Cada vez que camino por las estrechas y sinuosas calles del pequeño pueblo al pie de la montaña que alberga el monasterio, tengo la clara sensación de encontrarme con alguien a quien no conozco. El tren me deja en la estación al amanecer. Según la época del año, el cielo está salpicado de estrellas o tiene tonos rosáceos que anuncian la llegada de la mañana. El pavimento irregular de piedras centenarias permite que el rocío nocturno forme charcos de agua que reflejan las lámparas de hierro. Un ambiente inspirador para el momento siguiente. Lorenzo, el zapatero amante de los libros de filosofía y de los vinos tintos, es un interlocutor precioso que me enseña a dialogar conmigo mismo. Estas conversaciones no siempre son agradables, ya que aportan verdades delicadas e incluso incómodas para mostrarme quién aún no soy.
Al acercarme, me di cuenta de que la bicicleta clásica del artesano no estaba apoyada en el poste frente al taller, como de costumbre. Me sorprendió. Creía que estaba cerrado. Los inusuales e imprecisos horarios de apertura eran famosos en la región. Para mi alegría, estaba abierto. Lorenzo me recibió con una sonrisa sincera y un fuerte abrazo. Mientras preparaba un café recién hecho, me senté junto al pesado mostrador de madera. Le pregunté por la bicicleta. El zapatero comentó: “Alguien se la llevó sin mi permiso”. Le dije que debía de estar muy disgustado, pues la había tenido desde joven. Cuando volvió con dos tazas de café humeantes, sonrió y dijo: “Alguien la necesitaba más que yo”.
Le dije que su razonamiento no era justo ni correcto. Le sugerí que registrara el caso en una comisaría y pidiera que investigaran; no por el valor material, sino por la pérdida emocional. Era una ciudad pequeña, no sería difícil. Yo en su lugar no sería complaciente. Dijo que este movimiento no le interesaba y reflexionó: “Mientras sea infeliz, mantendré conmigo el dolor de la pérdida. La curación siempre será la prioridad”. Argumenté que el dolor cesaría si se encontraba la bicicleta. El zapatero explicó: “Sí, sigue siendo un tratamiento. Sin embargo, dependería de acontecimientos que escapan a mi control. Cuando vivo a la espera de acontecimientos que escapan a mi control, aplasto el sufrimiento prolongando el dolor indefinidamente”. Tomó un sorbo de café y dijo: “Prefiero la terapia de autocuración, en la que no hay dependencia de movimientos externos. Me quito de encima las emociones dolorosas mediante ideas luminosas. Un sentimiento nuevo y sano se instala para curar la herida”. Hizo una pausa antes de concluir: “Sanar significa sacar de dentro todo lo que ya no sirve para nada. Para ello, no hay ninguna buena razón para esperar a algo o a alguien”.
No podía aceptar esa forma de pensar. Apropiarse de algo que no te pertenece es una grave desviación del comportamiento, dije. Lorenzo estuvo de acuerdo: “Absolutamente. Eso no significa que esté de acuerdo o apoye ese tipo de comportamiento. Sólo significa que yo elijo quién me hace compañía. Vaya donde vaya, los pensamientos y los sentimientos me acompañan en todo momento; cuando son densos, me aprisionan en la tristeza, la indignación y la revuelta; la vida se empequeñece cuando me revuelco en el sufrimiento. Es como si viviera dentro de una caja que me limita y estrecha. No quiero eso para mí. Hizo una breve pausa antes de continuar: “Al expandir el pensamiento, la libertad despliega sus alas; la paz sienta sus cimientos en un corazón sereno. Al brotar el amor y la sabiduría en las ideas y las emociones ante un revés, me reequilibro y me fortalezco. El mal queda atrás; la persona que lo hizo es la que tiene que afrontarlo y vivir con él, no yo. Este es el movimiento exacto de la curación. Hacer de mí un lugar agradable para vivir forma parte del arte de la vida”.
