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El mejor de los mundos

En el monasterio es fabricado, tan sólo en algunos meses del año, una pequeña y apreciada cantidad de chocolate en barra. Confeccionado de manera artesanal, con las mejores semillas de cacao, oriundas de países tropicales, vainilla y miel elaborada por cuidadosos productores de la región, que sigue estrictamente una receta secular sólo conocida entre los monjes. El chocolate es famoso entre aficionados y toda la producción es vendida de inmediato, aunque la cantidad individual de compra sea limitada. El valor recaudado ayuda a costear buena parte de los gastos de la Orden pero no toda.

Cierta vez el Viejo, como cariñosamente llamamos al decano de la Orden, tuvo que viajar y me dejó como asistente de Lucca, un tranquilo monje que desde hacía décadas era el responsable por la producción del chocolate. Nada parecía ser tan importante o brindarle tanta alegría al monje. Meticuloso, no permitía que cambiara nada en la receta para no alterar el sabor del manjar. Historias contadas como leyendas de un periodo anterior a mi ingreso a la Orden, relatan que cierta vez él prohibió la venta cuando un auxiliar alteró, en cantidades mínimas, la exacta proporción de los ingredientes. Se mantuvo inflexible, aunque todos en el monasterio elogiaron el sabor pues la diferencia era casi imperceptible con relación a la receta original. En otra ocasión, se negó a producir el chocolate al rechazar las semillas de cacao recibidas que, a su entender, no tenían la calidad indispensable. Fueron años en los que el monasterio enfrentó dificultades financieras debido a la ausencia de la renta proveniente de la venta del chocolate.

En aquel año todo parecía ir bien. Los ingredientes ya habían llegado y Lucca los aprobó. El problema era otro. El horno de la pequeñísima fábrica de chocolate del monasterio era alimentado con leña recogida en el bosque de los alrededores y, por obvios motivos ambientales, hacía mucho tiempo sólo se permitía usar los gajos secos que se desprendían naturalmente de los árboles. El corte estaba prohibido. Por otro lado, la naturaleza no estaba colaborando. Tradicional y fiel a la receta, Lucca resolvió disminuir de manera drástica la producción, conforme la cantidad de leña recogida. Previniendo una nueva crisis financiera, estudié la posibilidad de cambiar los hornos de leña por los de gas o que, excepcionalmente en ese año, se utilizara la cocina del monasterio que era a gas. El monje no lo permitió. Sugerí entonces que compráramos leña de replantación, oriunda de madera con el debido sello ecológico. Lucca se negó a autorizar la compra. La receta decía horno a leña y durante siglos era usada la madera salvaje proveída gentilmente por la naturaleza. El roble era el árbol predominante en aquel bosque y el aroma al quemar sus gajos era indispensable. Cada detalle, por menor que fuera, según el cuidadoso monje, alteraría el sabor final del chocolate.

Discutimos. Lo acusé de estar siendo romántico en exceso, actuando fuera de la realidad. Él refutó diciendo que yo era un irresponsable y voluble por ceder fácilmente ante las dificultades. Lucca dijo que a penas quería lo mejor para la Orden al mantenerse fiel a la receta; argumenté que yo también deseaba lo mejor al buscar soluciones ante el problema. Expliqué mis argumentos y él los suyos. Rápidamente lo hechos corrieron por todo el monasterio. Monjes y discípulos se dividieron en opiniones y los ánimos se exaltaron. La discordia estaba instalada. La producción seguía a paso lento según la leña conseguida en el bosque, siguiendo la formula original y, en breve, los ingredientes no utilizados se perderían a medida que el tiempo pasaba debido a la calidad necesaria para la elaboración. Un año difícil se avecinaba.

Entonces el Viejo llegó de viaje. De inmediato muchos corrieron a contarle lo ocurrido. Él oyó a todos con su enorme paciencia y dulzura, inclusive a Lucca y a mí. No pronunció ni una palabra. Sin perder la tranquilidad dijo que estaba cansado, que iría a dormir y que conversaríamos por la mañana.

Al día siguiente, cuando llegamos al comedor, el Viejo ya nos estaba esperando. Estaba bien dispuesto y nos recibió con su mejor sonrisa. Su buen humor generalmente era constante. Él solía decir que la alegría serena era una característica de los espíritus iluminados. “No hay lugar para los malhumorados en las Tierras Altas”, repetía. Esperó que todos desayunáramos y pidió la palabra. Su tono de voz siempre bajo, necesitó del silencio absoluto de los demás para hacerse oír: “Ya supe del conflicto aquí instaurado. De menor importancia es la crisis financiera o el sabor final del chocolate. Puedo enfrentar cualquiera de estos problemas con mayor o menor dificultad, pero no puedo vivir sin paz”.

Hizo una pequeña pausa y prosiguió: “No me importa quien tiene la razón. El valor está en encontrar los buenos motivos para restaurar la armonía y ellos son abundantes y conocidos, basta permitir oir el corazón. La lección que resta de esta situación es que, como pueden percibir, el mal raramente viene de fuera. En general viene de adentro. Por los corredores del ego brotan las sombras que alimentan las tinieblas. Representamos mayor peligro para nosotros mismos que los otros para nosotros”.

