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El segundo día de la travessía. El dor nada enseña.

La caravana seguía rumbo al mayor oasis del desierto del Sahara. Mi objetivo era conocer a un sabio derviche, poseedor de “muchos secretos del cielo y de la tierra”. Estábamos en el segundo día de la travesía y yo todavía no me acostumbraba al compás del camello, que me dejaba un poco mareado. Intentaba distraerme con el paisaje, pero no lo lograba. Dunas enormes parecían repetirse dando la falsa sensación de que andábamos en círculos. La bellísima mujer de ojos color lapislázuli, quien me había autorizado a participar de la caravana el día anterior, había desaparecido. El caravanero, montado en su vigoroso caballo blanco, pasaba revista a la comitiva; algunas veces gritaba dando órdenes en un idioma desconocido. Yo, aún impactado con los hechos del primer día, me limitaba a acompañar a los demás integrantes, con recelo de hacer algo que perjudicara el encuentro con el derviche. A pesar del fuerte calor, teníamos el cuerpo completamente cubierto de ropa para evitar quemaduras solares y la deshidratación que podría llevarnos a la muerte. En determinado momento le fue ordenado a la caravana que parara por algunos minutos para que todos hiciéramos una ligera refección. Algunas personas aprovecharon para realizar las oraciones diarias conforme sus preceptos religiosos. Desmontado del camello, anduve sin rumbo hasta que vi al caravanero, un poco distante y solitario, con su halcón que reposaba en el grueso guante de cuero que usaba en la mano izquierda.

Algo reticente, me arriesgué a aproximarme; él me vio. Como no hizo ninguna objeción, llegué más cerca. Comenté, sólo para poner un tema, que el desierto era inhóspito y sin vida. El caravanero discordó con un movimiento de cabeza. En seguida, quitó la máscara que tapaba los ojos del ave, le dio un comando y el gavilán movió las alas ganando altura. En lo alto, planeó por minutos, como si economizara fuerzas, sustentándose en las invisibles burbujas de aire caliente que se forman a partir de las arenas ardientes y suben al cielo azul, hasta que, de repente, recogió las alas y, en caída vertiginosa, descendió para buscar algo en el suelo. Cuando retornó pude ver que traía una serpiente aprisionada en las garras, la cual le sirvió de alimento. Quedé sorprendido con la capacidad del ave. El caravanero mencionó: “Hay que entender al desierto, acepte hacer parte de él y éste le dará todo aquello que necesita”. Percibí que él usaba el desierto como metáfora del mundo, de la vida y de lo metafísico que nos envuelve. Argumenté que la frase era bonita en la teoría, pero muy diferente en la práctica. El caravanero volvió a negar mis palabras con un simple movimiento de cabeza y agregó: “Como somos parte del todo, el todo está dentro de nosotros. Cuando entendemos esto, pasamos a tener la fuerza del todo a nuestra disposición. El poder consiste en aprender a usarla”.

Hizo una pausa y concluyó: “Es esto lo que el halcón hizo”. Discordé de inmediato. Comenté que el ave actuaba por instinto o determinismo biológico. No hay raciocinio filosófico en sus acciones. El caravanero sacudió la cabeza en acuerdo: “Sí. Al contrario del ave, usted tiene absoluta libertad ante un diversificado abanico de elecciones. Esto amplía su poder”. Me miró a los ojos y dijo: “Esto es lo que ustedes en Occidente llaman fe”. Se volteó hacia el desierto y concluyó: “En Oriente también”.

Mencioné que había lecciones en toda parte. En seguida me lamenté con la conocida tesis de que “aprendemos con el amor o con el dolor”. Acrecenté que, a menudo, el sufrimiento suele ser el profesor más utilizado. El caravanero me miró de manera extraña, como si hubiese oído algo absurdo y se limitó a decir: “El dolor nada enseña”.

