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El trigésimo cuarto día de la travesía. La cruz

Desperté bien dispuesto, y tarde. El caravanero ya estaba retornando con el halcón posado en el grueso guante de cuero en el brazo izquierdo, cuando llené una taza con café fresco en la tienda que servía de refectorio. Lo acompañé con la mirada. Él le entregó el pájaro al cuidado de uno de los encargados y revolcó sus cosas en busca de algo. Ya me había llamado la atención el hecho de que el caravanero cargara tan pocas cosas en su equipaje. Pocos en la caravana llevaban una alforja tan leve. Entre menos precise más libre seré, era una enseñanza que, por lo visto, cumplía a cabalidad. Me aproximé. Como me miró sin objetar, tomé coraje para llegar más cerca. Le comenté sobre mi observación a lo que dijo “Lo innecesario sobre las cosas del mundo son factores que ayudan y demuestran la conquista de la libertad al evitar las relaciones de dependencia, pero no basta, pues puedo estar más allá de la cárcel de la materia, pero prisionero en el ámbito de las emociones. La libertad es un estado enteramente del ser. Una conquista profunda”, con la mano hizo en el aire un trazo vertical, “Y amplio”, y dibujó otro trazo horizontal. Una cruz. No entendí la razón del movimiento.

Él se giró y volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Continué de pie a su lado. Le comenté que yo tenía una relación de amor y odio con el desierto. A cada día me era permitida una lección, a duras penas. El caravanero me miró y me aconsejó: “Cuando el desierto esté demasiado inhóspito, déjate encantar por la luz de las estrellas, pero no te satisfagas con ellas al punto de olvidar de proseguir la travesía”, y volvió a girarse. Agregué que percibía que el desierto era la metáfora de la vida; la travesía representaba los percances y las delicias de la existencia de todos nosotros. El caravanero continuaba agachado revolcando sus pertenencias. Volvió a mirarme y dijo: “Una flor traduce todo el universo y las manifestaciones de la existencia. Aun así, continúa siendo apenas una flor”. Comenté: de las dos, una. Él no entendió mi observación o yo no había comprendido su respuesta. El caravanero tomó la brújula que buscaba, cerró la alforja, se levantó y dijo: “La travesía no es apenas el desierto” y volvió a hacer el movimiento horizontal con la mano, “También es las estrellas” e hizo la línea vertical en el aire. La cruz de nuevo. Prosiguió: “Entiende algo, un asunto, un concepto o a tí mismo, pero principalmente, entiende que nada quedará limitado en la frontera de tu percepción, salvo tú mismo” y salió.

Me quedé pensando en las palabras del caravanero mientras terminaba mi café. Estaba atrasado. Arreglé mis cosas en la alforja y direccioné el camello en la fila para la marcha del día. Quien se situó a mi lado fue un europeo; un hombre que yo ya conocía de vista, como a todos a aquella altura de la travesía, pero con quien nunca había conversado. Julius, como se llamaba, era muy gentil, simpático y educado. Una persona bastante agradable. Sin demora puso tema. Preguntó sobre mi actividad profesional y mostró interés en saber sobre la agencia de propaganda. Hizo varios cuestionamientos sobre el funcionamiento. Quiso saber si la travesía tenía algún fin comercial, a lo que respondí que no; apenas me interesaba conocer al sabio derviche, “conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Nada preguntó sobre esto. Enseguida, reveló que era mercader de remedios. Había hecho fortuna como representante de los principales laboratorios de Europa en los “confines del mundo”, como se refirió a los lugares por los cuales había viajado ofreciendo medicamentos. Viajaba al oasis por negocios. Mencionó que era privilegiado, pues tenía la oportunidad de conocer los lugares más insólitos del planeta, donde los otros representantes se rehusaban a ir. De sobra, se enriquecía mientras se divertía y aprovechaba la vida. Se enriquecía con dinero e historias. Me contó sobre la experiencia vivida el año anterior en un campo de refugiados dentro de una zona de guerra en la región central de África. Un país dividido por etnias, pero principalmente, e infelizmente, cortado por el odio. Me explicó que, a pesar de tener varios aspectos culturales en común que los tornaba una nación, las diferencias se manifestaban en intolerancia, sangre y muerte. Un pueblo destruido económica y afectivamente. En esa ocasión, cuando llegó al campo de refugiados, encontró muchas personas, entre adultos y niños, mutiladas por las tribus rivales para que no sirvieran ni para el combate ni para el trabajo y así, en el ápice de la maldad, se volvieran una carga para sus parientes por el resto de la existencia. Para empeorar, además de diversas dolencias, una peligrosa epidemia se extendía dadas las precarias condiciones de salud e higiene. No había hospitales, pues habían sido destruidos en la guerra absurda. Alimentos y agua potable eran racionados. Una organización no gubernamental humanitaria, formada por médicos de todo el mundo que durante sus períodos de vacaciones viajaban allí, pagando todos los costos del propio bolsillo, con el objetivo de llevar asistencia y atención a la región y a aquel pueblo, haciendo la vida posible. Vio hacer cirugías en tiendas y curas alcanzadas por la determinación, competencia y amor de aquellos profesionales. 