Le dije que era absurdo que dejara impune al ladrón. El artesano explicó: “Las pérdidas que sufrirá serán mucho más graves que las mías. Yo perdí mi bicicleta, él apagó su propia luz. Hay que tener compasión por alguien que ha perdido su mayor riqueza y, además, vive sin darse cuenta, creyendo que le ha ido bien”. Aunque comprendía la grandeza de la idea, no estaba de acuerdo en que sirviera de consuelo. Hacía casi medio siglo, aquella bicicleta había sido el medio de transporte utilizado para ir de casa al trabajo. Si aún estaba en perfecto estado de uso, se debía al cuidado que ponía en mantenerla. Insistí en que no era justo; tenía que luchar por sus derechos. Una vez más, el zapatero no me permitió abusar de una buena idea: “Sí, no renunciar a nuestros derechos habla de la lucha por construir lo que somos, el arte de vivir. Comprender la diferencia entre búsquedas y conflictos nos permite darnos cuenta de lo indispensable o inútil de cada batalla. Algunas son fundamentales; otras, innecesarias. De lo contrario, agotaremos nuestros días en innumerables pequeñas guerras cuyas ganancias no añaden nada a nuestro bagaje. Aunque gane, perderé; si gano, seré derrotado.
Pregunté cómo saber si la batalla era fundamental o innecesaria. Lorenzo explicó: “Las que ayudan a construir lo que somos son indispensables. Hablan de la dignidad que no puede faltar, de la paz que ha disipado el miedo, de la felicidad de ser cada día una persona diferente y mejor, de la libertad de seguir adelante y del amor que da sentido a la vida. Todo lo demás hay que evaluarlo bien para saber si merece la pena. Comenté que en esa última frase, la palabra “lástima” podía tener la connotación de castigo. El zapatero aclaró: “Sí, eso es exactamente. No todas las luchas son liberadoras. Al contrario, la mayoría de ellas, en las que estamos presos de vicios ancestrales, se convierten en autocastigo. La duración del conflicto determina la magnitud del dolor. La efímera alegría de una eventual victoria no compensará el tamaño de la herida agravada ni los días perdidos a la espera de decisiones que escapan a nuestro control. Nunca tendremos autonomía sobre nuestras propias vidas hasta que comprendamos el poder de la autodeterminación. La mejor terapia curativa siempre será la que dependa sólo de uno mismo”. Tomó un sorbo de café y dijo: “Créeme, nunca te faltará una. Si no la encuentras, limpia las lentes empañadas por formas anticuadas de pensar, limpia los filtros de formas anticuadas de sentir. Lo descubrirás por vías insólitas, nunca antes permitidas, aunque los sabios llevan hablando de ellas desde tiempos inmemoriales. Perdidos en conceptos y emociones de supremacía, dominio e imposición sobre los demás, e ignorantes del verdadero significado de la victoria, permitimos que la felicidad sólo exista en la imaginación de los poetas y en las letras de los libros sagrados. Mientras crea que sólo seré feliz cuando recupere mi bicicleta, permito que el sufrimiento establezca un imperio que no sé cuándo acabará. Al aceptar que la bicicleta no es una prioridad en mi vida porque no cabrá en mi equipaje cuando haga mi transición dimensional, recupero la paz y la felicidad. Comprendo la legítima regla del valor de todas las cosas. Me libero del sufrimiento.
Y añadió: “Tomemos, por ejemplo, los procesos judiciales que se prolongan durante años en un intento de obtener reparación por un dolor o una pérdida. Aunque, según el caso, una sentencia pueda aportar algún consuelo económico o castigo al malhechor, será ineficaz para recuperar el tiempo perdido, como los días malgastados en sufrimiento. Es una terapia agotadora, larga y, lo que es más grave, inútil. Quienes afirman sentirse curados por estos métodos incurren en un gran engaño. Hablan de justicia cuando, en realidad, quieren venganza o les mueven meros intereses económicos ocultos tras argumentos falaces de bellos contornos, pero carentes de amor y sabiduría. Se mienten a sí mismos.
Y añadió: “No es diferente en el caso de la ofensa, que puede manifestarse de innumerables maneras, desde la mera crítica cuyo verdadero objetivo es menospreciar a quienes no encajan en los gustos y sabores que los críticos han determinado que son los adecuados para disfrutar, hasta formas más veladas de agresión, como el desprecio, una oscura manifestación de orgullo y altanería por la supuesta superioridad que se presenta. Hay formas aún más agresivas por ser colectivas, como la llamada cancelación, una terrible y contemporánea forma de segregar a las personas que se niegan a compartir una misma idea a través de las redes sociales, coaccionando las singularidades y el libre pensamiento. Se trata de horribles máquinas de represión ampliamente utilizadas en la actualidad y, lo que es peor, apreciadas por multitudes todavía adictas a alimentarse del mal bajo el falso pretexto de que defienden el bien. En cualquier caso, quieren aprisionar a todo el mundo dentro de los estrechos confines de sus malentendidos, como si una persona dependiera del permiso de otra para ser quien es”.