“Así como enseñó en versos el poeta portugués, ‘todo vale la pena cuando el alma no es pequeña’. Aprendamos la lección con humildad y alegría”, se detuvo por instantes y susurró como si hablara consigo mismo: “Este coterráneo mio era un sabio alquimista disfrazado de escritor”. En seguida nos pidió a Lucca y a mi que fuéramos a la biblioteca para continuar aquella conversación en particular con él.

Dispuestos en cómodas poltronas al lado de una gran ventana que nos ofrecía el bello paisaje de las montañas, el Viejo, después de llenar su taza con café, dijo: “Sé que cada cual tiene sus razones y motivos para sostener la opinión que defiende. ¿Quién está correcto? Probablemente los dos, dependiendo de la óptica con que se observe el mundo. No obstante, repito, no me importa quién tiene la razón, ni es ese el motivo que nos reúne aquí. Entiendo a Lucca por seguir las tradiciones y tener cuidado con la calidad del producto que vendemos; así como comprendo a Yoskhaz que se deleita con la modernidad y se preocupa con una posible dificultad financiera de la Orden. Sin embargo ambos acabaron apegándose tanto a sus conceptos, que los llevaron al extremo. Al radicalizar se olvidaron del buen consejo del maestro Buda: ‘la virtud está en el camino del medio’. Involucrados emocionalmente, dejaron que los egos se inflaran de orgullo y no se permitieron una visión libre de las nebulosas de la vanidad”.

Tanto yo como Lucca insistimos en que él debería evaluar los fundamentos de cada uno y decidir quién tenía la razón, pues el plazo final para cerrar la producción se aproximaba. Los ojos del Viejo transmitían compasión cuando dijo: “Renuncio a la espada que quieren entregarme. Juzgar quién tiene razón sería fácil y alimentaría mi ego con el ejercicio del poder sobre la vida del monasterio. Los monjes están divididos y cualquier decisión va a producir una gran insatisfacción. Sé que hay casos en que no hay alternativa. Sin embargo, ¿será que en este caso no existe una alternativa? ¿Un camino del medio por el que todos puedan transitar con alegría? Recuerden que la radicalización de la buena moral crea el intragable moralismo; cuando las nobles virtudes son apoderadas por las sombras nos deparamos con la nefasta intolerancia”. Hizo una pequeña pausa y preguntó: “¿Perciben que la terrible discordia que recae sobre el monasterio nació de las buenas intenciones de los dos? ¿Es claro que en algún momento en la búsqueda por el bien permitieron que el propio bien se perdiera? Algo común cuando insistimos en imponer a los otros nuestras razones”. Volvió a callar por instantes e hizo una sencilla pregunta: “¿Podemos hacer diferente y mejor?”

Lucca y yo bajamos la mirada. Estábamos avergonzados al permitir que la situación hubiera llegado al punto que llegó. Sí, poseemos la capacidad de hacer diferente y mejor; no obstante habíamos perdido el rumbo, deslumbrados por los trucos de la vanidad, de la terquedad y del orgullo. Permanecimos un buen tiempo en silencio hasta que Lucca dijo que hacía muchos años, cuando él aún era aprendiz, habíamos pasado por un problema semejante por falta de  leña y que en aquella época se habían usado hojas secas de roble como combustible para los hornos. El sabor del chocolate se había mantenido. Sin embargo, alertó diciendo que creía que en aquel momento sería difícil hacer lo mismo, pues necesitaba de una cantidad que los monjes no podrían cargar y suplir. Yo le dije que podía ayudar ya que conocía al dueño de una pequeña constructora en la ciudad en la falda de la montaña y que intentaría conseguir un camión prestado para optimizar la carga. El Viejo apenas sonrió en respuesta.

Mientras busqué el camión que nos fue gentilmente cedido, Lucca movilizó a todos los monjes que pudo para que se arremangaran y se internaran en la floresta. Lo más importante: todos se unieron ante el mismo propósito. Esto nos hizo más fuertes y, claro, el resultado fue un éxito. La producción fue llevada a término y el chocolate mantuvo el sabor que ha conquistado paladares hace siglos. En lo referente a nosotros en el monasterio, mantuvimos el gusto de vivir con alegría.

Pasados algunos días encontré al Viejo cuidando de las flores del jardín interno del monasterio. Le comenté que todos estaban felices. El monje detuvo lo que estaba haciendo, guardó el alicate en el bolsillo en la túnica y me convidó a sentarme a su lado en un banco de piedra, a la sombra. Después dijo con serenidad: “El mundo perfecto no es un mundo sin problemas. El mundo perfecto es el mundo posible”. Giñó el ojo, como hacía cada vez que me confiaba un secreto y finalizó: “El mundo perfecto es aquel en el que te esfuerzas para encontrar las mejores soluciones en armonía y paz”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar linares.

 

 

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