía el poder de la verdadera luz que se apagaba cuando cruzaba una puerta, sin darme cuenta de adónde iba, en la distracción de un día cualquiera. En ese momento empecé a buscar en los demás y en el mundo lo que no había en mí. Exigí a la humanidad un producto que no existe en las estanterías de ningún mercado: todas las caras de lo que soy y las infinitas posibilidades de lo que puedo ser. Algo que nadie podía darme, no por falta de voluntad, sino por auténtica incapacidad. Como no sabía exactamente lo que buscaba, insistí en entrar por las puertas equivocadas. Así me convertí en un gran alborotador. Hasta el día en que comprendí que yo estaba donde me había puesto. Ni más ni menos. Siendo la razón de mis conflictos, en perfecta proporción a las virtudes que desconocía, me había convertido en uno de los innumerables Frankensteins urbanos en busca de mi creador, sin darme cuenta de que yo era mi propia creación. Siempre lo seré.
El sufrimiento nos cansa por el peso que nos hace llevar. Yo estaba muy cansado. Aquel día deambulaba por las calles del centro de Río de Janeiro en dirección a un lugar que, como los demás que conocía, no me llevaría adonde necesitaba estar. Caminaba por la Rua Uruguaiana, cerca de la estación del metro, cuando pasé por delante de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario y San Benito, como si hubiera un poderoso imán, me sentí atraído por una iglesia muy sencilla en sus formas y ornamentos, sin nada del bello refinamiento de las muchas iglesias cariocas de la época colonial situadas en el barrio. Recordé que, de niño, mi abuela me había llevado a veces a misa dominical allí, en la Iglesia de las Ánimas Benditas, como se la conocía popularmente. Dudé entre la llamada y mis obligaciones. Decidí cruzar aquella puerta. Era imposible no quedar encantado por la maravillosa energía del lugar. Una extraña ligereza, largo tiempo olvidada, me envolvió. En aquel momento, el mundo y el tiempo ya no existían. Sólo estaba yo conmigo misma. Era la primera vez.
No había masa. Algunas personas sentadas en silencio en los toscos bancos de madera rezaban sus oraciones. Yo me senté en un rincón donde no había nadie. Intenté rezar, pero no recordaba ninguna oración. Me di cuenta de que había desaprendido todas las oraciones. Fue entonces cuando comprendí y, lo que es más importante, admití que estaba perdido. Entonces lloré como no recordaba haber llorado antes. Fue un llanto discreto, pero sentido y sincero. Una oración poderosa. Ya no podía soportar un sufrimiento tan grande que ya no cabía en mí. Estaba a punto de implosionar. O explotar. Aquellas lágrimas eran los restos de las últimas fuerzas que se agotaban. A mi manera, sin tener la noción exacta en ese momento, estaba dando el paso primordial para cambiar el rumbo de mi viaje. Sin darme cuenta, me presenté en otra plataforma de embarque; quería un destino diferente. «Para ello, debe modificar su equipaje», oí una voz a mi lado. «El equipaje identifica al viajero», concluyó.
Me explico mejor. Estuve envuelto en mi llanto durante un tiempo que no puedo precisar. Pasaron las horas, la gente iba y venía. Me quedé allí sin moverme del sitio porque por fin comprendí que no sabía adónde ir. Sólo estaba segura de que no volvería al camino de siempre. Al final de la tarde, con la iglesia casi vacía, un anciano se me acercó y, sin dejarse notar, se sentó a mi lado. «Soy fray Ezequiel», se presentó con voz mansa y acompañado de una dulce sonrisa. Luego me preguntó: «¿Es la primera vez que te encuentras con Dios? Le dije que no había ocurrido nada especial. Acababa de tener una conversación muy franca conmigo mismo. El fraile sacudió la cabeza y me explicó: «Es la única manera que conozco de estar con Dios».
