Desperté muy temprano. El cielo tenía una tonalidad rosa, típico de cuando amanece sin que el sol haya despuntado en el horizonte. Ingrid, la bella astrónoma nórdica, que casi muere el día anterior envenenada por la mordida de una serpiente, sentada a mi lado, me sonrió. Me sentí aliviado. Aunque aún estaba débil, ella estaba bien. Agarré dos tazas de café y me senté a su lado. Ella me agradeció con los ojos sin decir palabra. Le dije que estaba preocupado pues no sabía si ella soportaría in día más de travesía. Las condiciones del desierto son severas y yo temía que ella empeorase. Con la quijada, Ingrid apuntó hacia uno de los encargados de la caravana. Era Rafí, a quien ya había notado pues sin tener un brazo, era una de las personas más solícitas, gentiles y trabajadoras del grupo. Entendí lo que Ingrid quiso decir, no obstante, ponderé que a pesar de Rafí no tener un brazo, su organismo era fuerte y estaba acostumbrado a aquellas condiciones, pero ella todavía estaba visiblemente frágil. Mencioné que debería continuar acostada en una camilla, acomodada entre dos camellos como en el día anterior, por lo menos durante un día más. Ingrid se negó. Dijo que iría sentada sobre su camello. Insistí diciéndole que estaba equivocada y que se arrepentiría. Se encogió de hombros y argumentó que la consciencia moldea la realidad; al creerse débil, lo estaría. Agregó que lo inverso también era aplicable. Ser fuerte siempre será una elección. Una simple decisión. Rafí era un buen ejemplo de eso, resaltó.
Además explicó que a nadie le gusta equivocarse; sin embargo, equivocarse cuando nos dejamos llevar por la opinión de otra persona, aunque su intención sea sincera, en contravía de nuestra consciencia, es mucho peor. Solamente al respetar las propias elecciones el individuo se otorga el poder sobre su propia vida. Significa aplicar la consciencia como maestro, en ejercicio constante de errores y aciertos en la búsqueda por la verdad. La verdad se ilumina a medida que la consciencia se expande; para tanto, es necesario estudio y práctica.
Le dije que tan solo quería su bienestar. La astrónoma me ofreció una bella sonrisa y dijo que no tenía duda alguna sobre eso. También dijo que todas las opiniones eran bienvenidas y que lo agradecía, pues le permitían otras ópticas sobre una misma cuestión. Era como recibir flores de sabiduría, una bonita manera de amar. Todas eran tomadas en consideración y podrían o no, modificar su visión. Sin embargo, respetar la verdad de la propia consciencia hacía florecer la libertad individual, lo que le permite al individuo responsabilizarse de sí, de sus elecciones y, en consecuencia, mejorarlas. Seguir la orientación de la propia consciencia es la única manera de pasar de la infancia a la madurez del ser.
No quise insistir para no incomodarla. Ofrecer una opinión era mi derecho; la decisión solo le correspondía a ella. Respetar las elecciones ajenas establece la frontera de las relaciones saludables, germina la paz y también dice mucho sobre la libertad. Cuando le impongo mi opinión a alguien nos hacemos prisionera de la misma celda. Al final, prisionero y carcelero están impedidos de salir de donde están; uno cercena al otro. Para ser verdaderamente libre no puedo aceptar la función del carcelero de la libertad de nadie. En contrapartida, no puedo concederle tal poder a nadie sobre mis elecciones. Digo lo que pienso, siempre de manera serena y clara; el otro decide por sus propios conceptos y valores. De otro lado, escucho lo que todos tienen a decirme; después decido con la luz de mi consciencia y asumo, sin lamentos, los dolores y delicias de las consecuencias.
Por cuidado, emparejé mi camello al lado del de Ingrid. Ella, al percibir el cariño, me sonrió en agradecimiento. Con el pasar de las horas, noté que la astrónoma hablaba cada vez menos. Sus ojos casi siempre cerrados revelaban una notoria incomodidad, un cansancio extremo.
Cuando paramos al medio día para un breve descanso y una refección ligera, Ingrid parecía desfallecer. Se acostó en la arena para descansar. Bebió un largo sorbo de agua de la cantimplora. Le pregunté si ella quería comer alguna cosa. Le ofrecí un puñado de nueces y támaras deshidratadas que siempre cargaba en la alforja del camello. La astrónoma sonrió y aceptó. Después de comer me pareció que estaba un poco mejor. Enseguida, de manera traviesa, dijo que yo debería estar pensando que habría sido mejor que ella hubiese seguido mis consejos de hacer la travesía acostada en una hamaca entre dos camellos. Le respondí que era exactamente así. Ingrid se sentó y me convidó a sentarme a su lado. Dijo que no moriría por la mordida de la serpiente, pero que el veneno aún circulaba parcialmente por sus venas. Agregó que ella tenía que entender todo el significado del hecho.