Proferí un pequeño discurso sustentando la teoría del aprendizaje mediante el dolor. Cité ejemplos propios y ajenos para ilustrar mi raciocinio. El caravanero sólo me miraba mientras yo hablaba, como quien observa los devaneos de un loco. Cuando terminé, me tomó por sorpresa: “Usted todavía no está listo para conversar con el derviche”. Aún sin entender lo que estaba por suceder, él sentenció: “No seguirá con la caravana. Será un desperdicio de tiempo y de suplementos”. Colocó en mis manos una cantina hecha con piel de cabra y me indicó: “Aguarde que en la noche un guía vendrá para conducirlo de regreso a la ciudad”. Intenté protestar, mas la rudeza en la mirada del caravanero me hizo recordar que la desobediencia en el desierto era punida con extremo rigor. A lo lejos vi que levantaban el campamento y proseguían hasta desaparecer atrás de la primera duna.

Fui invadido por un remolino de sentimientos; de la rabia al miedo; de la indignación por la injusticia de la sentencia proferida por el caravanero a la cólera por mi cobardía en aceptarla pasivamente. Corrí de un lado al otro; insulté y maldije hasta que caí postrado en la arena. La boca tenía un sabor amargo y la garganta se secó. Bebí un sorbo profundo de agua cuando percibí la necesidad de moderar su consumo, pues el sol aún tenía buena parte del meridiano para sobrepasar hasta que la noche llegara junto con el rescate. Como apenas me restaba aguardar – y esperar que la promesa de que alguien me rescatara fuera cumplida – me senté e intenté calmarme. Como en aquel momento la única cosa que podía hacer era reflexionar, comencé pensando como las diferentes culturas producían comportamientos considerados extraños al no ser comprendidos. A medida que me calmaba, intenté revisar toda la conversación que había sostenido con el caravanero y así poder entenderlo, retirando cualquier resquicio de maldad que, por ventura, existiera en su decisión. Partí del principio de que él había sido sincero y justo, a pesar de la dificultad para entender la aparente paradoja de cómo un hombre riguroso como él podía sustentar que nada se aprende con dolor. Recordé por cuánto sufrimiento había pasado, desde la infancia hasta llegar a la comprensión que poseía en aquel día; las frustraciones y las decepciones que me corroyeron las entrañas hasta que me llevaron a otro nivel de consciencia en varios ciclos de aprendizaje. Todo porque yo no quise aprender por amor. No había duda de que el caravanero estaba equivocado.

Con el pasar de las horas, resignado con la situación, me permití ampliar el raciocinio, sólo como ejercicio dialéctico, contemplando la posibilidad de que el caravanero, por ventura, estuviese en lo cierto y nada se aprendiera con el dolor. Dos situaciones pretéritas que me hicieron sufrir vinieron a la mente. Una de ellas fue la decepción que tuve con un socio al descubrir que robaba a la empresa. Tuvimos una pelea horrorosa, él se retiró de la sociedad y, después de mucho tiempo, aunque no le deseaba cualquier mal, yo todavía no había conseguido perdonarlo, pues el recuerdo me hacía revivir una enorme tristeza. El otro recuerdo que me vino a la mente en aquel momento fue la convivencia conflictiva que había tenido durante muchos años con mi hija. Como me había divorciado cuando ella era muy pequeña, durante muchos años la relación entre padre e hija estuvo repleta de cobros, de las dos partes, por no existir en el otro la dedicación deseada. Palabras ásperas hicieron brotar muchos resentimientos de ambos lados. Ocurre que, a pesar de las desavenencias, existía amor y esto no nos permitió desistir. Poco a poco, a medida que fuimos madurando tanto como padre, tanto como hija, el amor que traíamos en el corazón también creció. Lentamente, sin cesar, pudimos limar las asperezas que nos herían, fortalecimos los lazos y evolucionamos hacia una relación maravillosa.

En ese momento se me ocurrió una idea: ¿Por qué en una de las relaciones hubo transformación y en la otra tan sólo quedó el dolor? De repente todo estuvo claro como el cielo del desierto. Sí, el amor fue el que hizo la diferencia. En la primera, el conflicto con el antiguo socio, el sufrimiento no permitió despertar ningún sentimiento amoroso en mí; entonces, aunque fue una experiencia dolorosa no hubo cualquier aprendizaje, cura o liberación, pues la compasión no se hizo presente. El resentimiento todavía imperaba y alimentaba una triste lógica de desconfianza con relación al mundo. Me fue revelada la evidente verdad que a pesar de la prudencia ser una virtud, es imposible tener ligereza sin confiar; la existencia se hace demasiado pesada y desagradable. Es imposible ser feliz sin perdonar.