Tomó un sorbo de café y explicó: “Sentirse ofendido interrumpe tu vuelo, como un pájaro al que se le niega el cielo por la amenaza de las hondas. No puedo detener las piedras, pero puedo evitar que me golpeen”. Quería saber cómo. Lorenzo me explicó: “Vuela alto. Las piedras nunca te alcanzarán”. Agitó la mano como si quisiera decir lo obvio y aclaró: “Sufriré ofensas mientras crea que pueden robarme mi dignidad como si fuera una bicicleta. No, nada ni nadie puede robarme mi dignidad; basta con que me mantenga en línea con la verdad y las virtudes. En casos así, mientras esté desprovisto de orgullo y vanidad, no es difícil comprender que el agresor no está hablando de mí; sólo está derramando la turbación de su corazón. Me dignifico a través de lo mejor que hay en mí: actuando en la frontera extrema de la verdad alcanzada y en el exponente de las virtudes ya conquistadas. Me libero de la ofensa y avanzo en paz”.
Frunció el ceño y dijo: “Cometo una locura cuando dejo mi felicidad a merced de la incomprensión ajena; ¿cómo puedo entregar a los demás algo tan precioso, íntimo y esencial? Si conozco la verdad que me guía y las virtudes que me mueven, nunca cabrán en mi alma palabras ajenas llenas de contradicciones, descontrol y malentendidos. No importa lo que piensen de mí. Sólo los inmaduros necesitan la validación o la autorización de otra persona para ser felices o para creer que son quienes son”.
Luego advirtió: “Lo que no puede faltar es humildad, sencillez y compasión. Si hay algo de verdad en las palabras de la otra persona, quédate con lo bueno y desprecia lo malo; reconoce tus errores, discúlpate, repara el daño, comprométete contigo mismo a corregir el rumbo y sigue adelante”. Como siempre hemos dicho en este taller, siempre que se utilicen bien, los errores son los mejores zapatos”La inusual forma de pensar del zapatero me desconcertó. Decidí hablar de una situación que me preocupaba. Estaba muy disgustado con un amigo que le había prestado dinero para invertir en su empresa. Le expliqué que necesitaría que me devolviera el dinero en un plazo no superior a un año, ya que estaba preparando la creación de una imprenta dentro de la editorial que dirigía. Me había dado su garantía personal de que devolvería la cantidad original en el plazo acordado, incluso si el negocio no funcionaba como esperaba; si lo necesitaba, recurriría a los bancos o vendería su hermosa finca para cumplir su compromiso conmigo. Accedí a su petición. Al final del plazo previsto, no me pagó. Oí argumentos que no tenían en cuenta la responsabilidad que había asumido; ya fueran los elevados tipos de interés bancarios o la dificultad de deshacerse del lugar donde sus nietos pasaban las vacaciones. Finalmente, dijo que pagaría cuando pudiera, negándose a fijar una fecha. Le dije al zapatero que me sentía como un tonto por dejarme engañar por promesas vacías de compromisos serios. Lorenzo me mostró el error que me estaba atrapando en el dolor: “¿Por qué condenarte con palabras tan duras? ¿Por qué hacerte daño con mentiras? ¿Por qué castigarte por una situación en la que no cometiste ningún error?”. Guardó silencio unos instantes para que yo comprendiera lo equivocado de los pensamientos que creaban una herida sin motivo. El zapatero continuó: “Confiaste en un amigo; eso no tiene nada de malo. ¿Cuántas veces has ayudado a otros o has sido ayudado por algunos también?”. Le contesté que muchas veces. Siguió construyendo un razonamiento poco habitual: “¿Te hizo sentir bien que todos los implicados cumplieran su palabra?”. Asentí con la cabeza. “¿Sabes por qué la confianza y la credibilidad son algunas de las maravillas de la vida?”. Asentí que no. Lorenzo me enseñó: “Porque son pilares de la dignidad. Nadie es feliz ni vive en paz sin dignidad; los que lo intentan, aunque lo nieguen, serán eternamente perseguidos por los fantasmas del engaño y de sus propios errores hasta que arrojen luz sobre la oscuridad que han provocado.” Y formuló la pregunta definitiva: “Tú perdiste dinero; él perdió luz. ¿Quién es el verdadero tonto?”. La respuesta era obvia y no hacía falta verbalizarla. El zapatero concluyó: “Da gracias a la vida de que en esta relación estés donde estás y no al otro lado, en el papel del bufón que engaña al público montando un espectáculo oscuro y de mal gusto”.