Yo oía con atención. En ese momento le dije que deseaba que Dios los iluminara y los protegiera. “¿Dios? ¿Qué Dios? ¿Qué Ser repleto de amor, sabiduría y justicia permitiría aquel descalabro? ¿Por qué Él no solucionaba aquel suplicio inhumano?”, dejó ver su incomodidad e incredulidad ante un mundo invisible que permea e interactúa con lo visible. Narró que la organización de aquellos bondadosos médicos ya no tenía más dinero para comprar una nueva remesa de remedios en el intento de contener la infección generalizada que se extendía. Entonces él, el mercader de remedios, el hombre que ganaba la vida vendiendo remedios, por primera vez en la vida, no sólo renunció a su comisión, sino que negoció con los laboratorios una donación de medicamentos. Es más, Julius corrió con todos los gastos de transporte para que los medicamentos llegaran a la zona de conflicto. Por fin, me miró, sonrió y confesó que estaba muy feliz con la profesión que había escogido, pues llevaba cura a mucha gente a través de los remedios, fueran vendidos o donados, a los rincones olvidados del mundo. Dudaba que hubiese otra profesión mejor.

Llegó la orden para la habitual parada al medio día. Un breve descanso y una refección ligera eran necesarios. Al momento de alinear los camellos en la fila para la otra mitad de la marcha de aquel día, quien estuvo a mi lado fue un religioso, casi un asceta. Un hombre dedicado a la meditación, a la oración y a la caridad espiritual. Aunque nunca habíamos hablado, así como con Julius, también lo conocía de vista. Muy amable, transmitía una enorme serenidad. Sus palabras eran siempre suaves, claras y traían innegable comodidad. Así como Julius, era muy simpático y también me sentí bien a su lado. Se lo dije, sonrió y comentó que se llamaba Naim. Agregó que su nombre, de origen árabe, significaba tranquilidad. Después me preguntó qué religión profesaba. Respondí que todas. Le conté que yo tenía fuerte influencia cristiana desde la infancia, enseñanzas preciosas que fui enriqueciendo a medida que conocía otras tradiciones filosóficas y religiosas, occidentales y orientales. Adicioné que todas las palabras de amor y sabiduría me interesaban, independiente del origen. Le mostré la cadena que usaba debajo de la camisa con la cruz que traspasaba el círculo. Era el símbolo de la hermandad esotérica dedicada al estudio de la filosofía y la metafísica de la cual hacía parte, cuyo eje central era el Sermón de la Montaña. Naim sonrió con el corazón. Preguntó sobre mis estudios; no quiso saber sobre mi actividad profesional. Enseguida, dijo que recorría los “confines del mundo” llevando una palabra que pudiese traer algún conforto a cualquier alma sufridora. Esta era su enorme riqueza. Su patrimonio, al contrario, se resumía en la túnica que vestía y otra que usaba cuando la lavaba. “Ah, también estas sandalias”, dijo apuntando hacia los pies, calzado que usaba hasta que “se deshacía”. 

La conversación se extendió. Naim confesó que las historias vividas también eran parte de su riqueza. Contó que el año pasado había estado en la parte central de África, en un país dividido por la guerra civil. La disputa por el poder entre diversas tribus, divididas en facciones étnicas, había llevado al pueblo a la miseria material, pero principalmente, a la miseria espiritual. Las personas sufrían tanto que ya estaban incrédulas. Agregó que cuando perdemos la esperanza la fe no sobrevive; por tanto, no queda nada. Es difícil que el amor germine. Estaba en un campo de concentración donde una peligrosa epidemia se extendía con rapidez dadas las precarias condiciones de supervivencia, pero también por causa de un bajo patrón vibracional, generado por el miedo y por el pesimismo, que debilitado el sistema inmune de aquellas personas. Una organización de médicos brindaba todos los recursos humanos y financieros para atender a aquel pueblo sufrido, bajo diversos riesgos. Personas que podrían disfrutar de las vacaciones en lugares paradisíacos, pero que como en la mitología, iban al infierno como ángeles guardianes para rescatar almas desamparadas, ante el peligro real de recibir un tiro, ser presas por una de las facciones o de contaminarse también.

