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TAO TE CHING (Vigésimo tercer umbral – Los conejos no son rinocerontes)

Había innumerables personas. Una multitud se había reunido para escuchar el discurso. Aquel hombre de voz suave, mirada compasiva e ideas amables parecía capaz de desorientar a los políticos más poderosos. No había odio ni deseo de venganza en sus palabras. Era un concepto de reconstrucción de toda una sociedad desde una nueva perspectiva, desde una forma diferente de ser y de vivir. Elegantemente vestido con traje negro y camisa blanca, dijo que, sea cual sea nuestro origen, todos somos iguales. Las leyes son importantes para garantizar unos derechos que nunca se respetan, pero no bastan. Las verdaderas transformaciones vienen de dentro hacia fuera. Nunca al revés. Por eso los cambios impuestos mediante el uso de la violencia como método de conquista no resistían el menor viento. No eran más que maquillajes ocasionales y oportunistas impulsados por el miedo, vacíos de comprensión. Una apariencia hueca, sin esencia; un poder frágil y efímero. En los últimos días se habían producido violentas represiones contra quienes se dejaban encantar por las ideas difundidas por un hombre incapaz de hacer daño. Hablaba de la nobleza de vivir una vida basada en la dignidad, la igualdad y la solidaridad. Vivir en coherencia con los conceptos que defendía daba legitimidad a sus palabras. Tratar a los demás como a uno mismo es una idea sencilla pero indispensable para construir relaciones sanas, cuna de una sociedad pacífica y próspera. Todo lo demás es consecuencia de una belleza inevitable.

La multitud le aclamó cuando, con la ayuda de unas cuantas personas, subió a lo alto de un enorme monumento situado en el centro del parque. Dijo que tenía un sueño. Habló de libertad, respeto y paz. Explicó que comprender los valores utilizados para conseguir un logro es fundamental para entender la verdad inquebrantable de la vida. Asintió en señal de agradecimiento y se marchó. Sin ningún alboroto, la multitud empezó a dispersarse.

Yo estaba junto a una señora de ojos alegres y sonrisa fácil. Llevaba gafas y estaba acompañada por una joven de rasgos muy parecidos a los suyos. Le pregunté si podía resumir el discurso en pocas palabras. Se mostró comprensiva y dijo: “Demasiadas palabras son perjudiciales, a menudo diluyen el poder de la esencia como una gota de agua dulce en medio del océano. La fuerza de una idea no reside en el número de palabras utilizadas, sino en el poder de la verdad que contiene. Del mismo modo, un esfuerzo excesivo disipa la energía, demasiadas preocupaciones agotan la vida, un sufrimiento exagerado despoja a los días de su belleza. La voluntad se vacía y el horizonte se desdibuja.

Ante mi asombro, amplió generosamente su explicación: “Hablamos demasiado cuando queremos convencer a los demás de que hagan lo que a nosotros nos cuesta conseguir. Hablamos demasiado cuando queremos convencernos a nosotros mismos de algo que aún no ha madurado en nuestro interior, como si la verdad, aún inacabada o inexacta, pudiera surgir por la mera repetición de palabras en el contexto de ideas incompletas. Hablamos demasiado en el vano intento de convertir las palabras en actitudes que no tenemos el valor de asumir. Hablamos demasiado cuando nos falta confianza y equilibrio. Demasiadas palabras muestran la debilidad, la inseguridad y el miedo que intentamos ocultar”. Hizo una pausa y dijo: “Un terremoto no dura una mañana, una tormenta no dura un día. Si el cielo y la tierra no actúan durante mucho tiempo, no sería prudente ir en contra de los movimientos de la vida”. Cuando se dio cuenta de que no la había entendido, me explicó: “El cielo y la tierra actúan con movimientos cortos, pero de una eficacia extrema. Muestran el poder de la transformación en la sencillez de una acción bien hecha. Así es como debemos utilizar la palabra y movernos por la vida. Demasiado esfuerzo es inútil, demasiado estorba”.