Lorenzo aclara además: “Vive como si él no te debiera nada; si algún día decide cumplir el compromiso, acéptalo. Mientras tanto, véalo como una inversión de alto riesgo con un retorno improbable debido a la inconstancia moral del interlocutor, como en la bolsa cuando las pérdidas son causadas por noticias engañosas que ocultan las ruinas estructurales de una empresa. Repito, no se equivoca quien ha actuado de buena fe, sino quien ha faltado a la verdad incumpliendo el compromiso adquirido”. A continuación, ofreció otra dosis de ideas luminosas, poderosos elixires para reequilibrar las emociones y restañar así el dolor del alma: “El autocastigo por los errores, los excesos y las locuras de los demás son causas insensatas de las muchas heridas que nos infligimos a nosotros mismos. Sufrimos por los actos terribles y absurdos de los demás, cuando las consecuencias de todas las acciones recaen única y exclusivamente sobre la persona que las realizó. No hay ninguna buena razón para que me condene por el mal uso del bien que he ofrecido. Tenemos la costumbre de castigarnos por errores que no hemos cometido. En la inmadurez de nuestra conciencia, creemos que el engañado es un tonto, mientras que el engañador es muy listo. Pensando así, arrancamos las flores del hermoso jardín del alma, que surge de hacer el bien, para caminar sobre las afiladas piedras de la incomprensión; nuestros pies sangrarán innecesariamente. Nunca te hagas eso a ti mismo. Tomó otro sorbo de café y concluyó: “Soy dueño de mí mismo cuando, independientemente del movimiento del mundo, permanezco alineado con mi luz. Con ella, tengo todo lo que necesito para avanzar sin quedarme atascado en los pasos que no di”.
Apuré mi taza de café sin decir palabra. Necesitaba metabolizar aquella nueva mirada para sanar todas las heridas que sangraban en mí; y más aún, sin permitir que el dolor desenfrenado permaneciera en mi corazón. No es necesario ningún sufrimiento; todos desaparecen en el perfeccionamiento de la mirada”. Lorenzo concluyó: “Si cada persona vive dentro de sí misma, no hay ni una sola buena razón para permitir que el desorden ajeno abarrote nuestra casa. Con tus pensamientos y sentimientos como compañeros inseparables, nunca permitas que el sufrimiento se instale, ni siquiera por un solo día. Acostumbrarse a vivir con el mal conduce al estancamiento y al agotamiento; el alma se pudre de tanto dolor. Sanar significa sacar el mal de ti. Para ello, no tienes que esperar a nada ni a nadie. La curación consiste en cambiar de perspectiva.
Era hora de partir. Haría autostop con el camión que llevaba suministros al monasterio. Agradecí al zapatero la conversación. Me había devuelto la ligereza al acabar con los malentendidos, germen de todo sufrimiento. Me había hecho descubrir un poder oculto, siempre disponible, que yo desconocía. Justo entonces, nos sorprendió la entrada de René en el taller. Librero de don y profesión, René era un viejo y leal amigo de Lorenzo. Cuando se enteró del robo de la bicicleta, había salido en busca de una sustituta, y había encontrado una aún más rara. Era una Schwinn, una bicicleta fabricada en las primeras décadas del siglo pasado, en perfecto estado y en perfecto uso. Decidió regalársela a la persona que le había ayudado en varios momentos cruciales de su vida. La Schwinn era una de las pasiones secretas de Lorenzo. La ciudad amaneció con la sonrisa del zapatero. La vida nunca deja a pie a quien camina en la luz.
Gentilmente traducido por Leandro Pena.