Era preciso nuevos medicamentos para contener la infección bacteriológica que se generalizaba. No había más recursos; todos los canales de ayuda habían sido accionados y ninguna solución parecía posible. El desánimo también era contagiante. Se preocupó por animar a las personas con buenas palabras y abrazos acogedores. También rogó a Dios por Su intervención. Al día siguiente el campamento fue invadido por una de las violentas facciones. El hijo del jefe estaba muy enfermo. El chico sufría de un mal que los médicos no lograban identificar. La vida del muchacho pendía de un hilo. Algunos días atrás, el jefe había sacado al hijo del campamento, donde estaba bajo el cuidado de los médicos, y lo había llevado para la tribu. Allí el joven agotaría sus últimas fuerzas. Volvió para vengarse de las personas que, según el jefe, habían contaminado a su hijo. Naim le pidió una oportunidad para intentar curar al muchacho; una única oportunidad y si no lo lograba, el jefe podría ejecutar el plan. Aunque desconfiado, el jefe aceptó, no sin antes amenazar a Naim con una muerte cruel y dolorosa si no tenía éxito. Tan pronto llegó a la tribu, Naim sintió la energía densa del lugar y percibió que el chico tenía sus fuerzas vitales drenadas por espíritus sombríos que, por afinidad vibracional, se habían instalado en el lugar. Los médicos no podían curar al hijo del jefe porque no era una enfermedad física, sino espiritual. Realizó un ritual de purificación y equilíbrio energético. En pocos días el joven estaba bien, jugando con los otros chicos como si nada hubiese sucedido.

Agradecido y feliz, el jefe dijo que Naim podría pedir lo que quisiese. Naim pidió que el campo de refugiados nunca más fuera atacado; en hipótesis alguna, explicándole que ya había demasiado sufrimiento. El jefe le concedió el pedido. El religioso además le explicó que las enfermedades del cuerpo están generalmente relacionadas con un alma enferma. 

Naim también pidió ser conducido de vuelta para el campamento, pues estaba preocupado con la epidemia que se propagaba. El jefe le prometió que sería llevado inmediatamente y mencionó que sus preocupaciones habían aumentado, pues supo que después de la salida de ellos había llegado un europeo, quien les había proporcionado el medicamento necesario para debelar la infección. Naim me relató que había pasado la noche en oración y en agradecimiento a Dios por la atención a sus pedidos y por Su pronta intervención. “En aquel momento la mano de Dios se hizo presente a través de ese europeo”, dijo con los ojos húmedos. Pensé: un hombre incrédulo, pero evolucionado en un gesto de amor, se volvió una herramienta sagrada, pero no dije nada. Naim reveló que cuando regresó al campo de refugiados el tal europeo, a quien tanto quería conocer, ya había partido. Con los nuevos remedios que pronto llegaron y el fin del miedo a ser constantemente atacados, la cura sucedió.

Era final de tarde. Llegó la orden para terminar la marcha y levantar el campamento para pernoctar. Naim agradeció por la tarde que pasamos juntos y se despidió. Había personas que lo necesitaban. “Soy un curador de almas”, se definió. Se declaró un hombre bendecido por el trabajo que ejercía. También le agradecí por la conversación y nada dije sobre la sincronicidad de los hechos de aquel día.La caravana estaba envuelta en magia.

No era difícil imaginar que el desierto me había dejado con la tarea de ser el eslabón de unión entre las dos puntas de una misma historia. Bajo ángulos y visiones diferentes, puntas que se encontraban en algún punto. “En el punto en que el desierto se encuentra con las estrellas”, oí la voz de la bella mujer de ojos color lapislázuli soplando en mis oídos. Giré la cabeza hacia los lados, pero no había nadie. “La cruz”, volví a escuchar su voz. Una vez más, no había nadie. Consideré que aquella travesía inhóspita pronto me traería otras alucinaciones.