Luego trató de mostrarme los efectos prácticos de lo que decía: “A menudo tenemos proyectos y prioridades importantes que se posponen indefinidamente, en una total falta de respeto por el tiempo. El tiempo es la materia prima del Gran Arte, la evolución misma. Lo malgastamos aplazando los proyectos que darán sentido a nuestra existencia, no estableciendo prioridades, resistiéndonos a desmantelar lo que ya no queremos. Nos dedicamos a lo superfluo dejando en suspenso lo esencial. Esto es lo que hace pesada la vida. Lo superfluo es el ladrón de la objetividad porque roba el momento para las transformaciones que darán sentido al Camino.”

Quería saber cómo hacerlo. La señora dijo: “Quien recorre el Camino se convierte en el Camino, quien se une a la Virtud vive la Virtud”. Le pedí que me lo explicara mejor. Antes de que hablara, le pregunté qué significaba el Camino. La señora me explicó: “Es un viaje hacia la Luz, un encuentro que nos espera en nuestro interior. Un movimiento ininterrumpido a través del cual nos movemos por el mundo guiados por la belleza y la pureza de la esencia que nos anima. No hay que desperdiciar ningún momento. La luz se enciende en la medida de la evolución personal lograda mediante la expansión de la conciencia, el florecimiento de las virtudes y el perfeccionamiento de las elecciones.” Le pregunté cuál sería el modelo o estándar perfecto, porque las personas son muy diferentes. Explicó: “Exactamente. Por eso no hay modelos ni patrones que seguir o copiar. Cada Camino es único, cada historia es singular, cada viajero sigue su propio rumbo. Ahí reside mi belleza y la tuya”.

Le dije que no tenía ni idea de cómo hacer el Camino. La señora se ajustó las gafas y me explicó: “Somos más de lo que sabemos”. Esta es la diferencia entre ver la puerta y atravesarla. No basta con comprender la dificultad, las limitaciones y las sombras, hay que ir a buscar lo incompleto, buscar la fuente de los miedos y los sufrimientos. Pero no basta con encontrar, hay que conquistar la propia luz. Es esencial vivir el conocimiento adquirido; esto es la sabiduría. Iluminar las sombras, equiparar correctamente los problemas para no temerlos y superarse a sí mismo. Transmutar cada nueva comprensión en una forma de vivir insólita. Esto lo consigo maravillándome del poder de las virtudes, de las mil formas de amar. Sólo las virtudes mueven al viajero por el camino de la evolución. No soy lo que sé, soy lo que hago.

Le pregunté cuál era el obstáculo que impedía a la gente hacer este viaje. Frunció el ceño y dijo: “El miedo”. Se encogió de hombros como quien dice una obviedad y comentó: “Sólo quien abraza el miedo se libera de él”. Le dije que no tenía sentido. La mujer aclaró: “El miedo es la mayor causa de todo sufrimiento. Desde el principio de los tiempos, hemos estado huyendo del miedo. Estamos encadenados a este condicionamiento ancestral. Por eso se instalan las figuras del cazado y del cazador”.

Aclaró: “Por supuesto, tú eres el cazado; el miedo es el cazador”. Y continuó: “El miedo es un cazador implacable, no abandona la caza. También es cruel. El miedo no mata a la presa, sino que la atrapa para alimentarse de ella indefinidamente. Así, nuestras vidas se marchitan en el miedo”. Me miró con compasión y me explicó: “El miedo impide la plenitud. No hay libertad en la huida ni paz en el miedo. El miedo se interpone en el camino del amor, coacciona la dignidad y drena la felicidad”.