Le dije que ella parecía complicar lo que era sencillo. Al final, ella había sido envenenada por una cobra y estaba curada. Ahora era necesario recobrar el vigor lentamente. Así de simple. Nada más debía ser entendido. Ingrid sacudió la cabeza como quien dice que yo estaba equivocado.
Me recordó que había sido envenenada. La interrumpí para sugerirle que podría haber pasado con cualquier otra persona de la caravana. Ingrid concordó y agregó que, sin embargo, le había sucedido a ella. Nada es por casualidad, todo lo que pasa en la vida es para nuestro bien. Discordé de inmediato. Dije que un desastre, una enfermedad o, como en su caso, un envenenamiento que casi la lleva al óbito, no tenían nada de bueno. La astrónoma me miró con dulzura. Enseguida me explicó que todos los problemas esconden un maestro en sí. Encontrar al maestro o dejarlo huir es función de cada uno que vive la experiencia; significa una lección agregada al ser o una mera molestia.
Sonrió al decir que no podía desperdiciar esa maravillosa oportunidad. Le pregunté qué había aprendido con aquel episodio. Respondió que aún no lo sabía, pero que tenía una pista de dónde el maestro se escondía. ¿Una pista? Se me hizo extraño. Dijo que su cuerpo estuvo envenenado y para que su existencia prosiguiera debió mezclar su sangre con el antídoto hecho con la propia sustancia nociva. De lo contrario, se habría apagado la luz de su existencia. Dicho proceso todavía no había llegado al fin, a menos que ella entendiera que aquella jornada no estaba limitada al cuerpo. Sin embargo, podría tener también significados metafísicos. Cabía a ella escoger el alcance de la experiencia vivida.
El veneno de la serpiente había envenenado su cuerpo. Era necesario entender qué envenenaba su alma. Problemas físicos son espejos de cuestiones íntimas mal resueltas. Ante un problema, los sabios agradecen la oportunidad; los tontos se lamentan.
Dije que aquello era absurdo, pues siguiendo su lógica, personas con problemas de visión tendrían cuestiones primordiales en su vida que se negaban a ver. Individuos con lesiones en la columna vertebral, eje central del cuerpo, tendrían situaciones estructurales del ser a ser resueltas, apenas para citar alguna posibilidad. La astrónoma meneó la cabeza como quien dice que era exactamente eso. Enseguida, explicó que el alma expurga en el cuerpo las emociones y realidades mal digeridas. Comenté que aquella retórica era insana. Ingrid apenas sonrió y se encogió de hombros.
Confieso que quedé atónito ante aquel raciocinio. Pensé que ella buscaba significados en algo desprovisto de algún significado. Guardé silencio ante el devaneo de la astrónoma. Consideré que serían delirios por efectos del envenenamiento. Entonces llegó la orden para que la caravana prosiguiera la marcha. Continuamos con los camellos emparejados. Ingrid evitó conversar. Tenía los ojos unas veces cerrados, otras abiertos, por largos periodos. Cuando los cerraba, yo tenía la sensación de que ella se veía a sí misma; abiertos, parecía vagar en las arenas infinitas del desierto. A veces sonreía ante sus pensamientos; en otros momentos las lágrimas se le escapaban, como si al lavar el corazón, las emociones recurrentes transbordasen del propio ser.
Al final de la tarde paramos para montar el campamento y pernoctar. Me ofrecí para llevarle la cena a la tienda. Ingrid aceptó. Cuando regresé con los dos platos humeantes de guisado de carne seca de carnero con legumbres, la astrónoma estaba acostada en la arena. La bella mujer de ojos color lapislázuli estaba sentada a su lado. Paré, mas la mujer hizo una señal con la quijada para que me aproximara y me sentara. Ellas conversaban.
La mujer de ojos azules le pidió a Ingrid que permaneciera con los ojos cerrados: “Es hora de mirar para sí. Sin este movimiento no existirá cura. No me refiero al cuerpo, me refiero al alma. Relájate por algunos minutos. Enseguida, sumérgete en tu interior y trae al consciente todas aquellas memorias y emociones que aún envenenan tu corazón”.