Vi al caravanero alejarse para el entrenamiento vespertino del halcón. Me senté en la arena, un poco distante, para apreciar el vuelo del pájaro y para pensar, lo necesitaba. Aquellos dos hombres contándome sus aventuras en un mismo día. Hombres que tenían sus existencias entrelazadas, pero que no se conocían. La casualidad no existe; yo lo sabía. A lo lejos el caravanero me observaba. Cuando nuestras miradas se encontraron él volvió a hacer la señal de la cruz con la mano. Abrí los brazos como quien dice que no había entendido el gesto. Él se volteó para cuidar del halcón.

“Cuando se anda por el desierto hay que tener la preocupación de caminar hacia las estrellas. Concomitantemente”. Era la bella mujer de ojos azules. Esta vez no era apenas su voz, sino ella en persona. Sin pedir permiso, se sentó a mi lado. Le pregunté si ella había visto la señal de la cruz que el caravanero me había hecho. La mujer meneó la cabeza en anuencia. Le dije que él había repetido aquel gesto varias veces durante el día, desde que conversamos por la mañana. Ella explicó: “la cruz es un símbolo que existe desde tiempos inmemoriales. Fue usada en Sumeria, Egipto Antiguo, India, Persia y, posteriormente, renació en Jerusalén. Posee varios significados, todos preciosos, interligados entre sí.El más conocido, y uno de los más bellos, es el de la liberación a través de las virtudes aplicadas a la vida, enseñado por el mayor de los maestros que ya anduvo por este mundo. Sin embargo, hay otros misterios; todos necesitan ser  aclarados”.

Comenté que ya había visto en mis estudios diversas cruces, con pequeñas alteraciones de formato, como la cruz alzada en Egipto o la cruz en giro en la India. La famosa cruz de los celtas, además de otras con diferentes geometrías, algunas usadas también en el cristianismo, como la cruz en T de Francisco de Asís o la cruz invertida de Pedro, el apóstol. La mujer volvió a menear la cabeza y dijo: “Todas traen en sí conocimientos ocultos que deben salir a la luz”.

“Pienso que la cruz simétrica, aquella en que la línea horizontal posee el mismo tamaño de la línea vertical, tiene una valiosa lección. No se camina hacia arriba sin caminar hacia los lados; no se llega al Cielo sin involucrarse con el mundo”.

Le pedí que se explicara mejor. La mujer fue generosa: “Observa las historias de Julius y Naim. Ambos son buenos hombres. Uno siempre condujo la vida en función de los negocios, de la supervivencia del cuerpo, de los intereses ligados al ego. Un hombre del mundo; el trazo horizontal de la cruz. El otro, vive en función de lo intangible, de la elevación del espíritu, dados sus intereses de alma. Un hombre del Cielo; el trazo vertical de la cruz. Cada uno con sus prioridades. No obstante, para salvar a los mismos refugiados, para salvar las mismas vidas, ambos fueron igualmente imprescindibles. Sin los remedios provistos por Julius, la epidemia de bacterias terminaría con la existencia de muchos refugiados; sin las medicinas espirituales de Naim la epidemia de odio impondría a los refugiados una pena semejante. Se encontraron en el punto central de la cruz, donde los trazos se entrelazan. Este punto se llama amor”.

“Julius es el desierto; Naim, las estrellas. Juntos se completan y se expanden, longitud y latitud, en la perfección de la cruz”.

“Cuando se camina por el desierto sin mirar las estrellas no se llega a ningún lugar. Cuando apenas se mira hacia las estrellas sin caminar por el desierto tampoco”. Hizo una pausa y finalizó: “La existencia pasa por el mundo para fortalecerse en el campo de las pruebas. La vida necesita de las estrellas para iluminar la superación de esas pruebas. Amplitud y profundidad. No se separa el desierto de las estrellas. Julius y Naim en un único hombre. En verdad, la travesía apenas se completa cuando es realizada en cruz”.

La bella mujer de ojos color lapislázuli se levantó y salió. Acompañé sus pasos. Ella pasó al lado del caravanero y lo saludó; él le sonrió en agradecimiento. Después desapareció por trás de las dunas. Atardecía. Esperé que anocheciera mientras ordenaba aquellas ideas y pensaba en las modificaciones que eran necesarias para que yo vivera en cruz. Cuando las estrellas del cielo tocaron las arenas del desierto en lo infinito de mi mirada, me levanté en busca de Julius y Naim. Yo quería presentarlos, así vería irrumpir la luz al unir los trazos de la cruz.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

1 comment

omar marzo 22, 2020 at 11:51 pm

muy buenas las historias!!

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