En el segundo caso, permitimos que el amor prevaleciera ante todas las dificultades. Todo el sufrimiento por el cual habíamos pasado hizo despertar un amor aún mayor tanto en mi hija como en mí. Así fue posible descubrir una convivencia hasta entonces impensada, un amor en un nivel de madurez que desconocíamos, lo que nos posibilitó hacer elecciones improbables de inicio, pacificar la relación y hacernos personas diferentes y mejores. Meneé la cabeza por demorarme tanto tiempo para ver lo obvio y me reí de mí mismo.

Si el dolor no es capaz de despertar el amor, no habrá ninguna lección.

Sí, el caravanero tenía razón. Como en éxtasis, me levanté y le grité al desierto en gratitud hasta quedarme ronco. Llevado por una enorme alegría, comencé a danzar incesantemente durante un tiempo que no sé precisar. Giré, giré y giré el cuerpo sobre el propio eje hasta que mis fuerzas se agotaron y todo se apagó.

Cuando abrí los ojos, el azul del cielo había sido substituido por el rosa crepuscular del atardecer. La primera cosa que vi fueron los ojos lapislázuli de la bellísima mujer del día anterior. Ella aseguraba mi cabeza e intentaba hacerme beber un poco de agua. Le conté todo lo sucedido, mis recuerdos y como al atardecer tenía un entendimiento diferente al que poseía al amanecer. Dije que, a pesar de todo, me sentía extrañamente feliz. La mujer me ofreció una sonrisa enigmática y comentó: “El dolor nada enseña. El sufrimiento es una herramienta que debe tener fuerza para romper la cáscara de la semilla del amor que está adormecido dentro de cada ser. Si el dolor no es usado con la debida sabiduría para que germine el amor, no se podrá extraer cualquier lección de ninguna situación. Sólo sufrimiento en vez de perdón; dolor sin cura; prisión sin posibilidad de liberación. En la evolución de nada sirve un elevado nivel de consciencia si no está acompañado con igual medida de amor”.

“Muchos atraviesan el mismísimo desierto de sufrimientos. Algunos se atascan en las tempestades de resentimientos; otros aprovechan esos fuertes vientos para avanzar en incesantes etapas de superación. En las dos situaciones personales que acabaste de contarme hubo dolor. En una había incomprensión y estancamiento; en la otra, entendimiento y evolución. ¿La diferencia? El amor. Él es el único maestro de todas las lecciones. Es el amor que mueve la sabiduría en dirección a la luz. Sin amor, todo conocimiento se pudre en un cuarto oscuro. El dolor es solamente uno de los instrumentos de la luz, usado para auxiliar en la germinación del amor cuando la cáscara de la semilla se muestra demasiado resistente, negando la inevitable belleza de la flor”.

Cerré los ojos e hice una oración de sincera gratitud. Pregunté si era ella quien me conduciría de vuelta a la ciudad. La mujer volvió a sorprenderme: “La caravana sigue y tú con ella”. Hizo una breve pausa y concluyó: “Todo cambió. Hiciste que todo cambiara”. Con el mentón apuntó hacia lo alto de una enorme duna atrás de mí. Cuando me volteé, vi al caravanero de pie, impávido como un centinela, observándome. El halcón estaba posado sobre su mano izquierda. Entendí que en ningún momento yo había sido abandonado.

Ella me ayudó a levantar. Después subió en su caballo negro y me dio la mano para que me montara para ir al encuentro de la caravana. En seguida, hizo un comentario aparentemente modesto: “Los derviches también giran en sus ceremonias de conexión con el lado invisible de la vida”. Yo no lo sabía.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

1 comment

Leandro octubre 9, 2018 at 9:59 pm

Excelente reflexión, muchas veces tengo que leer estas lecturas varias veces para poder internalizarlas

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