Pasados algunos momentos, la astrónoma comenzó a hablar, como en catarsis, de situaciones vividas desde la infancia que le hacían mal: El hecho de que su padre privilegiara a su hermano en detrimento de ella; una relación en la que su pareja la dejó por una amiga; una injusticia en el trabajo con un compañero mucho menos capacitado que ella y otros tristes recuerdos y nocivas emociones. De algunas de ellas Ingrid ni se acordaba, pero en aquel momento ella percibió que todavía la atormentaban inconscientemente. La mujer de ojos azules le explicó: “Los resentimientos son venenos que nos intoxican mientras están vivos, robándonos los colores de la vida y nos matan por estar presos. Son subtipos de rabia u odio. Venenos agresivos que debilitan el alma, impidiendo la conquista de las cinco plenitudes, especialmente la felicidad y la libertad”.
Ingrid dijo que entendía que tales emociones le impedían alcanzar la felicidad. Sin embargo, no entendía lo referente a la libertad. La mujer fue didáctica: “Nadie es feliz con el corazón ahogado en tristes recuerdos”. La astrónoma concordó y la interrumpió para preguntar si debía olvidar esos hechos generadores de tanto sufrimiento. La mujer profundizó la explicación: “En verdad, nadie olvida y tampoco se debe hacer. En el intento por reprimir la memoria y olvidar el pasado, se generan desajustes en el ser. El alma no puede evolucionar mientras prefiera la negación en detrimento de la superación. Superar es evolucionar para ir más allá; más allá de sí mismo, más allá de los hechos externos que jamás pueden tener la fuerza de impedir la conquista de las plenitudes. La libertad es una de ellas. Nadie es libre mientras esté encadenado a un resentimiento. La libertad, mucho más que un movimiento de ir y venir del cuerpo es el viaje libre por todo tu pasado, por todos los momentos de la vida sin cualquier sufrimiento que te aprisione. Solamente así podrás aprovechar toda la belleza del presente y proyectar el futuro con sabiduría. Por tanto, es necesario ver cada uno de esos hechos que generan algún tipo de sufrimiento y abrazarlos con amor. Entender que cada individuo actuó o actúa según el límite de su capacidad, en el estrecho ámbito del nivel de consciencia y en el extremo de sus posibilidades de amar. Ten certeza de que el otro se comportó como sabía hacerlo. Si no hizo lo mejor fue porque no tenía la capacidad en aquel momento de la existencia. Tal vez ya la tenga, mas no importa. Tú no debes esperar que el otro se arrepienta, pida disculpas o cambie el comportamiento para que puedas seguir en libertad. Ser libre siempre será una actitud personal independiente de cualquier factor externo al ser”.
“Sin embargo, no olvides que también podrías haber actuado de manera diferente con otras personas en diferentes situaciones de tu vida. No obstante, en aquella época no pudiste hacerlo. Con seguridad varias personas se resintieron por diversas elecciones que hiciste. Míralo sin la culpa que paraliza; enfréntalo con la responsabilidad que transforma”.
“El problema es que nos proclamamos con el derecho de resentirnos ante las elecciones ajenas y al actuar de acuerdo con la consciencia que ya alcanzamos, aún distante de la luz, exigimos que todos comprendan nuestras decisiones. Somos rigurosos con los otros y pedimos que sean tolerantes con nosotros. Así nos mantenemos en eterno conflicto. No olvides, por justicia, que la reciprocidad siempre será aplicada. ¿Puedes entender como el resentimiento tiene una absurda conexión con la libertad? En el fondo, el resentimiento demuestra cuán ligados estamos a los condicionamientos ancestrales de dominación. Deseamos que los otros escojan nuestras elecciones; que todos sea permisivos ante nuestros deseos. Constantemente nos ilusionamos al pensar que nuestra consciencia es la verdadera o la única. Esto no es posible, justo o digno. Sea con nosotros, sea con el mundo”.
“Ese entendimiento, de respetar las propias elecciones y, en consecuencia filosófica, aceptar las elecciones ajenas pavimenta el camino hacia una de las más sublimes virtudes, dado el amor, sabiduría y coraje que contiene: el perdón”.
“El perdón es el antídoto para todos los venenos oriundos del resentimiento, del sufrimiento, la rabia o el odio. Como todo antídoto es elaborado a partir del propio veneno, el perdón nace a partir del entendimiento ante mis equivocaciones con relación a otras personas en diferentes momentos de la existencia”.
“¿Cómo exigir la perfección de quien aún no la entiende? ‘Perdónalos Padre, pues no saben lo que hacen’, esta frase hace parte del mayor legado de amor, sabiduría y coraje de la historia. Profundizando en el tema, ¿cómo exigir la perfección a los otros si yo mismo todavía no la tengo para ofrecérselas? ¿Percibes toda la dignidad que existe en este raciocinio?”.
“En el mismo sentido, el perdón nos enseña que el dolor solo tiene sentido cuando lo envolvemos con amor. De lo contrario no hay avance; será apenas un sufrimiento. Para que sea amor no puede haber tasas o tributos; debe ser incondicional. Esto, en consecuencia, redimensiona la verdadera libertad. La libertad forjada en lo más íntimo del ser sin ninguna dependencia de las cosas del mundo”.