Me confesé fracasado. Ezequiel frunció el ceño y me advirtió: «Fracaso sería persistir en cometer errores. Bien utilizados, los errores nos enseñan y nos hacen madurar respecto a lo que ya no nos sirve. La certeza de lo que no queremos nos hace más fuertes y enciende la luz para encontrar un nuevo camino. Eres victorioso por haber llegado hasta aquí y comprender este punto del camino. Ahora es el momento de seguir adelante. Sabed que no será fácil, pero os encantará la belleza que rodeará vuestros días.
Allí mismo, hablamos mucho. Resumí mi vida. Una historia marcada por las insatisfacciones y el sufrimiento. Una verdadera sensación de estar al borde del precipicio, fue como cerré la narración. Aunque la expresión aportaba dosis extra de dramatismo, había honestidad en mis palabras, pues así era como me veía en aquel momento. Con la mirada serena de quien ya se ha enfrentado a duras batallas y sabe que es posible superar cualquier dificultad, el fraile guiñó un ojo y susurró como si revelara un secreto: «No hay mejor situación para que alguien comprenda el poder de las alas y aprenda a volar». Sonreí ante la amabilidad de aquel hombre sin saber si se trataba sólo de buen humor o de un verdadero acto de fe. Tiempo después, descubrí que eran ambas cosas. El buen humor y la fe no se anulan mutuamente; al contrario, van de la mano porque son atributos comunes a la iluminación.
Ezequiel me preguntó si quería escuchar una historia corta y sencilla. Le dije que se pusiera cómodo. Contó: «Había un hombre que se creía el peor de su especie. Había cometido muchos errores y sembrado mucho dolor. Afligido por sus errores, sufrió mucho y creyó que no le quedaba ningún camino decente que seguir. Buscó a un sabio con la esperanza de que hubiera una salida. Estaba dispuesto a hacer cualquier esfuerzo para poner fin a los sufrimientos que le atormentaban. El sabio escuchó atentamente sus palabras. Al final, le aconsejó que fuera al Paraíso. No conocía otra solución. El hombre confesó que no era digno de entrar en el Paraíso. El sabio le explicó que todos los que llegaban allí merecían quedarse. El hombre dijo que no sabía dónde estaba. El sabio le pidió que escribiera la dirección. Estaba en la cima de la montaña más alta. Resuelto, el hombre caminó durante incontables días. Cuando llegó allí, sólo había una cueva de piedras, sin ningún lujo ni sofisticación. Solo, al entrar en la oscura cueva, se encendió una luz. El hombre sólo encontró un espejo, en el que se vio a sí mismo frente a su propia imagen. Decepcionado, volvió sobre sus pasos en el camino de regreso. Al encontrarse con el sabio, declaró que había sido engañado. Sin hacer ningún comentario, el sabio le aconsejó que se reuniera con Dios. Al igual que la vez anterior, le dijo dónde se encontraría con Él. Era en el reino más lejano, en la última frontera del mundo. Decidido a no rendirse, el hombre aceptó el nuevo consejo y caminó durante meses que se convirtieron en años. Cuando llegó, no había ángeles con trompetas para anunciar al ilustre habitante la llegada del visitante. Sólo un espejo para que el hombre mirase su propia imagen. Disgustado, regresó junto al sabio para confesarle su decepción. Había malgastado años de su vida en una búsqueda infructuosa. El sabio le explicó: «La primera vez, descubriste dónde está el Paraíso. La siguiente vez, encontraste dónde habita Dios. Ahora, todo lo que tienes que hacer es abrir las puertas del Paraíso para vivir una vida a Su lado».
Encandilado por la profundidad de aquella historia, me preguntó: «Hijo, ¿conoces el significado de la expresión redimirte? Como dudé unos instantes, me respondió: «Significa redimirse».
El Hermano Ezequiel sonrió y aclaró: «Ya has comprendido lo que no quieres. Ahora se trata de aprender las verdaderas conquistas. Todo lo demás es determinación y amor, todo lo demás son detalles.
Hizo una pausa y concluyó: «Redimirse es el desafío de la vida». Luego terminó: «Aceptar o negar el desafío es la diferencia entre la alegría y la tristeza de los días».
Gentilmente traducido por Leandro Pena.
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Gracias maestro ♥