Admití que el razonamiento era capaz de realizar auténticas revoluciones intrínsecas. La dulce dama me animó a continuar: “Todos los miedos son creaciones mentales derivadas de la incredulidad en nuestras propias capacidades, generadas por uno o varios hechos que no supimos elaborar en el momento de los hechos. Abrazar el miedo es encontrarse con él. Dialogar con él, comprender sus fundamentos para mostrar que hoy tenemos mejores argumentos para entender la dimensión exacta de las situaciones que vivimos y para derribar su poder de aprisionarnos. Mirando a los ojos del miedo, para conocer su origen y sus detalles, nos damos cuenta de que los conejos no son rinocerontes. Cualquiera es más grande que su mayor miedo”. Resumió el pequeño pero atractivo discurso del hombre de la plaza: “Es la serena confianza en las propias alas lo que nos da el poder de volar. Este es el origen de la luz”.

Y concluyó: “Los que no confían en sus propias fuerzas están desequilibrados. Debilitado, no puede recorrer el Camino ni alcanzar el poder de la Virtud. Debilitado, se pierde en sí mismo”. Sin que tuviera que preguntarle, aclaró: “Una persona desequilibrada, aunque utilice la agresividad como escudo para intentar ocultar sus incomprensiones, es esencialmente un individuo frágil. La percepción y la sensibilidad son las reglas de la vida. Sin ellas, ya sea en relación con uno mismo o con el mundo, todas las medidas corren peligro. Para quien vive con miedo, aunque el orgullo y la vanidad le sirvan de disfraz, cualquier brisa será siempre temida como si fuera un vendaval. A pesar de las apariencias y del típico brillo espectacular de las sombras, estas personas sufren demasiado, como todos los que se apoyan en falsas verdades y poderes efímeros. Cuando esto ocurre, la fama o la fortuna no valen nada, porque quienes no se mueven por virtudes se pierden en el Camino y se pudren en los márgenes de la existencia.” Y concluyó: “Confiar en la propia capacidad para superarse, para transformarse ante las inevitables dificultades, es la base del equilibrio y la fortaleza; para ello, es imprescindible alinearse con la verdad en la medida en que ya se ha alcanzado, sin negociarla ante la oferta de cualquier privilegio o deseo menor. Así como las virtudes son los pilares de la luz, la fuerza y el equilibrio son fundamentales para la alegría del día”

La señora dijo que tenía que irse a casa. Le agradecí la conversación y el tiempo que me había dedicado. Se despidió con una sonrisa y se marchó. Antes de marcharse también, sin que yo le preguntara, la joven me dijo que todas las personas reunidas en el parque eran el resultado de un simple gesto. Todo había empezado con la simple negativa de la joven a ceder su asiento en un autobús a un hombre con el absurdo argumento de que era más gente que ella. A pesar de la calma con la que se atuvo a la verdad, fue detenida. Un gesto que podría quedar borrado en la historia. Imprevisible pero encantador, como el vuelo de una mariposa, la realización llegó como un efecto inesperado. Sin emplear violencia alguna, sino con humildad y sencillez, se atrevió a ir más allá del miedo. Basada en sí misma, tuvo la audacia de decir simplemente que no. Nada más que eso. Una sola palabra, revestida de suave firmeza, como símbolo de respeto y libertad, fue la llave para abrir una puerta atascada por siglos de incomprensión.

Más tarde, paseaba sola por las calles de la ciudad cuando me llamó la atención un hermoso jardín. En medio de flores de colores, había una rosa rosa, aún en capullo. Ante mis ojos, la rosa floreció en un acogedor mandala. No me sorprendí. Atravesé el portal.

Poema veintitrés

Demasiadas palabras duelen.

Un terremoto no dura una mañana.

Una tormenta no dura un día.

Si ni el cielo ni la tierra actúan por mucho tiempo,

No sería sabio ir contra los movimientos de la vida.

Los que andan el Camino nunca pierden el rumbo.

Quien vive las virtudes nunca permanece en la oscuridad.

Quien abraza el miedo se libera de él.

Quien no confía en sí mismo

No comprende el poder de las virtudes

Ni siquiera pueden recorrer el Camino.

Acaban devorados por el miedo.

Gentilmente traducido por Leandro Pena.

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