“El perdón nunca es espontáneo o viene como un truco de magia. Este se construye internamente. El perdón se sustenta a través de los pilares de la consciencia; con la argamasa del corazón. El perdón, nacido de la ofensa proferida, es el elixir que transmutará toda la tristeza que sofoca el alma”.
“Recuerda siempre que no basta perdonar los actos sufridos, sino también aquellos practicados. Los errores no son privilegios de nadie y hacen parte de las elecciones de todos, sin excepción”. Miró a Ingrid y dijo: “Perdónate a ti misma para que seas capaz de perdonar a alguien. Solamente al entender tus dificultades de elecciones serás capaz de comprender y aceptar las equivocaciones ajenas. Entiende también, esto es muy importante, que muchas veces sufrimos porque le concedemos a alguien un poder indebido sobre nuestra vida. Entonces, vuélvete a perdonar por no haber conseguido imponer los límites que deberías y asume ante el propio corazón la responsabilidad para que la próxima vez – siempre habrá una próxima vez, aunque sea para probar si de hecho existió la superación – actúes de manera diferente y mejor de lo que lo hiciste anteriormente. Esto te concede el poder de la vida. Esto te hará sentir en paz contigo y con el mundo”.
“Esta paz es la prueba de la cura”.
Permanecimos sin pronunciar palabra por un tiempo que no sé precisar. El cielo cambió y las estrellas se derramaron como un manto sobre la astrónoma; sus amadas estrellas. Poco a poco Ingrid comenzó a balbucear hechos tristes de su infancia. Mientras los narraba, se esforzaba para entender a consciencia las dificultades de todas las personas involucradas en cada episodio, incluyéndola a ella. El perdón es contrario a la victimización. Después vagó por la adolescencia hasta que llegó a los días de la edad adulta. A medida que los hechos llegaban a su mente, lloraba; después, los abrazaba con amor para iluminar las posibilidades de entendimiento y superación; luego sonreía. Sonreía para sí; le sonreía a las estrellas. Eso sucedió varias veces aquella noche.
Las horas pasaron sin prisa hasta cuando la astrónoma miró a la bella mujer de ojos color lapislázuli y le dijo que no había nada más, que estaba vacía; vacía de resentimientos. Dijo que se sentía leve. Era una extraña y agradable ligereza. Ahora Ingrid podía visitar sus memorias como si fueran una película de amor; de amor por la belleza de la vida, por las posibilidades infinitas de superación y ya no como un doloroso drama. La mujer de ojos azules sonrió satisfecha y explicó: “Todo el veneno fue expurgado de tu alma. Ahora estás lista para seguir con la conquista de las cinco plenitudes: la dignidad, la paz, la libertad, el amor incondicional y la felicidad”.
Ingrid sonrió y le dio un beso sincero de agradecimiento a la mujer en el rostro. La astrónoma mencionó que sentía deseo de danzar. Tomó una antorcha, se distanció algunos pasos, la fijó en la arena y comenzó a girar a su alrededor. Bailaba para sí, para nosotros, para las estrellas, para la vida; celebraba haber encontrado el maestro oculto en aquel problema que le había enseñado un poco más sobre todas las curas del alma. Esta vez, el maestro no había escapado. Sentada a mi lado, la mujer de ojos color lapislázuli se divertía y aplaudía para acompañar la danza de Ingrid. Le pregunté a la mujer si todo dolor contiene la respuesta que necesitamos. Ella se volteó hacia mí y dijo: “No. El dolor contiene al maestro; en él, la respuesta. Obtener la respuesta cierta exige dos cosas: primero, envolver el problema con amor. Después, hacer la pregunta correcta, de lo contrario el maestro escapará y quedará apenas el sufrimiento”. Hizo una pausa antes de hablar: “A menudo, huimos de las preguntas esenciales por miedo, comodidad o ignorancia. La exacta pregunta ilumina la consciencia en la búsqueda de la verdad”. Miró a la astrónoma y concluyó: “La cura del alma refleja la victoria de la luz sobre las propias sombras”.
Ideas nuevas deambulaban por mi mente en busca de un lugar para habitar. Antes que el día acabase, le pregunté a la mujer cuál era la definición de consciencia. Ella me miró con sus ojos azules por algunos instantes y dijo: “Consciencia es la percepción de ti mismo con relación a tu visión del mundo”. Hizo una pausa antes de finalizar: “Entre más profundo sea tu conocimiento sobre ti mismo más amplia será tu ventana hacia la vida”.
Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.